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Informe mensual de la Caixa sobre la crisis griega: "No rescatarás a tu país vecino (¿o sí?)"

Por Joan Elias (S. de Estudios de La Caixa). 11/05/2010

El informe mensual de La Caixa se centra este mes de forma monográfica en las tubulencias monetarias destadas en el seno de la Unión Europea a causa de la crisis griega

-El informe completo

Durante la segunda mitad de la década de los ochenta, la construcción europea vivió el que probablemente ha sido el periodo más fecundo y dinámico de su historia. Una coyuntura económica favorable, la exitosa adopción del Acta Única -la primera gran profundización en la integración desde los tratados de los años cincuenta-, la ampliación al sur y la aparente estabilidad del Sistema Monetario Europeo se combinaron con la presencia en el puente de mando de la Comisión de Jacques Delors, un entusiasta del proyecto europeo.

Delors, ex ministro de Economía y Finanzas francés, intuyó la oportunidad de dar un paso decisivo en la integración europea, complementando el ya casi consumado mercado interior con una moneda única. Se trataba de un proyecto ya intentado en los años setenta que la inestabilidad monetaria del momento desbarató. Esta vez parecía posible y en Madrid, en 1989, la idea fue formalmente aceptada por el Consejo. Así empezó la redacción del que se conocería como Tratado de Maastricht, que instituía la moneda única y que entró en vigor en 1993, no sin antes atravesar un complicado itinerario.

Los redactores del proyecto de la moneda única eran conscientes de su complejidad. Las experiencias históricas equiparables no eran muy esperanzadoras (la Unión Latina de 1865, la Unión Monetaria Escandinava de 1873, etc.) y venían a indicar que sin una auténtica unión política que la respalde, la esperanza de vida de una unión monetaria no es muy alta. Además, la academia tampoco ayudaba: la teoría de las áreas monetarias óptimas de Mundell revelaba que sin movilidad laboral, con escasa flexibilidad en precios y salarios y sin una hacienda común, el proyecto corría el riesgo de fracasar.

Pero la decisión era política y había que dar con la fórmula adecuada. Se concibió una moneda nueva dotada de los máximos mecanismos de protección que garantizaran su solidez, una especie de siete mandamientos de la unión monetaria. A saber: un banco central de corte federal pero totalmente independiente de los gobiernos y de las instituciones comunitarias; unas restrictivas condiciones de acceso a la unión monetaria; una política monetaria cuyo objetivo sería la estabilidad de los precios; un estricto control de las finanzas públicas de los miembros; la prohibición de que los bancos centrales financien a los gobiernos; la prohibición de que un estado miembro asuma la deuda de otro estado miembro, y una estrecha coordinación de las políticas económicas nacionales.

Pertrechado con este blindaje, el euro ha recorrido satisfactoriamente sus primeros once años. Incluso, en plena tormenta financiera, muchos países se arrepintieron de no estar dentro de una moneda que actuaba como refugio frente a las turbulencias exteriores y ahora trabajan para obtener luz verde a su acceso. En algunos aspectos, la zona del euro ha emergido de la crisis financiera global en mejor estado que el resto de grandes economías. Comparada con Estados Unidos o Reino Unido, su déficit público es mucho menor (6%-7% del PIB, frente a cifras de dos dígitos), la moneda se mantiene relativamente fuerte frente a dólar y a libra, si adoptamos una perspectiva histórica, y las cuentas exteriores se encuentran más equilibradas.

Sin embargo, la crisis griega ha trastocado súbitamente este entramado, dibujando un interrogante sobre la solidez del diseño del euro. Grecia se ha visto golpeada por la crisis como el resto de estados miembros. Pero previamente había falseado sus cuentas públicas, de manera que finalmente se ha visto obligada a reconocer un inesperado y enorme déficit público (alrededor del 13% del PIB) que deja una deuda pública que supera el 120% del PIB. Una carga muy penosa que se ha visto agravada por la desconfianza de los mercados financieros, que obligan al gobierno griego a pagar una elevada prima para financiar su derroche. Tras muchas vacilaciones, el gobierno griego puso en marcha una serie de medidas de ajuste dirigidas a sanear sus cuentas Pero la desconfianza no se ha recuperado y la situación financiera es crítica. La suspensión de pagos de su deuda soberana se ha convertido en una posibilidad real.

