VALENCIA. En los años 90, una serie de productores españoles empezaron a fijarse en el cine de Latinoamérica. De repente, se vio allí una posible salida comercial para romper las limitaciones de una industria, la del cine español, que no acababa de despegar y que no conseguía definirse como modelo. Por un lado, la política de subvenciones se quedó a medias, ya que la apuesta no fue tan profunda como la de los países (Francia y Alemania) en los que se había fijado Pilar Miró cuando llevó a cabo su reforma de la industria. Pero, por el otro lado, mucho peor era aún confiar su viabilidad a un libre mercado chantajeado y dominado por las productoras y distribuidoras estadounidenses.
Así, productores como Gerardo Herrero empezaron a abrir mercado en Centroamérica y Sudamérica, introduciendo en España a realizadores de una amplísima trayectoria en sus países, como el cubano Tomás Gutiérrez Alea (a quien le produjo Guatanamera) o el argentino Adolfo Aristarain (Martin (Hache)). El caso argentino fue el más fructífero, gracias a su colaboración con el realizador Juan José Campanella y el actor Ricardo Darín, a quienes Herrero les produjo El hijo de la novia. El éxito internacional fue impresionante y se han ido sumando a la idea personajes tan avispados como Fernando Trueba o los hermanos Almodóvar.
Para rubricar la operación, sólo faltaba ponerle un nombre. Era imprescindible bautizar el fenómeno, como ya demostró en los años 60 el editor Carlos Barral cuando se inventó la etiqueta del "boom latinoamericano" para concebir lo que acabó siendo uno de los fenómenos literarios y editoriales más importantes del siglo pasado.
Así, se acuñó el término "nuevo cine argentino", creando esa confusión entre los términos de "novedad" y "renovación". Las nuevas olas del cine europeo de los años 50 y 60 supusieron, en su momento, una renovación de determinados postulados cinematográficos. Pero eso no significa que cualquier relevo generacional implique siempre una renovación. Se trata de una confusión bastante generalizada debido a su popularización por parte de las campañas de marketing que identifican la juventud con elementos exclusivamente positivos. Por ello, al crear la etiqueta "nuevo cine argentino" se intenta homogeneizar una heterogeneidad de cineastas y películas para abrir nuevos mercados de negocio.
Y estos mercados están, por lo menos, más abiertos. El éxito de actores como Ricardo Darín o Federico Luppi ha permitido que llegue un cierto tipo de cine argentino con regularidad a nuestras pantallas. Un cine que, salvo contadas excepciones, establece una cierta reflexión política, pero tampoco sin pasarse, que es cuestión de hacer negocio, no de llamar a la revolución internacional y al derrocamiento del sistema establecido. Este fin de semana llegan dos películas argentinas que muestran la vigencia de esos canales de distribución, El último Elvis y El estudiante.
La primera es una cinta que nos presenta a Carlos Gutiérrez, un imitador de Elvis Presley en sus ratos libres, cuando su trabajo en una fábrica le da un respiro. Gutiérrez se viste con las lentejuelas que llevaba Elvis en Las Vegas y escenifica sus canciones más famosas en todo tipo de fiestas. Es tanta la identificación, que el personaje acaba devorando a su creador.
Se trata de una reflexión similar a la que presentaba Harmony Korine en Mr. Lonely, película en la que un grupo de imitadores (de Michael Jackson, de Marilyn Monroe y de Charles Chaplin, entre otros) se juntaban para vivir en una comunidad caracterizada por su unión en la voluntad de querer vivir otras vidas. En este caso, Gutiérrez también está destrozado por su sentimiento de soledad, de desarraigo, por la sensación de vivir una vida que no es la suya en una sociedad que le ignora sistemáticamente.
Porque en la vida de los dobles acaban por confundirse ambas realidades, la de la vida cotidiana y la de la vida soñada. La constante frustración por no poder materializar el sueño provoca que el protagonista intente cada vez meterse más en la piel de Elvis: su hija se llama Lisa Marie y se dirige a su mujer con el nombre de Priscilla. Pero no contento con eso, decide dejar el trabajo para ir a Graceland y vivir, aunque sea por unas horas, la sensación de ser Elvis Presley en la mansión en la que se aislaba del mundo. El director, Armando Bo, realizador destacado del mundo de la publicidad, lleva a cabo una reflexión sobre el poder anulador de la fama, que borra la identidad del imitador de Elvis como también acabó por absorber al propio Elvis, convirtiendo su mansión en un gigantesco mausoleo.
