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LITERATURA

Sólo nos falta Eco

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 07/07/2014 Y tras inundar Barcelona de sandalias, gafas de sol y modelitos Dolce & Gabbana, Italia descubrió Valencia

BOLONIA. Hubo un tiempo en que la Italia veraneante se paseaba Rambla arriba, Rambla abajo queriendo estar en España y en Europa al mismo tiempo. Y de paso en Cataluña. Era algo así como un conglomerado vacacional en el que encontraban lo chic del continente (Barcelona, tan europea como París o como Londres... es decir, lo más vendible), lo folk de la península (con sus barras de zinc, su bikini, su carajillo y su pasodoble de verbena... qué bonita es Badalona) y el "seny", la elegancia y la distinción del ambiente local (que va históricamente de Jordi Pujol al Caso Palau).

Los italianos venían a Barcelona sudando y en peregrinación, a ver Gaudí, el Pac Güell y el Barri Gòtic, y a hartarse de sangría, orxata y paella (con perdón). Y se encontraban con las calles atestadas de italianos mirando mapas y preguntando por la Boqueria. Y comiendo cualquier cosa, todo hay que decirlo.

Tras ese boom imaginario, alguien decidió que Valencia era otra cosa, y que valía la pena. Tras esa decisión, llegó el boom: no hay otra ciudad como Valencia más de moda en el norte de Italia. Porque lo maravilloso subsiste en Barcelona pese a Barcelona misma. Y en cambio lo extraordinario existe en Valencia porque todavía la ciudad (pese a todo) es Valencia.

BOLONIA SE OLVIDA DEL MUNDO

Bolonia siempre vivió en una burbuja inflada por la historia y por el PIB de la Emilia Romagna. Es aquella ciudad admirada por Josep Pla porque entre semana a las diez de la noche tenía aún diez o quince bares abiertos, una música de fondo y estudiantes embriagados que se divertían bajo la atenta mirada de los santos de piedra, las madonnas y las cruces que vigilan la ciudad.

Bolonia podría ser el lugar más pueblerino del mundo, porque vive rodeada de campo, de carne, de mortadela y no tiene ni mar ni río. Y sin embargo, Milán hizo su camino, Venecia el suyo y Roma el que le dejaron la historia y las costumbres (allá cada cual con su propio caos), y Bolonia escogió cuidar a su gente, mantener su gastronomía de ragú, prosecco y sangiovese (dei colli bolognesi, no de la Toscana), combinar las torres medievales y las murallas con el Zara y la tienda Apple, para fijarnos extremos. Y están Zara y Apple, pero no tanto, lo que predomina es el pequeño comercio, la firma local, el sabor propio del calzado de piel, la americana con el corte exacto y el aperitivo en cualquier bar del Pratello. Y los helados de Castiglione. Porque una ciudad que se cuida, acaba irremediablemente considerando que ir al Starbucks es hacer el tonto. Una ciudad que se cuida no se vende, se regala.

¿Ha estado usted alguna vez en l'osteria del sole? No le darán de comer, pero sí le ofrecerán botellas de Chianti a partir de 10 euros, se sentará en enormes bancadas de madera con la gente del lugar, que lo mismo está jugando a cartas que celebrando encorbatados alguna fiesta de la oficina, y sabrá que desde la Edad Media esta osteria solo pide que el tiempo allá dentro concentre la esencia de Bolonia, vaya quien vaya y beba quien beba. Allí dentro se es boloñés y punto.

¿Para que inventarse una ciudad si la que tenemos es extraordinaria? Bolonia es una ciudad hermanada con Valencia.

Carlos V fue coronado emperador de Alemania en su basílica. El Real Colegio de España hace ondear estos días en su fachada la bandera española para celebrar la coronación de Felipe VI, y prepara sus estancias por si el Rey tuviera a bien visitar a los bononios. La élite. La disciplina. La tradición. Aunque tanta tradición parece compensar. Florencia y Pisa, bueno, pero fue Bolonia la que instaló la primera universidad en toda Europa. Tan medieval y tan Estados Pontificios, pensó que el saber era otra forma de cuidar la ciudad y su gente, y hoy en día, con una población que no alcanza los 400.000 habitantes, más de 80.000 son estudiantes. ¿Y qué? Antes serán boloñeses que cualquier otra cosa.

