VALENCIA. La posición geográfica de España, y por tanto, de la Comunidad Valenciana en el extremo suroccidental del continente europeo ha sido históricamente una desventaja competitiva muy destacada. Al margen de cuestiones climáticas o edafológicas, su lejanía del centro del mercado industrial del Viejo Continente articulado en torno a una imaginaria línea que uniría Milán con Ámsterdam supuso un obstáculo para el crecimiento durante todo el siglo XIX y buen aparte del siglo XX.
Primero, por la distancia al mismo, que implica coste de transporte, y por tanto del coste total, de sus productos. Y segundo, y tan importante como la anterior hasta la difusión de la comunicación instantánea con el telégrafo, por el coste de información que representaba.
Sin embargo, la dificultad para conocer y el obstáculo para transportar que esa posición geográfica implicaba, no fueron de magnitud suficiente para los valencianos dejaran de aprovechar la mejora en el nivel de renta por habitante de las principales naciones europeas para exportar sus productos y con ello, aumentar su bienestar.
Con unas infraestructuras más que modestas, las exportaciones vinícolas primero -a partir de la invasión de la filoxera en Francia- y las de cítricos después, impulsaron un proceso de transformación agraria con efectos multiplicadores muy evidentes sobre la actividad manufacturera que desde los años sesenta del siglo XX mostró también una clara vocación exportadora.
Al margen de ello queda la industrialización de las comarcas del sur o de Castellón no menos destacable. En las primeras los emprendedores fueron capaces de consolidar un potente sector del calzado sobre la base del capital humano acumulado en la alpargatería a pesar de no tener próxima la fuente de abastecimiento de materia prima. Nunca ha sido la ganadería una actividad destacada en la Comunidad Valenciana. Y en las segundas, la existencia de materia prima les hizo competir con éxito con Italia a pesar de la desventaja de la distancia.
Esas relaciones entre el sector primario y el industrial generaron un círculo virtuoso del desarrollo que, aunque modesto en términos europeos, ha permitido en los últimos dos siglos no distanciarse de las economías más potentes en términos de renta por habitante. Las estadísticas históricas no son contundentes, pero todo indica que si bien no podemos hablar de convergencia tampoco se ha producido un fenómeno de divergencia como el experimentado, por ejemplo, por los argentinos durante el siglo pasado.
En este proceso, las infraestructuras de transporte, básicamente los ferrocarriles, han desempeñado un papel relevante pero en absoluto decisivo. Por no referirse a los puertos valencianos por los que se exportaba gran parte de la producción citrícola que tenían muy graves deficiencias. Ha sido la productividad de la actividad de fabricación, junto con algunas ventajas naturales, la que ha hecho posible que de manera dinámica respecto a otras regiones de España la economía valenciana se ha haya adaptado favorablemente (o al menos no desfavorable), tanto a la primera etapa de la globalización (1874-1914) como a la conocida como la Golden Age del capitalismo europeo que tuvo lugar tras la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de estos rasgos, desde antes incluso de que la transformación sintetizada hasta aquí quedara consolidada en el segundo tercio del siglo XX han existido grupos en la sociedad valenciana que, por razones que se me escapan pero que cabe atribuir al campo de la antropología más que al de la economía, han mostrado una fe ciega en el poder transformador de las infraestructuras. Basta indicar que el ferrocarril directo a Madrid, carente de rentabilidad económica por coste de construcción y mercados, fue impulsado por un grupo de valencianos mucho antes de que se construyera la primera línea ferroviaria en España.
En 1845 nació 'Madrid and Valencia Railway Company', impulsada por un pionero grupo de creyentes en que la línea más rentable entre dos puntos es la línea recta. Tras ellos, les siguieron muchos más, incluyendo una crisis financiera en 1866 provocada por los ferrocarriles que nos dejó sin banca autóctona durante casi un tercio de siglo. A pesar de ello, como es bien conocido, ha sido necesario que transcurriera casi un siglo y medio, cuando Madrid ya no es el centro económico ni España el mercado de expansión de la producción valenciana y existen estudios varios que demuestran que el impacto positivo del AVE es para el núcleo demográfico de mayor tamaño, esto es Madrid, no ha habido ferrocarril directo.
Ahora, una vez inaugurado el AVE, vuelve a renacer la fe. Esta vez, concretada en que el denominado Corredor Mediterráneo sea la varita mágica que nos permitirá no ya mantener nuestro bienestar, sino aumentarlo en proporción geométrica. Cuando todavía muchos no son conscientes de lo que hemos perdido en facilidad de conexión aérea con otros continentes y en coste de oportunidad de uso de recursos "gracias" al AVE, las afirmaciones que se vienen realizando sobre la relevancia de la conexión ferroviaria europea de la costa mediterránea sonrojan la inteligencia.
Es obvio que la misma es muy relevante para el futuro de la economía valenciana. Pero lo es todavía mucho más que sin una profunda y decidida adaptación de la estructura productiva de la que nadie habla ni impulsa, el corredor, sumado al megapuerto de Valencia, corre el riesgo de convertirse en una vía de entrada de mercancías generadas en otras economías. Lo cual es un detalle nada nimio porque será en ellas donde se genere el empleo y los efectos inducidos de esa producción.
Peor todavía: sin esa radical transformación de la estructura de la producción valenciana, el corredor ferroviario junto a la ampliación del puerto pueden tener efectos negativos para nuestro bienestar. No sólo porque el megapuerto construido ha dejado a la ciudad sin posibilidad de desarrollar una espectacular fachada marítima como continuación del cementerio de nuestro ahorro diseñado por Calatrava.
Sobre todo porque Valencia puede quedar convertida en una suerte de Villar del Río, en dónde a velocidad similar a la de los americanos en la película de Berlanga entren y salgan contenedores procedentes del resto mundo, limitándose la aportación valenciana a su manipulación. Algo de esto hemos visto ya con la Copa del América cuyos efectos positivos, obvios, han venido desaparecido ante la inacción de la popular alcaldesa de Valencia por impulsar una de las ventajas competitivas más obvias de la ciudad.
Si así sucede con el Corredor, esta vez de la mano de un presidente de la Generalitat de gestos moderados pero ayuno de decisiones, veremos entonces si estos creyentes que confunden, como en el siglo XIX, los caminos con lo que circula por ellos, se dedican a componer una canción tan elocuente como la de Bienvenido Mr. Marshall quizá adaptándola al emergente poder de Oriente. Incluido, por tanto, una reedición de su inolvidable estribillo. Aquel de "Americanos, vienen a España guapos y sanos, viva el tronío de ese gran pueblo con poderío olé Virginia, y Michigan, y viva Texas, que no está mal, os recibimos americanos con alegría, olé mi madre, olé mi suegra y olé mi tía"...
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(*) Jordi Palafox es catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Valencia
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