El estudiante, por su parte, realiza también un acercamiento a un individuo que está formando su propia identidad. En esta ocasión, se nos muestran no las entretelas del mundo del espectáculo de baja estofa, sino el de la política más miserable. La historia está articulada en torno a la vivencia de Roque, un estudiante bastante gris y mediocre que deja de lado los estudios para meterse en política universitaria. Ahí ve cómo se forman los distintos grupúsculos, alianzas y traiciones, cómo los viejos líderes de izquierdas van manejando a su antojo a los jóvenes descerebrados que han convertido la política universitaria en una plataforma de promoción para los más ceporros. No tiene que resultar extraño, ya que la alta política nos da muestras a diario de que no estamos más que en manos de aspirantes a gestores sin ningún tipo de cultura por lo público.
La película nos va mostrando la evolución del personaje en un entorno que parece muy movilizado (la Universidad de Buenos Aires en este caso) pero que no supera los clichés de la vieja retórica de los años 70. Lo peor no es que la retórica sea o no sea útil, sino que quienes la emplean lo hacen sin ningún tipo de recorrido intelectual (puesto que sólo medran los peores estudiantes) legitimando, en última instancia, al mismo sistema al que dicen combatir. El problema de la película es que acaba tomando partido de manera demagógica en contra de esta situación, cuando habría sido más interesante despedirse dejando al protagonista sin pronunciarse al respecto, como una denuncia de las dificultades a la hora de plantarle cara al statu quo.
Estamos ante dos películas que muestran la orientación del cine argentino o, mejor dicho, la orientación del cine argentino que llega a nuestra cartelera. Un cine que protesta, que cuestiona, pero que se queda a medio gas. Es el peaje que hay que pagar por el acceso a la distribución internacional. Y mientras tanto, Juan José Campanella estrena este mismo fin de semana Argentina Futbolín, una cinta de animación que llegará a España dentro de un mes y en la que se conjuga esa práctica del modelo de Pixar/Disney con el auténtico tótem de la cultura argentina contemporánea: el fútbol. Así es como se refuerza el negocio de la ilusión de la práctica de un "nuevo cine argentino".
Fichas técnicas
El último Elvis
Argentina, 2012, 91'
Director: Armando Bo
Intérpretes: John McInerny, Griselda Siciliani, Margarita López
Sinopsis: Carlos Gutiérrez trabaja en una fábrica y, en su tiempo libre, imita a Elvis Presley en fiestas y conciertos de homenaje. Su identificación con el personaje es total y decide viajar a Graceland para conocer la mítica mansión en la que el músico vivió sus últimos años
El estudiante
Argentina, 2011, 110'
Director: Santiago Mitre
Intérpretes: Esteban Lamothe, Romina Paula, Ricardo Félix, Valeria Correa
Sinopsis: Roque es un estudiante universitario que decide introducirse en los sindicatos porque no le gusta estudiar. Su vida transcurre en las asambleas en las que no se habla catalán porque es la Universidad de Buenos Aires, pero en las que sí se planifica cómo apoderarse del poder
No se puede estar más equivocado. El Nuevo Cine Argentino es un fenómeno de los años noventa (¡hace 20 años!), que nada tiene que ver con las coproducciones españolas ni con Ricardo Darín, que se censó en libros como "Nuevo Cine Argentino" (Fipresci, 2002), "Miradas: El cine argentino de los 90" (1999) o "Generaciones 60-90" (Museo Malba, 1999) y que tuvo como principales nombres a Pablo Trapero, Marco Bechis, Adrián Caetano, Raúl Perrone, Martín Rejtman, Ezequiel Acuña, Lucrecia Martel, Gustavo Postiglione, Esteban Sapir, Juan Villegas y muchos otros. No confundamos, por favor. Es increíble cómo se inventa en estas críticas (porque eso de que los cinéfilos reniegan de Bertolucci debe haberlo oído en algún bar: la crítica ha sido unánime al defender la película).
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