MADRID. Esta foto es real. Son las coordenadas de Google Maps 36.476602,-4.991897. Es uno de los ejemplos de los que Guillermo Valcárcel, autor del libro ‘La ola que arrasó España' fue testigo en sus años vinculados a la construcción. Concretamente, este chalé en medio de una rotonda, al que no se puede acceder si no es jugándose el tipo cruzando la carretera, lo compara con los esperpentos narrados en un tebeo de Mortadelo y Filemón, ‘Soborno', de 1977, al que deja corto en cuestión de humor.
Aunque no hace falta irse tan lejos, en Madrid, con el Abono Transportes A, se pueden ver ejemplos casi idénticos dentro del perímetro más respetable de la ciudad. Es nuestro legado a las próximas generaciones.
‘La ola que arrasó España' es un repaso de éste, del modelo de crecimiento español de los últimos treinta años. Lo que conocemos como la cultura del ladrillo. El autor cuenta poco a poco el desarrollo legislativo en este campo que ha tenido lugar en nuestro país con el colorido de anécdotas y vivencias personales como arquitecto e inspector de urbanismo del Ayuntamiento de Madrid. Desde el decreto Boyer a la debacle de 2008, un viaje trepidante.
Lo interesante de la obra es que no carga contra lo que él denomina "ellos", es decir, los poderes financieros y los políticos, como un eje del mal que conspira para enriquecerse a costa de los buenos ciudadanos engañándolosa con una estudiada treta, lo que demanda ahora sin freno la 'sociedad indignada'. Él habla de algo más complejo, de leyes que se escribieron para no ser cumplidas, de capitales de provincia y promotoras asociadas de forma casi feudal, pero especialmente de nuestra culpabilidad por haberlo permitido:
"La calidad de la peor ley no es tan dañina como la lectura corrupta de una ley perfecta. El primer culpable en democracia de aceptar una Administración sumisa es la misma sociedad que la mantiene".
La narración tiene dos vertientes, una económica y otra humana. Por un lado está el gran negocio. Los que logran que la prensa se ponga a proclamar a los cuatro vientos que hay que comprar en el momento exacto en el que, como él dice, "los Rockefeller venden". Un chollo que venía impulsado por una serie de ideas fuerza, que los españoles no alquilan y que el precio de la vivienda nunca bajará.
Nada que no sepamos a estas alturas. Aunque deja una pregunta interesante. ¿Por qué no se fomentaron en España los alquileres sociales, que han funcionado muy bien en otros países (Alemania, Francia, Reino Unido y Austria), en lugar del modelo actual de Vivienda de Protección Oficial? Pero claro, "es que los españoles no alquilan", se mofa.
Valcárcel también dedica impagables páginas a la región valenciana. Suya fue la primera ley de ordenación urbanística, la LRAU de 1994, que creó la figura del agente urbanizador, una empresa privada que podía plantear un desarrollo urbanístico en terrenos que no eran suyos y sobre la que el municipio delegaba funciones de expropiación. Una idea pensada para frenar la especulación, para facilitar suelo a las constructoras y que bajaran los precios y que consiguió precisamente lo contrario merced a la connivencia de unos señores muy simpáticos.
"Al amparo de una interpretación interesada de la ley, se convirtieron en dueños virtuales de la costa, cometiendo todo tipo de abusos sobre propietarios y empresas ajenas, expropiando a su antojo y urbanizando de manera criminal".
La Unión Europea en pocos años recibió nada más y nada menos que 15.000 denuncias gracias a esta medida ‘experimental' que puede catalogarse como el inicio del fenómeno llamado 'burbuja inmobiliaaria'. Hasta hace poco se filmó una serie sobre todo esto que se llamaba ‘Crematorio', con el recientemente fallecido Pepe Sancho.
Todo gracias a la coartada de los hechos consumados. El piso se levantaba en mitad de la playa y, una vez vendido, que vengan los policías mercenarios opresores del pueblo a echar a los que lo habían comprado. Una práctica que también tuvo su reflejo en los centros urbanos del interior, no sólo en los bellos parajes de la costa.
