VALENCIA. "La Transición fue una boñiga". Lo dice un personaje de La vida celular (Editorial Alrevés), la última novela de Miguel Herráez (Valencia, 1957). No es nuevo. Conforme pasa el tiempo la mirada hacia atrás revela un paisaje menos grato, más gris, más mediocre del que se recordaba. "La Transición no era lo que vivíamos; me da la impresión ahora a posteriori de que éramos títeres", comenta el escritor valenciano en su domicilio particular.
La Transición, y más concretamente el periodo del tardofranquismo que va de la muerte de Carrero Blanco hasta 1976, ha formado parte habitual de las novelas de Herráez. Muy especialmente en la serie dedicada a Germán Tello, su alter ego. Con una visión desencantada y escéptica, el catedrático de Literatura del CEU San Pablo y novelista, periodista y profesor, ha hecho de la Transición uno de sus referentes, uno de sus temas, junto a París, siempre París, y, por supuesto, Julio Cortázar, del cual ha escrito la biografía de referencia Julio Cortázar, una biografía revisada (Editoral Alrevés).
Su vuelta a la ficción este otoño supone también una vuelta a ese periodo de luchas por la democracia, de heroísmos secretos, de sacrificios anónimos y, también, de arribismo y manipulación. "Los de mi generación vivimos la Transición como una gesta: Por fin, gracias al empujón social, dejábamos atrás una dictadura cochambrosa", explica. "Todos, incluso los que no participábamos directamente en sucesos partidistas por no militar en partidos políticos (yo siempre he sido un poco lobo estepario), sentíamos la emoción de empujar el mismo carro. Lo que dejábamos atrás era lo miserable y lo que nos esperaba era la modernidad".
Eso era el paraíso, la tierra prometida. Pero tras las montañas, tras los muertos y los sacrificios de mucha gente valiente, Herráez, como buena parte de su generación, se ha encontrado el desencanto, la desilusión, la decepción. "Con la perspectiva temporal, al menos me ocurre a mí, me asalta la idea de que fuimos peones de una gran ilusión controlada por otros, unos que buscaban mover el tablero, zarandearlo un poco, pero con precaución, para que no se cayeran las piezas", comenta.
Pese a ello no se muestra totalmente desencantado. Pragmático, tira de optimismo a la hora de evaluar. "¿Salió bien? Me quedo con esto, pese a la mugre con que cada mañana nos desayunamos de corrupción y retroceso democrático en muchos aspectos, de desplome moral al sentirnos en un país que no levanta cabeza, que vive de apariencias. Pero no es esto a lo que aspirábamos tras aquel 20N", advierte.
CAMBIO DE ESTILO; MISMO ESCENARIO
La Transición es pues el marco de referencia de La vida celular, cuyo título hace mención a una célula comunista en la que se encuentra inmerso el protagonista. Construida como un gran monólogo interior, es sobre todo una historia personal, de crecimiento, de despedidas, con algo de nostalgia pero sobre todo un poco de desazón al volver la vista atrás. No hay melancolía por el pasado. Más bien al contrario. Es quizás el lamento por las oportunidades perdidas.
La descripción que se hace de aquel tiempo en las primeras páginas no da lugar a engaños. "(...) Olía a acre por el tabaco. Acre la camisa, acres los dedos, el bigote y la barba acres, acre el aliento profundo, acres las tapas del libro de Neruda y doblemente acre el de Glucksmann, ambos comprados bajo mano en una librería de la calle del Mar...". Es una visión a veces dura, pero está impregnada de "cierta melancolía", comenta el novelista, "en ese personaje que rescata y se hunde en el tiempo que fue".
Valencia es la gran protagonista de la novela, como suele ser habitual en sus libros, pese a lo que ello pueda suponer de narrar a contracorriente, de no seguir las modas que dicen que no es una ciudad literaria. Si bien no se cita letra a letra, se intuye en las referencias a calles y comercios que son reales. Con todo, no es la Valencia actual la que predomina sino una Valencia que ya no está, dice Herráez, "desdibujada por la memoria". "Es la ciudad que sobrevive en mí", agrega.
Así, el lector se encuentra con un río que crece cada octubre, ahora reconvertido en un gran jardín, un pasaje Ruzafa donde estaba ubicada una pequeña librería que vendía revistas de cine y una gran tienda donde se compraban discos, una Valencia de tascas por detrás del Parterre y hacia La Paz, "el Barrio del Carmen con sus bares engrasados donde tomabas vino peleón y patatas bravas y algún poeta leía versos en voz alta, la Valencia de los cineclubes donde visionábamos películas de Bergman o de Losey con la excusa para hablar luego en el fórum de la dialéctica social y de esas cosas que sonaban muy bien pero que no sabíamos en realidad si eran propias de nuestro contexto o eran ajenas...", enumera.
Con todo La vida celular, posiblemente su mejor novela hasta la fecha, destaca en el corpus creativo de Herráez por ser una obra que marca un cambio de estilo respecto a sus anteriores trabajos. Donde había diálogo y mesura descriptiva ahora hay un monólogo, a veces corrosivo y que se desdobla en diálogo sin aviso tipográfico, sin darle señal al lector, y más puntillismo. Dice el escritor valenciano que son "pinceladas sueltas que tienen que ver con aquel tardofranquismo, con aquella ciudad en la que en otoño llovía y en la que en el paseo al Mar siempre había instalado, por detrás de los setos de laureles y árboles, camuflado, algún jeep con policías antidisturbios fumando y con los cascos en la mano y la porra en la cincha".
Reminiscencias, postales del pasado, con ellas Herráez ha querido armar un relato en espiral donde se juega también con la confusión relativa, "una narración con mucho ritmo para que se suba el lector y vea el precipicio con vértigo pero sin que llegue a caerse en él", dice. "Lo curioso es que, mientras escribía esta novela, a la par fui escribiendo un diario que acaba de salir también ahora y que no es ficción [Diario de París con 26 notas a pie, Ediciones Trea] y observo que ambos textos interactúan en alguna medida. Se complementan, si bien son distintos", añade.
Igualmente, como en casi todas sus novelas, Herráez da un papel predominante a la amistad que es casi el eje central del argumento. Gorqui y César, "eran puntos de anclaje gratos para mí", reflexiona el narrador hacia el final de la novela. Por ellos aguanta en la célula. Por sus amigos. Por ellos hace lo que hace. Hasta el final. Desde lo más alto del campanario de Santa Catalina. Por César. Los amigos verdaderos. Ese bien. Ese don.
"La vida celular va de eso, de la amistad, de la política clandestina, del antifranquismo callejero pero también de cierta desmitificación de las ideologías, del derecho a ser escéptico ante el poder jerárquico", comenta Herráez. "Va también de la vida en blanco y negro, de la vida que se escribe con minúsculas", añade. Vida celular. Vida real.
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