Son patrimonio de Bolonia Pier Paolo Pasolini, Romano Prodi, Umberto Eco y Raffaella Carrá. Lucio Dalla. Melania, "la contessa". Y eso pesa mucho a quienes llegamos a vivir allá. Umberto Eco decidió que el mundo entero no compensaba sin esa ciudad, y que la semiótica se quedaba en el Archiginnasio. Romano Prodi intentó enderezar con dignidad el país, pero los hooligans de Silvio Berlusconi sacaban lonchas de mortadela y brindaban con champán por la caída de su gobierno, así que il Professore consideró que la Ciencia Política en su país era mejor teorizarla en las aulas de Bolonia que intentar practicarla en un país impracticable.

Esa ciudad es una forma de vivir, a medio camino entre el cielo e Italia, una marca de distinción humana, culta y placentera, que se deja querer pero que no se deja cambiar. A Bolonia se va por el hecho de estar. Estar es el verbo exacto. "A chi mi crede prendo amore e amore do, quanto ne ho", ¿cómo no cantarlo alguna tarde de verano?

POR ALGO BOLONIA SE FIJÓ EN VALENCIA

En mayo se celebró La Spagna a Bologna, un encuentro para fomentar el turismo en España. Andalucía acudió con jamón y un coro de gitanos cantando ‘Volaré' de los Gipsy Kings. Bilbao preparó una conferencia sobre cómo el Guggenheim y la política cultural de la ciudad había ayudado a regenerar el entorno urbano y atraer un nuevo turismo. La Rioja llenó las salas de vino. Y Valencia acudió como ciudad y como Comunitat, consolidándose como segundo destino turístico para los italianos.

Valencia se celebra a sí misma de una forma parecida a Bolonia. Solo que Bolonia sabe que resplandece por encima del país, y Valencia se piensa que el amor es una casualidad de Ryanair. El amor no es algo perecedero, aunque no dure, y ni mucho menos un accidente, aunque nos hagamos los sorprendidos.

Mientras Valencia no venda lo que queda del Carmen a las despedidas de solteros, será una ciudad maravillosa. Mientras Valencia conserve el Mercat Central como un mercado para los vecinos, será una ciudad extraordinaria. Aunque haya cedido los lugares más visibles a la mediocridad, se han revitalizado barrios como Russafa, Benimaclet y esperan su turno el Cabanyal, Velluters o Jesús-Patraix. No nos quieren por europeos ni por cosmopolitas (para qué fomentar apósitos evidentes), nos quieren por auténticos, por los kilómetros de mar, por los kilómetros de río, por la desértica Plaça del Carme, por Corretgeria y su mural de Rosita Amores, la orxateria El Collado, El siglo, Santa Catalina (cuando no Alboraia), las terrazas de Honduras, los árboles del Cedro. Valencia tiene dos universidades de excelencia, públicas, y al igual que el amor, el Ayuntamiento (y la Generalitat Valenciana) lo considera una casualidad, o un accidente.

Una ciudad se forma con talento, historia y vecinos, aunque no por este orden. Y Valencia vive, crece y piensa a partir de los que están y haciendo hueco a los que vienen. Nos quieren porque vivimos junto a ellos, no porque les hacemos una ciudad a medida. Y habría que gritarlo y escribirlo en las paredes del ayuntamiento.

En Bolonia, si uno llega a la Piazza Nettuno, verá que la fachada principal de la Sala Borsa (un palacio enorme reconvertido en biblioteca municipal) está cubierta de fotografías de los partisanos de la II Guerra Mundial, a modo de mosaico. Esa ciudad recuerda con flores y velas a los que resistieron para que Bolonia siguiera existiendo con su propia idiosincrasia, y fuera una ciudad en la que quisieran quedarse Umberto Eco y Romano Prodi. Valencia no recordará nunca a sus resistentes (sus vecinos de entonces y los de ahora), a menos que considere que el verdadero patrimonio es lo que tenemos en nuestras manos y nuestras calles, y que el amor (nunca, nunca, nunca) es una casualidad.

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1 comentario

vicente escribió
09/07/2014 11:06

No tenemos a U.Eco, pero tenemos a Juan José Millás o Jenaro Talens, por ejemplo, que son iguales o mejor que Eco. He estado enseñándo Valencia a unos familaires norteamericanos y han sido ellos o mejor dicho sus miradas, comentarios y fotografías lo que me ha hecho ver a Valencia con otros ojos. Es muy cierto que los valencianos sufrimos de un agudo desamor, casi odio patológico hacia lo propio que los demás, sin embargo, aprecian mucho y que nos debería reconiciliar con nuestra propia ciudad. Si no fuera por los políticos, los fachas, corruptos y demás granujas que nos están jodiendo esta ciudad seguiría siendo una de las más maravillosas de las que conozco y conozco muchas y he viajado mucho. salut vicente

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