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MADRID. La ceremonia de los Goya llegó anoche a su edición número 27 con un cierto morbo. Porque, por un lado, los actores del cine habían amenazado con protestas, con discursos reivindicativos durante la gala. Frente a ellos estaba la Academia de Cine, que llevaba días lanzando mensajes de advertencia a los díscolos que osasen elevar la mínima reivindicación durante la ceremonia.

Finalmente, la Academia venció y todo se caracterizó por la sosería, por las buenas maneras y por no incordiar a los invitados, aunque fuera un ministro de cultura chulesco la máxima autoridad presente en el Centro de Congresos Príncipe Felipe de Madrid.

Ya hacia el final de la ceremonia, subió al escenario el mismísimo diablo, Javier Bardem. El príncipe de los rojos tenía que entregar el último galardón, el que distinguía a la mejor película. Y en lugar de soltar una proclama maldiciendo al PP (como habría hecho en sus mejores tiempos), murmuró algo al respecto de los sobres que había en la mesa y pasó a leer la lista de nominados. Después dijo en voz alta el nombre del ganador y nada más. Su silencio era el silencio de la derrota. Ya no era el Javier Bardem aguerrido que clamaba contra las injusticias, sino una especie de funcionario que leía con gesto serio un breve listado.

Era la guinda a una ceremonia donde predominó el miedo. Para empezar, la presentadora, Eva Hache, hizo algo muy reconocible: soltar chistes chorras que parecen muy transgresores pero que sólo son pellizquitos para presumir ante tus amigas pijas del gym de que te has metido mucho con el gobierno. Ya lo había advertido la presentadora en una entrevista publicada ayer mismo en un diario global en español: "Los Goya no deben ser un mitin", una de las frases más cobardes y repulsivas pronunciadas jamás por un cómico, es decir, por alguien cuya obligación es hacer reír, incomodando y removiendo conciencias con la risa.

Le siguió el paso el presidente de la Academia, Enrique González Macho, en su discurso institucional. Aquí de nuevo se intentó que las formas vehementes disimularan un contenido inocuo. Porque el presidente habló con un tono de voz muy serio y grave, de manera vehemente, para no decir nada, para señalar en su discurso que la cosa estaba muy mal en el mundo del cine aunque, eso sí, se vislumbraba "algún hecho esperanzador". Traducido al román paladino: hay brotes verdes.

Su discurso consistió en usar el concepto de "cultura" para hablar de economía, porque en eso centró sus quejas: en la subida del IVA, la piratería y el deterioro de TVE, que es malo porque afecta a la financiación del cine. ¿Cuál es su oferta para la nueva ley del cine? Lo dijo al final del discurso: diálogo. Frente a los ataques y recortes, diálogo y brotes verdes. Dicho todo, faltaría más, con mucha seriedad y pose de enfado. Es el Rubalcaba way of life.

Para rematar la faena, aparecieron los alegres chicos de Muchachada Nui haciendo parodias sobre las quejas de los ciudadanos ante la crisis actual. Llegó al estrado Ernesto Sevilla y empezó a decir: "A ver, que tenemos una noche poco reivindicativa, ¿quién quiere expresar algo?" Y se levantaba uno y decía que quería que la gala fuera más corta, otro que añadía que los actores deberían salir siempre con su perfil bueno, y otro, que deberían dar premios a los desnudos gratuitos. Todo muy gracioso, sí, tan gracioso como inofensivo.

El caso es que, entre tonterías de unos y de otros, se dieron los premios a las películas. Había cuatro cintas que acaparaban el grueso de las nominaciones: Blancanieves, Grupo 7, Lo imposible y El artista y la modelo. La primera es una película muda de Pablo Berger que sitúa el cuento de los hermanos Grimm en la Andalucía de los años 20, con Maribel Verdú haciendo de madrastra que quiere acabar con su hijastra, descendiente de un torero paralítico. Se trata de una obra bellísima que juega de manera intencionada con el referente literario y que reflexiona sobre el poder de la imagen en el cine. En resumen, que Blancanieves nos dice, entre otras muchas cosas, que en gran parte del cine actual sobran palabras innecesarias y ruidos molestos.

Grupo 7 es también una excelente película, uno de esos films que desmienten el tópico de siempre sobre la supuesta baja calidad del cine español. Siguiendo la estela de Enrique Urbizu en No habrá paz para los malvados, el director de Grupo 7, Alberto Rodríguez, traza un demoledor retrato social al narrar la historia de un grupo de policías que tiene que limpiar Sevilla de drogas para dejarla toda pulcra de cara a la celebración de la Exposición Universal de 1992. La historia arranca en 1987 y concluye con la inauguración de la Expo, y asistimos a los métodos delictivos de la policía para acatar una orden que consiste en esconder bajo la alfombra los excrementos de la sociedad.

Después está Lo imposible, una cinta insultante dirigida por Juan Antonio Bayona. Es todo un insulto una película que no plantea ningún conflicto narrativo, que está realizada sólo para empatizar con el espectador en su vertiente más chunga, la de la sentimentalidad más reaccionaria y bobalicona. En Lo imposible, los protagonistas son una familia de norteamericanos que se van de vacaciones a Tailandia, sufren un tsunami que les separa y tienen que volver a reunirse como la anglosajona happy family que son.

Evidentemente, desde el principio sabemos que se van a reunir sanos y salvos y van a huir de ese país tercermundista para volver a la auténtica civilización, de donde no tenían que haber salido nunca. Curiosamente, que esa porquería racista se haga con subvenciones españolas no es objeto de crítica alguna porque ha recaudado dinero y, ya se sabe, los dólares acallan muchas bocas.

Y por último está la película El artista y la modelo, realizada por uno de los directores que menos interés despiertan en la actualidad, Fernando Trueba. Tan poco interés que no se ha llevado ningún premio. Blancanieves consiguió diez, incluyendo mejor película, mejor guión original y mejor actriz. Lo imposible, cinco, contando al mejor director, efectos especiales y montaje. Grupo 7 se quedó con dos premios a la actuación. Del resto de galardones, nos quedamos con el de mejor corto de animación a El vendedor de humo, la cinta valenciana financiada por el IVAC, institución cuya eliminación fue denunciada en la gala. Como todas las denuncias realizadas anoche, con la boca pequeña, por si acaso.

La ceremonia de los Goya fue una ocasión perdida para exigirle de verdad al poder una rectificación, pero nuestros profesionales del cine no supieron ni sacarle los colores a José Ignacio Wert. Vivimos una crisis que ha calado en su mensaje del miedo. La prueba está en dos extremos. En uno, tenemos al Goya honorífico, Concha Velasco, encantada de haberse conocido y de verse homenajeada. La actriz dio un recital de egolatría al hablar todo el rato de lo mal que lo había pasado cada vez que le habían negado un premio al que había sido nominada. Todo para acabar con un número musical espantoso, de ésos que sólo se ven en los Goya.

En el otro extremo, otra actriz, Candela Peña, que dijo en su intervención, al ser premiada, que había comprobado en los tres años que llevaba sin trabajar que los servicios públicos, la sanidad y la educación, estaban siendo desmantelados. Era un grito desesperado de quien ve cómo está la situación. La ve porque la está sufriendo en sus propias carnes. Fue la única protesta desgarradoramente sincera. El resto, a seguir manteniendo sus trabajos con inofensivos numeritos musicales y con chascarrillos políticos de patio de colegio.

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