Se construye en suelo industrial, mucho más barato, naves estilo loft de Nueva York, lo más in, que legalmente ni son viviendas ni se podían vender luego como tales. Y ahí sigue el negocio. No es nada que pertenezca al pasado eso de alquilar un espacio de estas características para vivir en Madrid. El precio es el mismo, e incluso más, y el inquilino sobre el papel no tiene ningún derecho. Eso sí, los lofts son como los de Nueva York, oiga.
En la vertiente humana del ‘ladrillo', la parte folclórica, están los trabajadores de la construcción a los que Valcárcel describe con simpatía y asombro. Comenta que de los que tenían más de cuarenta años en el momento de escribir el libro, la gran mayoría provenía del ámbito rural. Los conocidos como "desertores del arado". Fuente de inagotables anécdotas.
Las andanzas de estos personajes son fácilmente predecibles. De entrada, están regadas en alcohol. La cultura ancestral del carajillo matutino para desayunar, chupito de aguardiente antes de entrar al tajo, cañas a media mañana, vino para comer, coñac para la digestión y copas antes de irse a casa a cenar. Un modus vivendi en el que la interjección es la única lengua de entendimiento común y que, más allá de lo simpática que pueda resultar la cultura del alcohol, es causa de espantosos accidentes laborales.
El libro no ha avanzado ni cien páginas y ya ha saltado por los aires un dedo, un hombre se ha quemado la espalda hasta que se le cae la piel a tiras por trabajar sin protección y a un caballero le ha reventado la bolsa escrotal electrocutado al intentar salvar a su hermano, electrocutado también. Así, hasta que empiezan a desfilar cadáveres. Un ingrato recuerdo de aquellos años en los que la economía iba de maravilla pero almorzábamos todos con una lista de muertos en accidentes de trabajo en el parte radiofónico.
Y en cuestión de derechos laborales, Valcárcel ni se molesta en izar banderas. Entona el perro come perro. La mayor parte de estafas y abusos en este sentido no se daban entre una patronal explotadora y los empleados -aunque por supuesto los haya habido y escalofriantes sobre todo con la mano de obra inmigrante- sino entre los propios paletas. En un contexto de subcontrata tras subcontrata, el autor cuenta que en algunos tramos de la obra todo el personal era autónomo. Ni rastro de empleados por cuenta ajena. Es decir, en sus palabras, "indigente al primer impago".
El relato final es demoledor y deprimente. Especialmente por lo que no cuenta, por lo que no figura; porque todos estos engendros económicos se llevaron a cabo mientras se debería haber potenciado una especialización tecnológica que supliera a la industria reconvertida en los ochenta. La parte buena es que, el componente humano es muy atractivo literariamente. Quien sabe si, como en el siglo de Oro, de la ruina absoluta del país puedan surgir memorables páginas glosándolo con pericia y estilazo. Algo es algo.
¿Seguro que es una rotonda? Más que facilitar un cruce de dos vias parece que interrumpe el paso de una. ¿No será uno de esos casos en que ha sido imposible exporpiar un terreno y con el resto de la obra hecha ha habido que montar un apaño?
"El primer culpable en democracia de aceptar una Administración sumisa es la misma sociedad que la mantiene". Gran frase. Pero aquí en Valenciastán volverán a salir elegidos los que venden la sanidad que hemos pagado entre todos, los que degradan la educación pública mientras fomentan la privada incluso con dinero público, los que venden los bosques que son de todos... los que vendieron el territorio. ¿Quienes son los culpables?¿Todos?
Sobre la foto de Cullera: esos edificios se construyeron en los 80. Florazar 2 y Racomar.
Jordi, a mí esto me funciona perfectamente 36.476602,-4.991897
Las coordenadas están en grados decimales, en grados serían 36°28'35.77"N y 4°59'30.83"O.
Espeluznante panorama. Otro libro que va a la "buxaca"
Mira a ver las coordenadas de la rotonda porque 4.99xxxx no puede ser, de 4.59 pasa a 5
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