Insultos, guarrerías, vómitos, tragedias humanas y llantos. Pesadilla en la cocina ha reunido todos los ingredientes para triunfar en la televisión y, efectivamente, así lo ha hecho
MADRID. Encima, nos lo han vendido en cofre de programa que realiza un bien social. Es una estrategia win/win. No obstante, ya nadie se traga que los realities respondan a experimentos sociológicos. El telespectador quiere ver situaciones extremas. Personas destrozadas, enamoramientos que dan dentera o, por lo general, individuos que quedan en ridículo. Lo que mueve un reality show es un sentimiento de moda, el de la vergüenza ajena.
El problema es que estos espacios han terminado no sólo generando ese tipo de sensaciones, sino que también dan vergüenza ajena por sí mismos. Suponen un desprestigio para la cadena que los emite, de modo que han tenido que reinventarse. Cambiar para que todo siga igual. Es en ese contexto en el que han aparecido los realities de ‘coach', donde un experto da pautas a pobres gentes para que mejoren su situación, como en Pesadilla en la cocina.
Vender, este formato vende lo mismo, lo que pasa es que ya no se exponen las miserias de una persona para hacer escarnio y dar paso a la publicidad, ahora es expresamente para ayudarle. El viejo género cinematográfico de las películas de superación.
Concretamente, Pesadilla en la cocina quiere relanzar negocios de hostelería venidos a menos. La crisis hace mucha pupa y Alberto Chicote, el conductor del programa, pone los negocios a dar beneficios, a generar empleo, a dinamizar la economía. Es nuestro héroe nacional. Porque además los bares son el negocio más importante de nuestro país. Eso sí, entre tanto se nos cuelan problemas de alcoholismo, pasados toxicómanos, espacios insalubres... ¡vergüenza ajena a tope!
En uno de los primeros programas, el cocinero en cuestión que se puso en manos de Chicote estaba atravesando una grave crisis personal. Vivía tirado por el suelo, viendo la televisión fumando como un carretero y tenía constantemente una bebida alcohólica en la mano. Pese a todo, el hombre dijo cosas interesantes.
Explicó que no cuidaba su cocina y que servía porquería congelada a sus clientes porque eran guiris y no sabían comer. Cuando su hijo, restaurador de nivel, intentaba crear platos vanguardistas, su padre se ponía histérico: los guiris no quieren comer eso. De hecho, confesó que tiempo atrás había puesto el restaurante en sus manos, el chico se puso a crear y casi lo hunde.
Aunque eso no justifica que haya que envenenarles, no es la primera vez que se ha escuchado que los extranjeros llegados del norte, anglos y sajones, han arrasado la gastronomía nacional con su poca cultura culinaria. Por otro lado, es un hecho que la gastronomía sofisticada es un nicho de mercado. Pero a los espectadores del programa poco nos importan estas cuestiones o si el turista barato ha transformado nuestras tascas a peor.
Eso sería un contenido propio de esos espacios de La 2 que hacen menos del 1% de share. Ahí lo que estuvo bien fue ver a un hombre abatido, abandonado a sí mismo, que se estaba quedando solo en la vida, que no le hablaban ni sus hijos, que pasaba las horas bebiendo delante del televisor.
Experimentamos grande y hermosa vergüenza ajena cuando Chicote le acusaba de ser un cerdo, de no respetar las más mínimas condiciones higiénicas en su negocio. El cocinero le dio la razón, reconoció que había perdido la ilusión por la cocina y se propuso seguir los consejos del presentador. Cuando esto sucede, que es el esquema básico del programa, el momento mágico llega con la redecoración de los locales. Ya han salido acusaciones en los medios de un bar que se queja de que lo que les habían instalado era una porquería.
No hace falta que lo juren. Salta a la vista que no puede ser más hortera y ordinario. Pero, oye, a la gente le gusta. Este hombre se puso a llorar de la emoción cuando vio la nueva decoración. Luego se ha quejado en los medios de que con la primera lluvia de otoño se fue todo a freír gárgaras, pero en su momento echó lágrimitas. Y eso se merece un primer plano.
