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LAS GENERACIONES DEL FUEGO

TRADUCCIÓN: Incendios forestales, quiebras sociales

JESÚS I. CATALÀ GORGUES/FOTOS: MIGUEL LORENZO. 17/07/2013 No siempre un incendio forestal debería ser un desastre, ni ambientalmente ni socialmente ya que la vegetación de nuestros parajes ha evolucionado de la mano del fuego como presión de selección cotidiana

VALENCIA. Desde una visión ecológica, es evidente que el fuego es consustancial a los ecosistemas forestales mediterráneos. Como muy bien apunta Juli Pausas, deberíamos aprender a convivir con los incendios. Decir esto no es fácil, en un medio social que iguala fuego en el bosque con desastre. Pues bien, no siempre un incendio forestal debería ser un desastre, ni ambientalmente ni socialmente. No olvidemos que la vegetación de nuestros parajes ha evolucionado de la mano del fuego como presión de selección cotidiana, al mismo tiempo que las poblaciones humanas han desarrollado usos del fuego favorables para su supervivencia.

El problema empieza cuando, por las dimensiones exageradas, los efectos en áreas degradadas, la destrucción seria de bienes y servicios y, especialmente, el riesgo de desgracias personales, el fuego automáticamente se convierte en sinónimo de catástrofe. Pero el fuego, hay que decirlo, lo hacemos catastrófico los humanos, con actuaciones, actitudes y modos de vida que no lo tienen en la consideración debida o que lo enfocan sesgadamente.

La ecología del fuego y otras ramas de las ciencias naturales han avanzado mucho en los últimos años en la comprensión de los incendios forestales. Justo en el 2011, Mètode aportaba un monográfico sobre la cuestión. Sabemos ahora muchas más cosas sobre las dinámicas físicas y biológicas que explican los incendios. Sin embargo, la dimensión social no ha sido, en mi modesto parecer, igualmente afrontada. No hay duda de que un enfoque ecosistémico es fundamental para entender la cuestión. La persona corriente, sin embargo, no tiene conciencia vivida de su relación con un bosque o una montaña en tales términos. Alguien la puede sentir según parámetros de aprovechamiento; lo más común es hacerlo en términos de apreciación y vivencia paisajística. Ecosistemas y paisajes, evidentemente, se vinculan, pero son profundamente diferentes. Cualquier automatismo correlativo está fuera de lugar. Y es en la vertiente paisajística -y por tanto, en el ámbito de las construcciones culturales- donde se sustancia buena parte de la reacción compartida frente al fuego.

LAS GENERACIONES DEL FUEGO

El pasado 28 de junio, las chispas generadas por unos trabajadores que instalaban unas placas solares en una aldea del término de Cortes de Pallás (Valle de Cofrentes, Valencia) iniciaban un incendio que, atizado por el viento y favorecido por las circunstancias de sequedad y altas temperaturas, rápidamente adquirió dimensiones pavorosas, y que acabó afectando a más de 28.000 hectáreas. Al día siguiente, un nuevo siniestro, declarado en Andilla (La Serranía, Valencia) e imputado en su origen a una quema agrícola, se llevaba por delante a lo largo de los días sucesivos casi 20.000 hectáreas. Las nubes de humo tiñeron de rojo el cielo de Valencia y su área metropolitana, mientras la ceniza caía silenciosa sobre azoteas y calles.

Las imágenes que contemplé y el olor de chamusquina -siempre los olores, tan evocadores- me trajeron desgarradoramente a la memoria otras jornadas de principios de julio pero de dieciocho años atrás, cuando otros dos incendios gigantescos y simultáneos, originados en Millares y Requena, produjeron los mismos efectos visuales y olfativos en Valencia. También me volvía a la cabeza un siniestro mucho más remoto: el incendio de Ayora de 1979, que durante muchos años ha sido considerado como el más destructivo de la historia forestal valenciana y española, con más de 28.000 hectáreas quemadas en la sierra de Enguera y el macizo del Caroig.

Extrapolar las experiencias personales al conjunto de la sociedad siempre es arriesgado y puede conducir a conclusiones abusivas. Pero no puedo evitar decir que aquellos valencianos que éramos niños en la década de los setenta constituimos una generación, como las que nos siguieron, marcada por el fuego en nuestras montañas. Aquella época, objetivamente, viene definida por un aumento impresionante de la superficie afectada por los incendios forestales, mantenido hasta el momento actual, como bien se demuestra en el reciente libro de Pausas (2012) reseñado en este mismo número de Mètode.

Hay muchos factores que ayudan a explicar esta tendencia. El abandono de las áreas rurales es el primero que hay que tener en consideración. También podríamos mencionar que, por aquellas fechas, la política de reforestación emprendida en la época franquista, con criterios muy discutibles en lo que respecta a la selección de especies y las técnicas empleadas, había conducido a una acumulación de biomasa forestal alejada de cualquier parámetro controlable. Las carencias en los medios de extinción, la desinversión en el mantenimiento de los bosques y una larga serie de variables añadidas podrían continuar aportando más y más matices. No olvidemos, sin embargo, un componente cultural que introduce un punto más de complicación.

En aquellos años, muchos valencianos de extracción urbana asumieron costumbres que los ligaban a los bosques y las montañas de su territorio de una forma insólitamente afectiva. Las actividades al aire libre, los deportes de montaña, los campamentos, eran formas cada vez más generalizadas de experiencia en el medio natural entre la juventud, al mismo tiempo que se popularizó muchísimo el recurso lúdico de pasar una jornada familiar en los parajes boscosos. La inversión en infraestructuras viarias y de equipamiento aumentó entonces notablemente, con la creación de numerosas áreas recreativas.

En resumidas cuentas, era un fenómeno con inspiraciones ciertamente positivas. La conciencia ambiental, dormida durante mucho tiempo, despertaba ahora en nuestra sociedad, y en parte, se canalizaba mediante esta ansia de disfrute de la naturaleza. Es cierto que la ignorancia de las complejidades de los ecosistemas era la norma, y la percepción de los riesgos estaba lejos de ser realista. Pero hay que reconocer que era importante que un porcentaje cada vez mayor de gente de la ciudad, y con un perfil bastante interclasista, considerara algo digno de estima disfrutar del medio natural.

El interior valenciano, ya despoblado y envejecido, empezaba a perder definitivamente su perfil productivo marcadamente primario y iniciaba una terciarización económica de consecuencias muy profundas, al conformarse un sector, insignificante en términos absolutos pero muy relevante a las escalas locales, que proveía de servicios a las masas urbanas que buscaban ocio en el monte. Es bueno no perder de vista que este juego al mismo tiempo comercial y de afectos fue una oportunidad para muchos hijos y nietos de los antiguos habitantes del mundo rural, desplazados por la fuerza del destino a las ciudades, de reencontrarse con sus raíces y de generar una sinergia de identidad.

Justamente, pues, cuando una parte considerable de la sociedad superaba la indiferencia, por sentirse vinculada, aunque fuera anecdóticamente, con su patrimonio forestal, los incendios empezaban a presentarse a escalas aterradoras. Esto, sobre todo cuando uno es joven, marca intensamente. Por eso me atrevo a hablar de unas «generaciones del fuego», para referirme a todos aquellos que crecimos expuestos a experiencias relativamente intensas y continuadas, verano tras verano, con los incendios forestales, y asumimos sin ambages la condición catastrófica de estos fuegos.

Lea el texto completo en la web de Mètode

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Jesús I. Català Gorgues. Profesor de Historia de la Ciencia. Departamento de Humanidades, Universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia. 

FOTOS: Miguel Lorezo

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