LONDRES. Sin duda, la imputación por la justicia ayer de un miembro de la familia real es un hito histórico, un símbolo insuperable de un sistema que está roto. Los que nacimos en los últimos estertores del franquismo y nos hicimos mayores de edad en democracia pensábamos que España se había convertido en un país normal. Una democracia capitalista y liberal, con un estado imperfecto pero capaz de cumplir sus funciones básicas de garantizar la seguridad interna y externa así como la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos.
Desgraciadamente, ahora nos encontramos en lo que antes hubiéramos considerado una pesadilla, en una situación similar a la de los años posteriores al 1898. No eleboraré la retahila de problemas que aquejan a nuestra democracia (monarquía, estado autonómico, partidos) ni a nuestro capitalismo (desempleo, endeudamiento público y privado insostenible), que hemos discutido ya, sobre todo en su vertiente económica, con dedicación y en profundidad.
En su lugar, me gustaría plantear una pregunta diferente. ¿Cuándo se torcieron las cosas? Creo que hay tres respuestas, tres hipótesis, que encajan con tres lecturas de la realidad y suponen tres "tratamientos" para los problemas de España, cada uno más agresivo que el anterior.
La primera hipótesis es la burbuja. Lo que nos ha pasado es que las instituciones económicas y políticas sufrieron un enorme deterioro durante los años de la burbuja. La corrupción era inevitable en un entorno legal del "todo vale" en el que, por ejemplo, el "agente urbanizador" puede elaborar planes de desarrollo individuales, o el "convenio urbanístico" permite a un grupo de propietarios presentar planes de desarrollo de la zona que controlaban, todo ello fuera de los planes urbanísticos a largo plazo y bajo control de las municipalidades. Estas leyes autonómicas del suelo, junto con el dinero fácil, hacían que la corrupción fuera sencilla y atractiva.
Además, la burbuja hacía difícil de detectar la mala gestión: la diferencia entre buena y mala gestión era simplemente inobservable desde fuera, tanto en Cajas, como en política. Por ejemplo, muchos no éramos conscientes, desde fuera, de que Valencia funcionaba como una auténtica república bananera, a pesar de que las regatas y Fórmulas 1 deberían haber sido pistas. Este es el argumento que desarrollamos, para toda la periferia del Euro, Jesús Fernández Villaverde, Tano Santos y yo en un reciente trabajo que acaba de salir como documento de trabajo en el National Bureau of Economic Research, y es la que hemos defendido en nuestros artículos aquí y en El País y El Mundo.
Las consecuencias prácticas de esta primera hipótesis son relativamente optimistas. No hay nada malo en España o inusual. Tuvimos los mismos problemas que otros hubieran podido tener si hubieran tenido un dinero tan fácil y una estructura institucional tan débil. Resolvamos estos problemas, hagamos las reformas, difíciles, sí, pero reconocidas por casi todos como necesarias, que hay que hacer, y se terminó.
La segunda hipótesis echa la vista un poco más atrás y culpa a la mal hecha y mal terminada transición. En esta hipótesis, las instituciones están mal porque fueron creadas adrede para estar mal. La transición fue un paso en falso, llevada a cabo por los azules, "demócratas de última hora, para preservar sus cuotas de poder". Las autonomías se hicieron desde arriba y lo demás siguió un sistema de cuotas políticas en todo, desde la justicia, hasta las Cajas, pasando por todo lo demás. El "sistema" es uno en el que la "casta" se sirve a sí misma -las elites extractivas-, como ha argumentado César Molinas convincentemente, se dedican, como no puede ser de otra forma, a extraer, vía Noos, Bárcenas, Gurtel, Blanco, Moltó, y todo lo demás.
Las consecuencias de esta hipótesis son más preocupantes. Si realmente pensamos que la transición se cerró en falso, si pensamos que tenemos que rehacer el trabajo de 40 años, nos enfrentamos a un reto mayúsculo. Se trataría de refundar el país, como en Francia con la V República, con unas nuevas instituciones, probablemente sin monarquía. En una situación de gravísima crisis económica, un paso así puede llevar a una alta inestabilidad del país y sólo habría que darlo si no hay más remedio.
La tercera hipótesis mira aún más atrás y busca algo en la naturaleza de la organización de nuestro país que lo haga mas difícilmente gestionable, como hizo en su momento Ortega. Por ejemplo, la organización de España que sale del Tratado de Utretch (hace, dentro de una semana, exactamente 300 años) puede haber empozoñado las relaciones entre españoles mas allá de los resoluble.
Y no se trata tanto de la entronización de los malhadados borbones reconocida por el Tratado, que sin duda no han sido buenos para España (varios de ellos podrían ser finalistas en el concurso al peor gobernante universal de la historia, poniendo en apuros incluso a gente tan cualificado en esto del malgobierno como Mugabe), sino de la resolución en falso del problema regional/nacional de España.
El problema, de acuerdo con esta hipótesis, fueron los decretos de Nueva Planta firmados por el Rey Felipe V entre 1707 y 1715, que acabaron con la estructura federal de las Españas e impusieron un estado centralizado. Esta lectura argumenta que tras esa mal concluida guerra de sucesión, guerra civil, y europea, hubo una sucesión de guerras civiles, de carácter en gran parte fuerista empezando por las causadas por la invasión napoleónica, continuando por los 100.000 hijos de San Luis, las guerras carlistas, la primera del 1833 a 1840 (más de 100.000 muertos), la segunda de 1846 a 1849 y la tercera (de 1872 al 76), el fracaso de la Primera República en la desintegración territorial, el fracaso de la Segunda República, también en la desintegración territorial, y la Guerra Civil.
En esta visión, las Cajas y Noos, el (supuesto) fracaso del Estado autonómico, son un síntoma más del fracaso de los esfuerzos durante tres siglos por encontrar una forma de convivir razonable entre todos los españoles.
Esta hipótesis es la más preocupante. Supone que los españoles no hemos hecho, durante 300 años, más que dar tumbos, sin encontrar una forma de compartir nuestro destino que no suponga exportar a nuestro jóvenes y destruirnos periódicamente.
Del diagnóstico que haga uno se sigue la cura propuesta para el paciente, nuestra querida España. ¿Qué hacer? Proceder por el principio Hipocrático de "no hacer daño" supone ir de la más sencilla hipótesis a la más compleja. Es decir, operamos bajo la hipótesis de que no pasa nada con la estructura básica del Estado tras la transición, y tratamos de resolver los problemas "aparentes," que no son pocos ni sencillos, corrupción, mercado de trabajo, educación, endeudamiento...
Pero tenemos que ser conscientes de que si este tratamiento no funciona, caminamos hacia el segundo escenario, la refundación del Estado, con la desaparición de los partidos existentes, o incluso hacia la desintegración del país. Dejar que las cosas, en esta tesitura, se pudran, es extremadamente arriesgado.
En cualquier caso, con sentido común (que falta, por todas partes, véase la iniciativa fascistoide de los 'escraches') los grandes parámetros del camino a seguir son obvios y deben ser independientes de la forma que adopten estas soluciones institucionales: España, o las Españas, debe ser un país normal, y esto no requiere inventar nada.
El capitalismo funciona. Ha funcionado para Corea, Singapur, la China nominalmente comunista y Taiwan el mismo sistema que para Chile y EE UU. Y la democracia también funciona. El sistema de partidos, con unos mecanismos de control adecuados, es el menos malo que se ha inventado. Con esos dos pies en el suelo, firmemente, podemos tratar de empezar a avanzar fuera de este marasmo.
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* Este artículo es una reproducción autorizada de su original en el blog Nada es Gratis
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