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Galileo y el telescopio

ANTONIO BELTRÁN MARÍ. 22/05/2013 Al margen de los intereses económicos que podía reportar la utilidad civil y militar del telescopio, Galileo lo aplicó inmediatamente a la observación astronómica, algo que nadie había hecho, y eso resultó realmente revolucionario

VALENCIA. El mensajero de las estrellas era un opúsculo de apenas 63 páginas en cuarto. Contenía una vívida descripción de unas pocas observaciones astronómicas, que además habían sido hechas con un telescopio de veinte aumentos, pero su trascendencia era tal que, en palabras de Galileo, «son tantas y de tan grandes consecuencias, que, entre lo que añaden y lo que cambian por necesidad en la ciencia de los movimientos celestes, puedo decir que en gran parte se ve renovada y sacada de las tinieblas, como finalmente han de confesar todos los conocedores del tema» (Opere, xi: 27). Galileo no sólo proporcionaba determinadas observaciones o descubrimientos, sino que renovaba radicalmente la base empírica a la astronomía, que no pararía de ampliarse y perfeccionarse. Eso significó una trasformación radical de la astronomía.

Pero no todo fueron muestras de entusiasmo. Muy al contrario, los adversarios fueron en un principio más numerosos y lo intentaron todo en defensa de la astronomía y cosmología tradicionales. El primer intento consistió en acusar a Galileo de plagiario. Éste jamás afirmó que había inventado el telescopio -que en aquellos momentos recibía los más distintos nombres-, sino sólo que, habiendo oído hablar de él, lo había construido por sí mismo. Eso sucedió en el verano de 1609. De hecho, hacía más de un año que en toda Europa se hablaba de un curioso instrumento que hacía ver próximas y claras las cosas lejanas. Un óptico holandés, Hans Lipperhey, lo había presentado a Maurizio de Nassau y lo había querido patentar, pero la comisión nombrada para examinarlo rechazó la petición aduciendo que la invención era del dominio público.

Efectivamente, el telescopio se vendía en distintas ciudades europeas por unas pocas monedas y, por ejemplo, en octubre de 1608 el cardenal Guido Bentivoglio consiguió uno, que meses más tarde regalaría al cardenal Scipione Borghese. Más aún, hoy sabemos que el óptico holandés «Johannes Sacharias construyó el primer telescopio en su país en el año 1604, imitando uno proveniente de Italia que tenía inscrito: año 1590» (Ronchi, 1958). Pero lo importante es que prácticamente todos estos utensilios eran meras bagatelas.

En agosto de 1609, Giovanni Battista della Porta, posiblemente más mago que óptico, afirmaba que «el secreto del occhiale es una coglionaria, y está tomado de mi libro 9 del De refractione» (Opere, x: 252). Así pues, en 1609, el invento tenía casi dos décadas, muchos se reclamaban como su inventor, pero nadie se lo tomaba en serio. Ni siquiera Kepler, el único que en su Óptica de 1604 había desarrollado los aspectos teóricos que posiblemente eran suficientes para explicar la combinación telescópica de lentes, prestó atención alguna al telescopio hasta que Galileo lo presentó con sus observaciones astronómicas.

Galileo da a entender en dos ocasiones que lo había construido por deducción a partir de la teoría óptica, pero lo cierto es que siempre se mantuvo en el marco de la estéril teoría óptica tradicional y siguió hablando indistintamente de species -o imágenes de las cosas-, rayos visivos y rayos luminosos que llegaban al ojo a través de la pirámide visual con base en el objeto visto y el vértice en el cristalino. De hecho se cuidó mucho de entrar en la discusión teórico-óptica con los críticos. Lo que hizo y describe Galileo es un simple razonamiento que le llevó a combinar, en los extremos de un tubo de plomo, dos lentes, una plana convexa (el objetivo) y otra plana cóncava (el ocular), no dos lentes convexas como haría posteriormente Kepler construyendo su «telescopio astronómico» a partir de la teoría.

En este sentido, el escepticismo dominante ante las maravillas que conseguía el nuevo instrumento era comprensible. Además, la óptica, popularmente, era un campo paradigmático del engaño de los sentidos y de asombrosos trucos: ciertos vidrios, lentes y espejos hacían ver cosas distintas de las que se veían a simple vista, es decir, deformaban la realidad. Cuando Galileo narra las primeras noticias recibidas de lo que permitía ver el telescopio, dice que «unos prestaban fe y otros no» (Opere, iii: 60).

Pues bien, Galileo lo planteó como una cuestión de facto y supo ver que no se trataba de una alternativa entre telescopio sí, telescopio no, sino entre el telescopio deficiente, como la mayoría de los que circulaban y se vendían por unas monedas, y el telescopio bueno, bien construido, que mostraba fielmente lo que había y no añadía nada a la realidad. Su habilidad técnica sí que fue admirable. A menudo él mismo pulía las lentes y, en un industrioso e inteligente proceso de ensayo y error, construyó decenas de telescopios cada vez mejores, que probó miles de veces en toda clase de objetos «próximos y lejanos, grandes y pequeños, luminosos y oscuros» (Opere, xi: 306). Apenas comprobada su fiabilidad, lo presentó a las autoridades venecianas.

Desde lo alto del campanario de San Marcos les hizo ver edificios de pueblos más o menos cercanos, como Treviso y Conegliano, las personas que entraban o salían de la iglesia de San Giacomo en Murano, y naves acercándose a la costa, que a simple vista no fueron visibles hasta dos horas después. Se le concedió el nombramiento de catedrático vitalicio de la Universidad de Padua y un sustancioso aumento de sueldo.

Las observaciones de Galileo

Pero, al margen de los intereses económicos que podía reportar la utilidad civil y militar del telescopio, Galileo lo aplicó inmediatamente a la observación astronómica, algo que nadie había hecho, y eso resultó realmente revolucionario. Entre diciembre de 1609 y enero de 1610 su actividad fue frenética. De día pulía cristales y la mayor parte de las noches hacía observaciones astronómicas. No podía mirar al cielo sin hacer un descubrimiento importante. La Luna, vista a través del telescopio, era como otra Tierra. Su superficie era rugosa y llena de cavidades y prominencias, como mostraba la irregularidad del terminador -la línea divisoria de la parte iluminada y la oscura-.

Incluso tenía montañas que, con una hábil demostración, Galileo pudo afirmar que eran más altas que las de la Tierra. Aunque de por sí definitivo, era sólo el primer hecho que venía a derruir un dogma fundamental de la ciencia clásica: la distinción radical entre el mundo celeste, constituido por éter ingenerable e incorruptible, ontológicamente superior a la materia sublunar, en el que los cuerpos celestes etéreos eran perfectamente lisos y esféricos, y por otra parte el mundo sublunar, constituido por los cuatro elementos, ámbito del cambio, de la generación y la corrupción.

Lea el artículo completo en la web de Mètode.

 

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Antonio Beltrán Marí (1948-2013)
Profesor del Departamento de Lógica, Historia i Filosofía de la Ciencia
Universidad de Barcelona

 

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