LONDRES. A pesar de que el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera haya recibido una bombona de oxígeno que pesa entre 750.000 y 780.000 millones de euros -y aunque el gobierno español consiguiera convencer al resto de miembros de la unión monetaria para usar este colchón de capital en caso de futuros resbalones del crédito a los países de la periferia-, la cruda realidad es que España e Italia ya pagan cerca del 6% de interés por sus bonos a diez años. La inflación en ambas economías ronda los tres puntos porcentuales mientras el déficit de competitividad interna en la Unión Europea supera el 30%.
Según datos de HSBC, la representación de la escisión económica sería la siguiente: mientras un euro mediterráneo equivaldría a 65 céntimos de dólar norteamericano, un euro franco-alemán supondría 1,83 dólares.
Roger Bootle, jefe economista de Capital Economics en Londres, describe así el laberinto por el que atraviesa en estos momentos nuestra moneda: "Los intereses de los bonos del Tesoro son tan altos que el coste del crédito aumenta demasiado para los países más vulnerables y provoca pérdidas de capital en sus sistemas bancarios, que requieren ayuda de las arcas públicas ya de por sí diezmadas por el declive fiscal, todo lo cual hace ver a los mercados que la probabilidad de impago crece, lo que a su vez revierte en intereses todavía más altos para vender bonos del Tesoro. Este es un ciclo que puede hundir al euro", argumenta Bootle.
"AUF WIEDERSEHEN, ALEMANIA"
El problema, al contrario de lo que la opinión popular parece creer, no es Grecia, sino Alemania. Junto a Austria, Finlandia y Holanda, el país que gobierna la chancellor Angela Merkel debería constituir un ‘bloque germánico' que permitiera al Banco Central Europeo despreocuparse de la inflación y aplicar una fórmula que impidiera que dos o más miembros de la Unión Monetaria cargasen con más del 10% de desempleo. Para ello, en esta conjetura, el banco europeo habría de inyectar cantidades ingentes de estímulo presupuestario y el bloque germánico -que nunca aceptará un Tesoro comunitario, ni una unión fiscal o la emisión de deuda única, porque sus economías lucen ahora mucho más estables y sólidas que las del resto- abandonaría la Unión Monetaria Europea.
¿Qué sería del euro, entonces? Los analistas que defienden esta tesis señalan que el euro y sus instituciones monetarias quedarían en manos de una ‘coalición grecolatina' que, liberada de los particulares intereses mercantilistas teutones, recuperarían viabilidad económica y harían frente, sin demasiadas complicaciones, a la mayor parte de la deuda soberana. Piénsenlo bien: sin el tope alto que Alemania ha colocado bajo el euro, una moneda depreciada reduciría la presión del crédito y atraería la inversión industrial hacia la mano de obra mediterránea, a un precio mucho más conveniente que el actual.
Tras ganar competitividad, el efecto dominó y el espectro de la bancarrota estatal se desvanecerían. Francia se alzaría como líder de la coalición grecolatina, un sistema con una población de 220 millones de personas y el 60% del producto interior bruto total europeo hoy por hoy.
El economista Roger Bootle coincide con esta visión en que Grecia, o Portugal, no deben ser los que den marcha atrás hacia sus antiguas monedas, porque "ante el riesgo de perder más del 50% de sus ahorros, incluso el capital doméstico huiría de la economía del país". Merryn Somerset, analista de MoneyWeek se muestra de acuerdo: "Alemania es el país que habría de salir de la Unión Monetaria Europea; para comenzar, el marco se apreciaría y le sería mucho más sencillo a su sistema bancario hacer frente a los aplazamientos de pagos de la deuda soberana que tanto le urge a la periferia europea. Además, el dracma o la peseta no resuelven el lastre de la economía sumergida o la rigidez del sector público".
EL FIN DE LA MONEDA ÚNICA, PERO NO DEL EURO
El reto, para los defensores acérrimos del euro es evitar que se abra ninguna brecha por la que se escurra alguno de los componentes de la red monetaria, al mismo tiempo que se corrige el peligro de que sea la economía alemana la que asigne las condiciones fiscales y de gasto público en toda la Unión. Para ello, nada más simple que recurrir a una segunda moneda, un euro menor de andar por casa.
Geoffrey Hawthorn, sociólogo en la Universidad de Cambridge, advierte de que "el tipo de cambio estaría abierto a un cierto nivel de abuso, porque habría un interés bancario convencional y otro en el mercado desregulado, pero esto no causaría volatilidad alguna". Al contrario, reforzaría el euro primordial "porque sería más estable y hay que recordar", añade Shawn Duffi, especialista en el sector del crédito hipotecario, "que los inversores no compran productos financieros en euros para ayudar a la Unión Europea sino para lograr beneficios".
En el euro comunitario continuarían emitiéndose la deuda cotizada, la nueva y la existente, además del comercio exterior, los salarios y los ahorros -especialmente aquellos depósitos cuyo objeto es el de reinvertirse en el exterior-, además del capital a prueba de inflación para las importaciones. La segunda moneda, por otro lado, podría utilizarse para pagos relacionados con alimentos, ropa, la vivienda y el transporte público -algunos proponentes de esta carta incorporan los servicios de salud y educación-, es decir, las actividades económicas que no conciernen a la posición de la unión en los mercados exteriores.
¿Absurdo?, pues pregunten a los bávaros: aparentemente, su regiogeld es un instrumento extraordinariamente práctico para "la promoción de las empresas regionales, estimula la economía y el desarrollo local, el mercado y los productos propios", lo que "crea nuevas fuentes de ingresos y puestos de trabajo".
Tras el verano, si el debate sobre el destino final del euro se reaviva con tonos oscuros, no descarten ninguna alternativa. Por muy enrevesada que suene.
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