BOLONIA. Son interesantes los simulacros, esa verdad que no termina de ser del todo cierta a pesar de su existencia. Antes que internet explotara, en la prehistoria de nuestra vida, y desplegáramos ante nosotros una nueva realidad no física, dinosaurios como Baudrillard ya habían explicado en qué se iba a convertir el mundo: en un lugar de medias verdades, de parques temáticos, cafés sin cafeína y sexo por skype. Chocolate sin azúcar. Licores sin alcohol. Cosas sin cosas. Cuerpos sin cuerpos. Política sin política. Etcétera.
Un parque temático es la reproducción celebratoria de un mundo que no existe. Un viedojuego, el entretenimiento de una realidad negada. No importa el Antiguo Egipto, la Antigua Grecia o la Segunda Guerra Mundial, porque en un simulacro no importa tanto la realidad como los efectos que produce. Y los efectos son entretener, engañar y, en especial, incitar al consumo.
La cultura del simulacro, desde los años ochenta, arraigó con fuerza en todos los planos de la vida pública (contemporánea de Reagan y de Thatcher, una casualidad), y aún está por ver si somos capaces en pleno siglo XXI de superar sus consecuencias.
CIUDADES Y ECONOMÍA DEL SIMULACRO
En la primera escena, mientras se suceden imágenes doradas de los atardeceres de Roma (o amaneceres, quién sabe) bajo la lentitud de una sinfonía de Górecki, un turista japonés se asoma a la ciudad desde el Gianicolo y al contemplar la magnificencia de Roma, muere de un ataque al corazón.
La grande belleza, sin embargo, habla de otros éxtasis bien distintos y de otros ataques al corazón, los de Jep Gambardella y sus amigos, quemando la noche romana de fiesta en fiesta. Siempre excesivo. He aquí una lección mínima: bajo una ciudad capaz de matar de felicidad se esconde una ciudad agonizante. Porque todo lenguaje, también el urbano, más que mostrar, esconde, y cada cual se engaña con la mentira que quiere.
¿En qué momento las ciudades empezaron a convertirse en escaparates de franquicias? ¿En qué momento pasamos de lo autóctono a lo vendible, de lo original a lo repetido? ¿Cuándo priorizamos la imagen de venta de una ciudad por delante de sus condiciones de habitabilidad? Solo un ejercicio de proyección hacia la nada podría hacer desaparecer una ciudad para convertirla en lo que unos piensan que otros quieren que sea. Un delirio. Si nos quieren es por algo, y el amor no es ninguna casualidad. En principio.
Que Baudrillard hablara de la sustitución de los simulacros por los originales no era ninguna pirueta teórica. No era solo la aparición de internet, de las cámaras digitales o del almacenamiento USB de toda una realidad pesada. Era fundamentalmente un cambio de mentalidad a nivel cultural que devaluaba lo físico en favor del valor de su imagen, de su precio de venta. No por casualidad se ha diagnosticado que la actual crisis económica es una crisis financiera, es decir, de imagen, de valor y de expectativas, pero no de producción. Así nos educaron, especuladores.
LITERATURA DEL SIMULACRO
Tuvimos la tentación de caer también en la reproducción de una literatura sin libros. Si en una conferencia, charla o entrevista, el autor o autora acaba hablando del libro electrónico, de las descargas en internet o los bajos índices de lectura, lamentablemente no estará hablando de literatura, sino de sus condiciones. Lamentos aparte, hay simulacros con los que conformarse y otros con los que no. Pero pontificar sobre literatura desde lo tangencial, es complicado.
El virus especulativo estuvo bien pronto ligado a lo comercial. Siglo XIX, cambalache, etc. Pero el simulacro no es la repetición de formas, sino la sustitución de la copia por el original. Se ha dicho tantas veces que Isabel Allende no es más que una copia de Gabriel García Márquez, y que Laura Esquivel, igual, que no lo vamos a repetir aquí. Que no pasa nada, y que La casa de los espíritus y Como agua para chocolate algún valor tendrán. De todos modos, no es como para decírselo a la cara en ninguna entrevista. Ni para enfadarse. Ni para dejar de leerlas. "¿Quién es Bolaño pa calificarme a mí? ¿Lo califico yo acaso? No creo que yo tenga ni más ni menos valor que él". Amén.
Alguien tuvo la mala idea de aconsejar a Almudena Grandes que diera el nombre de Benito Pérez Galdós como referente a la hora de explicar sus últimas novelas "históricas" (una pentalogía, al parecer). No conviene. Estamos transidos de referencias sin contrastar. Tampoco a Galdós se le puede hacer desaparecer así como así, pero la distancia es abismal. Con lo que nos gustan Las edades de Lulú, y míranos ahora leyendo sin parar adjetivos y chascarrillos de posguerra.
La última voltereta del simulacro es versionarse a sí mismo. Esto es terrible. Ricardo Menéndez Salmón es muy Benjamín Prado en su estilo, un poco Fernández Mallo cambiando los Estados Unidos por el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Todo muy Joaquín Sabina cuando no canta. Entre los mejores siempre estará Juan José Millás, versionándose hacia abajo en novelas que quedarían perfectas en una columna, deliciosas, como solo él sabe hacer.
O Enrique Vila-Matas, adorado a pesar de Dylan y Kassel (pasemos página). Imperturbable encontrarán los días y las horas a Manuel Vicent; antes se acabará El País. Son ya iconos de sí mismos. Nos sigue pesando la cultura del simulacro, y los desenfrenados años ochenta aún no tienen contestación cultural. The times they are a-changin', pero mientras tanto esperamos la próxima novela de Javier Marías, que sale la próxima semana.
El arte se vive, me ha gustado mucho el Kasssel de Vila-Matas,: y usted cuídese, doctor de Bolonia.
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