 
 

  El impago de la deuda de un estado que participa en la moneda única no estaba en las cartas de navegación del euro. La primera reacción de los responsables políticos fue de solidaridad: acudir al rescate del país vecino para ayudarle a salir del mal trance. Pero pronto se cayó en la cuenta de que ello chocaba con uno de los mandamientos del euro citados anteriormente. La prosa de Maastricht, reconvertida ahora en Tratado de Lisboa, lo deja claro: «Los estados miembros no asumirán ni responderán de los compromisos de los gobiernos centrales, autoridades regionales o locales u otras autoridades públicas, organismos de derecho público o empresas públicas de otro estado miembro» (artículo 125). Claro que, como reza el dicho, «hecha la ley, hecha la trampa».

Alguien sugirió invocar el artículo 122, que permite que el Consejo apruebe ayudas financieras a un estado miembro «en caso de serio riesgo de dificultades graves (...) ocasionadas por catástrofes naturales o acontecimientos excepcionales que dicho estado no pudiere controlar». Pero el uso de esta disposición contradecía claramente el espíritu del Tratado. Se planteó, además, la objeción alemana. La constitución germana prohíbe también que el estado cargue con las deudas de terceros. Además, la opinión pública alemana no ve con buenos ojos tener que pagar el despilfarro de sus vecinos del sur. El euro se veía contaminado por la crisis griega y retrocedía frente al dólar, mientras que otros países periféricos, entre ellos España, recibían un castigo inesperado. ¿Qué hacer?


 

Una opción era que Grecia llamara a la puerta del Fondo Monetario Internacional (FMI). Los sectores más cerradamente europeístas reaccionaron indignados ante esta posibilidad. El Banco Central Europeo y el Bundesbank la rechazaron de plano. Algunos economistas lanzaron la idea de un Fondo Monetario Europeo capaz de afrontar problemas como el planteado. Una propuesta plausible, pero no había tiempo de poner en funcionamiento una nueva institución que resolviera la crisis griega.

Otros sugirieron la posibilidad o conveniencia de que Grecia abandonara el euro. Finalmente, los líderes comunitarios, en vísperas del Consejo Europeo de marzo, decidieron tirar por el camino de en medio y aprobaron poner a disposición de Grecia una financiación en parte del FMI y en parte -mayoritaria- de los estados miembros, en forma de «préstamos coordinados bilaterales», cuyo desembolso debería aprobarse por unanimidad a petición de Grecia. A mediados de abril, y a la vista de que las turbulencias alrededor de la deuda griega no cesaban, se acordó concretar la ayuda de los estados miembros en 30.000 millones de euros a un tipo de interés que se situaría alrededor del 5%, un nivel elevado pero inferior al 7% que en esos momentos los mercados exigían a la deuda helena. Grecia ya ha solicitado activar este mecanismo.


 

En definitiva, los líderes europeos han decidido eludir la cláusula de no bail-out, o prohibición de rescate, con la excusa de que se trata de préstamos bilaterales a un tipo de interés no bonificado. Ciertamente, dejar caer a Grecia es una solución excesivamente arriesgada. Y, con la decisión actual, los ataques al euro y a otras deudas soberanas en apuros se espera queden desactivados. Pero la crisis ha dejado en evidencia uno de los defectos de nacimiento de la moneda única; a saber, la dificultad de gestionar una unión monetaria sin una unión fiscal y política que la respalde.

Ha fallado estrepitosamente la supervisión multilateral de las políticas económicas y se echa en falta un mayor rigor a la hora de establecer y respetar la disciplina presupuestaria. Avanzar en una mayor integración de las políticas presupuestarias nacionales sigue siendo tabú, pero probablemente es la única solución para evitar que algún estado caiga en la tentación de aprovechar la cobertura que le proporciona el euro para actuar de forma negligente o irresponsable.


 

 

 

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