VALENCIA. David Cronenberg es uno de los escasos directores que todavía consiguen generar inquietud con cada estreno. De los pocos que siempre entregan material de interés sin defraudar las expectativas. Y Maps to the Stars (2014), su nueva película, no es una excepción. En ella, el canadiense ofrece un retrato del entorno hollywoodiense a través de una familia disfuncional llena de secretos, que le sirve para articular su despiadada mirada sobre un mundo de sueños y estrellas que esconde más miserias de las que aparenta tras su lujoso escaparate. Un film que persevera en la estilizada caligrafía que el cineasta ha depurado en las últimos dos décadas, al tiempo que abunda en algunas de las obsesiones temáticas e ideológicas que caracterizan una intachable trayectoria de más de veinte largometrajes.
No es la primera vez que un director muestra la otra cara del glamour del cine americano. De hecho, Maps to the Stars es una cinta que establece un diálogo constante con el pasado en dos niveles. Por un lado, el que afecta a los personajes de la historia, cuyo presente aparece marcado por oscuros episodios acaecidos años atrás. Por otro, el que conecta el film con títulos como Play It As It Lays (Frank Perry 1972), basado en la novela homónima de Joan Didion. Tampoco es complicado encontrar paralelismos entre casos reales y la madura actriz en crisis que interpreta Julianne Moore (que le valió el premio a la mejor actriz en Cannes) o la estrella infantil encarnada por Evan Bird, habitantes de un microcosmos enfermo, en estado de descomposición (los olores, la degradación física) y sin lugar para la inocencia.
TERROR VENÉREO
Maps to the Stars es el último eslabón de una carrera en la que Cronenberg ha pasado de ser considerado un vulgar cultivador de gore sanguinolento a ser reconocido como uno de los grandes cineastas contemporáneos y a recibir galardones en festivales internacionales de primer orden. Hubo un tiempo, que hoy parece muy lejano pero que no lo es tanto, en que reivindicar la figura de Cronenberg era potestad exclusiva de freaks y adictos a la serie Z y los subgéneros. Era la época en que solo los connaiseurs de los bajos fondos cinematográficos se deleitaban con títulos como Vinieron de dentro de... (Shivers, 1975), Rabia (Rabid, 1977), Cromosoma 3 (The Brood, 1979) o Scanners (1981). Y las cosas no cambiaron ni siquiera cuando llegó Videodrome (1983), un sonoro fracaso comercial reivindicado a posteriori, una película que marca un punto sin retorno en su filmografía y supone la carta fundacional cinematográfica de la Nueva Carne, un estado supremo de conocimiento psíquico y transformación física donde la materia biológica se funde con la mecánica para dar como resultado un nuevo ser.
El rey del terror venéreo le llamaban. Demasiada sangre. Excesiva falta de sutileza. Cronenberg era un charcutero con cierto estilo, pero poco más. Sin embargo, aquellas primeras películas balbuceantes, de estética feísta y adscripción genérica, ya contenían el embrión de su obra posterior. Puede decirse que Videodrome gira en torno a una frase de William Burroughs en El almuerzo desnudo, novela que el canadiense adaptaría años más tarde: "La palabra engendra la imagen, y la imagen es virus".
La formación académica de Cronenberg, fundamental para entender su cine, se basa en la biología y la medicina. No es extraño, por tanto, que sus películas estén pobladas de médicos y científicos que flirtean con el lado oscuro, de difusas corporaciones conspiratorias o de patologías y virus tan contagiosos como desconocidos, alegorías, en fin, de síntomas reales que acechan en la sociedad moderna. Ya sea a través de mutaciones físicas (Rabia, Videodrome, La mosca, 1986) o psicológicas (la magistral indagación mental que es Spider, 2002), Cronenberg busca mostrar el terror que surge de nosotros mismos. En la mayoría de sus películas la amenaza no procede del exterior, sino del interior. Una propuesta mucho más terrorífica y de mayor calado intelectual que la que suele ofrecer el género habitualmente.
