BOLONIA. ¿Dónde están los novelistas cuando se los necesita? Y "necesitar" es un verbo muy pensado, porque la literatura es otra forma de conocimiento. O dicho de otro modo, a lo Italo Calvino, hay un tipo de conocimiento del mundo que solo se explica a través de lo literario. Todo esto es muy pretencioso, pero no aspiramos a menos.
Dicen que los novelistas de la Transición perdieron la ocasión de contar un tiempo inmejorable para la intriga, el conflicto y el suspense. Quizás la batalla la ganó el periodismo con los reportajes de Xavier Vinader, que alumbraban todo un submundo, o las crónicas de Manuel Vicent o de Manuel Vázquez Montalbán. Llegarían luego las revisiones y contrarrevisiones de la Transición, con la misma sensación de bombardeo y escombro de quien pretende recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, las fotos de aquellos días las tomaron los periodistas y no los escritores, y especialmente el cámara de Televisión Española que dejó grabando el golpe de Estado del 23-F.
CHIRBES ESTABA ALLÍ
¿Nos puede estar pasando hoy en día lo mismo? La misma ausencia, la misma perplejidad, la misma pérdida de tiempo. Las grabaciones del Dipugate son nuestro folletín cotidiano, el melodrama por entregas que raciona la prensa a golpe de titular. Mientras escuchamos a Alfonso Rus contando dos millones de pelas, entendemos lo que son y lo que somos, el barro de nuestro tiempo, el veneno que nos ha llevado a transitar entre la nada y la nada.
Al principio fue Chirbes, aunque nadie le hiciera caso. Nadie es mucho decir, así que diremos "aunque pocos le hicieran caso". Había marcado el paso de lo que habría de llegar años después, con La buena letra (1992) o La larga marcha (1996), pero sobre todo dejó escrita la novela que redime a todo el colectivo: Crematorio (2007).
En Crematorio ya se nos contaba la muerte que nos habría de sobrevenir poco después. Ahí reside su valor. No como premonición, sino como clarividencia: en 2007, en pleno festín inmobiliario, Rafael Chirbes armó una novela sobre la corrupción, la especulación urbanística, la mercantilización del paisaje y la infinitud de la miseria humana. España y sus escritores, en cambio, celebraban la vida breve o se enfangaban en la nostalgia de otro tiempo. Así lo podemos constatar repasando a los galardonados del Premio Nacional de Narrativa de los últimos años: los eternos Miguel Delibes (1999), Luis Mateo Díez (2000), Juan Marsé (2001) o Ramiro Pinilla (2006); los sorprendentes Juan Manuel de Prada (en fin... 2004), Vicente Molina Foix (2007) o Juan José Millás (2008); o la nueva ola orquestada por Babelia: Kirmen Uribe (2009) o Javier Cercas (2010). Mención especial para Alberto Méndez (2005) y Los girasoles ciegos. Al final, lo de siempre: memoria, nostalgia y conflicto cotidiano.
Breve apunte por si alguien se extraña: en efecto, las galardonadas no existen. Desde la llegada de la democracia, el Nacional de Narrativa solo se ha otorgado a dos mujeres: Carmen Martín Gaite, por El cuarto de atrás en 1978, y a Carme Riera, por Dins el darrer blau en 1995, hace veinte años ya; y el Premio de la Crítica, solo a una: Clara Usón, por La hija del Este en 2012. Somos muy hombres.
¿CRISIS? ¿QUÉ CRISIS?
No es que a nadie se le exija un relato sobre la actualidad más acuciante. En absoluto. La crítica, si es que debiera exigir algo, es calidad, originalidad y todo eso. Pero sí es sintomático de lo que es considerado materia novelable por parte de los creadores.
En el año 2011 Isaac Rosa publicó una novela agobiante, La mano invisible. En ella relataba la jornada de una serie de trabajadores y las presiones a las que estaban sometidos: lo que en otros términos se llamaría "alienación". Rosa declaró entonces: "En la novela española se trabaja poco". Y es que la precariedad, el acoso laboral o el paro eran asuntos que apenas importaban en plena crisis económica. Los lunes al sol fue una película, y no una novela. Por ejemplo.
Ya con El país del miedo (2008) y más tarde con La habitación oscura (2013), Isaac Rosa había indagado sobre las fuerzas externas que determinan la conducta del individuo, en una especie de retorno 2.0 al naturalismo decimonónico, y había imaginado cómo surgirían las nuevas organizaciones de protesta y resistencia. La habitación oscura contaba los efectos de esa generación alienada por la inestabilidad laboral, la precariedad y la "oscuridad" de futuro, al tiempo que esa convivencia les forzaba a articular una respuesta colectiva. En el transfondo del relato está, obviamente, el 15-M.
Alberto Olmos publicó el mismo año del fenómeno su novela Ejército enemigo (2011). El que se hubiera revelado como el crítico más mordaz y más agudo del mundillo cultural había novelado el gran acontecimiento de nuestra generación, las acampadas y la rebeldía del 15-M, pero el intento no fue más allá de la voluntad.
Belén Gopegui, en cambio, sí había venido manteniendo cierto interés por indagar nuevos territorios de lo actual: Llegó a ficcionalizar incluso la rivalidad entre Alfredo Pérez Rubalcaba y María Teresa Fernández de la Vega (y con éxito) en Acceso no autorizado (2011), cosa que puede parecer extraña. Su última novela, El comité de la noche (2014), también tematiza el paro, la madurez y la inestabilidad, la condición femenina en el trabajo y la violencia como telón de fondo, como causa y consecuencia de ese mundo derrotado.
Y junto a estas, también han gozado de cierto éxito Grietas (Premio de novela Lengua de Trapo 2014) de Santi Fernández Patón, Made in Spain (2014) de Javier Mestre o La trabajadora (2014) de Elvira Navarro, propuestas interesantes que reflexionan, en el caso de esta última, sobre las enfermedades mentales que un entorno precarizado provoca en los individuos. Estrés, depresión, vértigo, parálisis en una dialéctica circular que va de la frustración a la medicación. Algo así como la enfermedad del capitalismo, o los efectos devastadores del sistema más allá de lo social, que es muy evidente.
Y es aquí donde la escritura se vuelve conocimiento, al alumbrar esas conexiones entre lo que sucede fuera y lo que sucede dentro de uno mismo; y por desgracia lo que sucede fuera, en el mundo, es atroz. Y lo que sucede dentro. Es aquí, también, donde necesitamos a los novelistas (llámale cultura), para que nos expliquen qué está pasando, qué está sucediendo y qué va a pasar. Que nos expliquen nuestro tiempo. Al menos que la literatura permanezca mientras todo lo sólido se desvanece en el aire.
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