La universalidad de los derechos humanos rompió el monopolio masculino en ámbitos como educación, cultura o ciencia, y permitió que la mujer se introdujera en ellos por primera vez. (FOTO: Miguel Lorenzo)
VALENCIA. Si algo caracteriza la sociedad patriarcal desde la antigüedad es la estructura de poder dominada por los hombres, tanto en la dimensión social como en las relaciones individuales. El poder pertenece y se transmite a través de los hombres, los cuales ejercen de jefes de las unidades familiares y son los líderes políticos y religiosos. En definitiva, es un sistema social en el que la autoridad y el poder son masculinos y se transmiten por linaje patrilineal, mientras que las mujeres, los niños, los bienes y las propiedades están subordinados a él.
La división que ha convertido al hombre en protagonista de la vida pública y social, de la política, el arte, la guerra, la ciencia y la cultura ha tenido como contrapartida en nuestra tradición la exclusión de la mujer, es decir, su «domesticación», la reclusión en el ámbito doméstico, la responsabilidad de la economía (oikos), el cuidado de los hijos, de los animales y del orden doméstico. La legitimación del orden social tiene raíces ideológicas profundas que se remonta a la definición de la naturaleza como una realidad construida sobre la base de polaridad: hombre/mujer, día/noche, bondad/maldad, virtud/pecado, luz/oscuridad... Las «filosofías naturales» de la antigüedad crearon arquetipos de la masculinidad y la feminidad coherentes con el orden social patriarcal.
En la tradición helénica, los pensadores más influyentes -v. gr. Aristóteles, Platón, Galeno...- construyeron con argumentos biológicos la inferioridad fisiológica de la hembra -mas occasionatus, "macho inacabado", la definió Aristóteles- y sus virtudes psicológicas y morales, que hacían de la mujer un ser inferior, entregado al hogar, la maternidad y la dominación masculina. El orden social quería ser expresión coherente del orden natural, y era además legitimado por el orden sagrado o religioso. El humoralismo galénico, impregnado de aristotelismo, extendió una doctrina de los temperamentos donde la «idiosincrasia» humoral masculina representaba la fuerza, la inteligencia, la acción, el espíritu generador, mientras que la femenina se identificaba con la sensibilidad, el afecto, la materialidad, la pasividad. Cualidades, humores y temperamentos que relegaban a la hembra al rol doméstico de madre.
Monoteísmo y misoginia
La inferioridad biológica y social de la mujer fue definitivamente reforzada en nuestra tradición cultural por la inferioridad espiritual. La transición del politeísmo, más o menos compatible con las filosofías naturales, hacia un «monoteísmo patriarcal» aún reforzó más la subordinación de la hembra al macho. Cristianismo, judaísmo e islam comparten las raíces de esta religiosidad profundamente misógina, parte esencial de su dogma.
La antropología cristiana -reivindicada por algunos como verdadera señal de identidad occidental y europea- no solo estableció desde los primeros concilios que iluminaron la «patrística», y también con las ideas de Pablo de Tarso y Agustín de Hipona, la inferioridad espiritual de la mujer, sino que también la privaron de alma, elemento esencial de la condición humana, poniendo en cuestión su identidad espiritual y la capacidad de salvación. Tuvieron que transcurrir muchos debates teológicos que llegaron hasta los primeros siglos de la modernidad para que la mujer -siempre humana y espiritualmente inferior- recibiese por lo menos el reconocimiento de una espiritualidad humana gracias a María, la madre de Cristo.
Las mujeres que destacaban fuera del ámbito puramente doméstico se convertían en factores desestabilizadores y subversivos. Fue el caso de Hipatia (a la izquierda), matemática y astrónoma del siglo IV considerada por muchos como la primera científica de la historia, o de Marie Curie (a la derecha), química y física que recibió dos premios Nobel por su trabajo pionero en el campo de la radiactividad. (FOTO: Mètode)
No es casual que en todas las mitologías patriarcales la mujer, llámese Eva o Pandora, estuviese estigmatizada como origen del mal, de la enfermedad, del dolor y de la muerte. La mujer curiosa e inconstante, sensible y de inteligencia escasa. La mujer culpable de romper el orden sagrado instaurado por el Dios Padre, pecadora, seductora, personificación del mal. El poder patriarcal en las sociedades clásicas se fundamentaba en una sólida concepción de la condición humana legitimada por elementos religiosos, filosóficos y biológicos que contribuyeron a dar coherencia a la inferioridad fisiológica, social y espiritual de la mujer con respecto al hombre.
Degradada a una condición de inferioridad, el contacto con la mujer siempre rebajará y pondrá en peligro la perfección del macho, sea en la dimensión espiritual, sea en la física, y por eso algunos médicos veían en la mujer un agente transmisor de enfermedades (venéreas), un riesgo, y los sacerdotes, una amenaza para la perfección espiritual, una justificación para el celibato. Las religiones monoteístas patriarcales han mirado a la mujer con miedo, como si fuera un peligro.
La presencia de la mujer como ente individual, social, intelectual y espiritual ha sido tradicionalmente ocultada tras la subordinación al dominio masculino y al orden sagrado patriarcal. Cuando la feminidad ha buscado espacios de presencia fuera del ámbito puramente doméstico, entonces se ha convertido en un factor desestabilizador y subversivo. Hipatia es un ejemplo en la antigüedad, así como Oliva Sabuco en el Renacimiento o Marie Curie en la sociedad contemporánea. Hay que añadir también el gran número de brujas, sanadoras, parteras y abortistas que fueron víctimas de jueces, médicos e inquisidores -instrumentos del poder patriarcal-, las cuales saborearon en el anonimato de la historia el gusto de la tortura y las llamas de la hoguera.
La ciencia en el orden patriarcal
Desde los inicios de las filosofías naturales configuradas en la antigüedad, la ciencia -es decir, el conocimiento de la naturaleza y sus leyes construido a partir de una racionalidad laica- ha sido un producto privativo de unas élites masculinas y aristocráticas, es decir, vinculadas a la nobleza y a la jerarquía religiosa. El conocimiento -teológico, filosófico, científico- ha sido patrimonio de los grupos poderosos, y las formas de conocimiento han sido históricamente un instrumento de dominio y perpetuación.
A veces también de conflicto entre los grupos sociales dominantes. El régimen de conocimientos propio de cada sociedad, en cada época, refleja el orden intelectual y social, y los actores, las dinámicas y las prácticas científicas tan solo pueden ser comprensibles partiendo del contexto histórico y teniendo en cuenta el universo inseparable del régimen de saberes y las dinámicas sociales. En esta encrucijada de saberes y poderes históricamente no está la mujer, la gran ausente. (Lea el artículo completo en la web de Mètode).
____________________________________________________________
* Josep Lluís Barona es catedrático de Historia de la Ciencia. Universitat de València
Actualmente no hay comentarios para esta noticia.
Si quieres dejarnos un comentario rellena el siguiente formulario con tu nombre, tu dirección de correo electrónico y tu comentario.
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.