Hoy, más de cuatro décadas después de que debutara con Stereo (1969) y Crimes of the Future (1970), dos films de corte experimental donde ya hacen acto de presencia las corporaciones científicas y las visiones apocalípticas del futuro, las cosas han cambiado radicalmente. En realidad, empezaron a hacerlo cuando, tras La zona muerta (The Dead Zone, 1983), una adaptación de Stephen King tan correcta como alimenticia, el cineasta canadiense deslumbró con su moderna y angustiosa reescritura del clásico de serie B La mosca, dirigido por Kurt Neumann en 1958. La versión de Cronenberg rebasaba su condición de remake y se erigía en una indiscutible obra personal de múltiples lecturas.
A partir de entonces, sus películas comenzaron a ser valoradas desde una perspectiva autoral, máxime cuando su siguiente entrega fue la incontestable Inseparables (Dead Ringers, 1988), una incómoda obra maestra que obligó a reconsiderar su trabajo y que llevaba de la teoría a la práctica su idea de la responsabilidad moral de todo creador: "Un artista no es un ciudadano que pertenezca a la sociedad. Un artista está destinado a explorar cada aspecto de la experiencia humana, los rincones más oscuros, aunque no necesariamente; ahora bien, si eso es lo que le atrae, hacía ahí debe encaminarse. No puedes preocuparte por lo que la sociedad considera buena o mala conducta. Por eso, en cuanto uno se convierte en artista deja de ser ciudadano. No tiene la misma responsabilidad social".
Quedó claro que el canadiense se había convertido en un director capaz de afrontar cualquier reto, un cineasta cuya experiencia en el fantástico y el terror resultaba decisiva para aplicar elementos propios del cine de género a un entorno real cada vez más desfigurado, y el único capaz de traducir en imágenes los universos alucinados de algunos de los escritores más importantes del siglo XX, como William Burroughs y James G. Ballard. Sus respectivas visiones de El almuerzo desnudo (The Naked Lunch, 1991), vergonzosamente maltratada por la distribución española, y de Crash (1996), ganadora del premio especial del jurado en el festival de Cannes, no solo demuestran una absoluta fidelidad y sintonía con sus modelos literarios (en el caso de Burroughs, sobrepasando los límites de la novela e introduciendo elementos de otros textos e incluso de la vida del escritor), sino que ponen de manifiesto la posibilidad de un cine diferente, alejado de cualquier esquema preconcebido, fundamentando en la libertad de expresión creativa.
UN AUTOR CON MAYÚSCULAS
Entre ambas, Cronenberg filmó la escalofriante M. Butterfly (1993), prodigio de contención narrativa, conscientemente alejado de parámetros genéricos, que proclamó nuevamente su condición de cineasta al margen. Tampoco resulta extraño que en varias ocasiones haya manifestado su deseo de adaptar La metamorfosis, de Franz Kafka, ya que probablemente sea el único director actual capacitado para hacerlo con garantías de éxito, ni que barajara la posibilidad de rodar una versión cinematográfica de Campos de Londres, el libro de Martin Amis (que al final ha dirigido este año Matthew Cullen).
La absorbente eXistenZ (1999), galardonada con el Oso de Plata en el festival de Berlín, puede considerarse un compendio de los grandes temas de su filmografía (los borrosos límites entre sueño y realidad, el futuro biomecánico, la voraz competencia entre corporaciones), previa a Spider, una aterradora radiografía de las profundidades de una mente trastornada, y a Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), sobresaliente sublimación cinematográfica de una mediocre novela gráfica de John Wagner y Vince Locke. Una prueba más de que para Cronenberg, rara avis en la industria del cine contemporáneo, infinitamente más independiente que la mayoría de quienes se califican como tal, no existen fronteras que no puedan ser traspasadas. "Nunca me autocensuraría", ha declarado. "El hecho de autocensurarme, de censurar mi inconsciente, me devaluaría como cineasta. Es como decirle a un surrealista que no sueñe".
La sobriedad narrativa de Una historia de violencia (y su productiva entente con Viggo Mortensen) se prolongaría en Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), una magistral inmersión en el submundo de la mafia contemporánea, y en Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), consecuente aproximación a las figuras de Carl Jung y Sigmund Freud. Tras ellas, llegaría otra de sus adaptaciones imposibles: Cosmópolis (Cosmopolis, 2012), el relato de un trayecto en limusina, plagado de resonancias simbólicas, a través de una Nueva York sumida en el caos. Una nueva muestra de la capacidad del canadiense para asumir desafíos y convertirlos en trabajos con su sello personal. Pocos como él han indagado en la mente (y la carne) del hombre moderno. Larga vida a David Cronenberg.
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