En otros locales, como en una taberna de Vallecas, los problemas venían por el descontrol de los jefes. El encargado de ‘El gusto es nuestro' era incapaz de dar instrucciones a sus empleados sin darles también un abrazo y un beso. El resultado es que eran todos una chupipandi inoperante. Cuando luego Chicote les hacía correcciones, se ponían a llorar. Era enternecedor. No obstante, esa edición tuvo un atractivo que sobrepasó los problemas culinarios. La camarera estaba de muy buen ver. En televisión este reclamo no admite réplica.
Aunque igual este fue el único sitio donde había algo de buen rollo. En otros, Chicote se ha enfrentado a copropietarios que no se hablan entre ellos. Algo muy habitual en los centros de trabajo de este país, odios intestinos, guerras pasivo/agresivas que duran años y años, hasta que un cáncer de estómago prematuro decide quién es el vencedor final de la trifulca.
La propietaria de un local barcelonés de cocina italiana desahogaba esta tensión emborrachándose con los clientes. El heredero de un negocio madrileño se confesó también como exalcohólico, exdrogadicto, que había robado a su padre enfermo de cáncer, y que por eso tenía tan mala follá. Antes, en España, detrás de cada negocio de hostelería había un emigrante que había regresado de Alemania, ahora hay una tragedia humana de dimensiones bíblicas.
Con todo, el episodio más memorable fue el de un restaurante de inspiración gallega en Madrid. Ahí se alcanzó el máximo climax de Pesadilla en la Cocina cuando Chicote vomitó al ver el estado de las instalaciones. Aparte de esa enriquecedora escena, el presentador ejerció también de Robin Hood. Los empleados llevaban meses sin cobrar y, si bien este suceso no le hizo echar la pota, sí que exigió que toda la caja se repartiera entre los empleados como en una comuna autogestionada.
Cristina, la cocinera, quedó a la altura del betún. Era una católica furibunda que hablaba con un San Pancracio e interrumpía su trabajo con el local lleno para ir a WC a rezar sus oraciones diarias. Ahora da entrevistas en confidenciales para limpiar su imagen. Pidió por favor, sostiene, que no se sacara nada relativo a sus creencias, pero ese fue el eje del capítulo. Poca o nada importancia se dieron a sus quejas: que estaba cocinando sola sin que nadie le ayudase.
Lo que puso de manifiesto ese incidente fue un fenómeno bastante interesante de analizar por el que el programa pasa de puntillas. En un local en el barrio de las letras, en Madrid, el cocinero se quejaba de que no daba abasto. Era magrebí y los propietarios también le echaban a él toda la culpa de la mala marcha del negocio, pero es que estaba más solo que la una en los fogones.
En la mayoría de los locales se ha constatado que siempre faltaba personal para atender instantáneamente a cada cliente. Esto no es Alemania, donde te pueden tener esperando cuarenta y cinco minutos tranquilamente. Aquí en la hostelería se exigen jornadas maratonianas y que cada trabajador se multiplique por tres para-servir-las mesas-en-el-acto.
Casi todos los comentarios sobre el programa publicados han hablado de la inspección de Sanidad, pero a nadie le ha llamado la atención el aspecto laboral. ¿Serían sostenibles estos negocios sin pasar por alto las mínimas condiciones en las que deben estar los trabajadores? Igual exigirle calidad, compromiso y recetas imaginativas a una persona que está sola en una cocina trabajando para cincuenta clientes, a veces sin cobrar cuatro nóminas ni disfrutar sus vacaciones, como la tal Cristina, es el planteamiento más humorístico que ha hecho el programa.
Pese a todo, Chicote ha congregado a tres millones de espectadores por entrega. Casi como las galas de Gran Hermano. Su personaje, un tío con camisas de Agatha Ruiz de la Prada que va tocando las narices a todo dios, no puede ser más odioso y, por lo tanto, atractivo. La cosa podría ir más allá, el elegido para conducir el programa podría haber sido Ferran Adrià. Le pones una camisa de Agatha Ruiz de la Prada y lo envías a bares de la España profunda a enseñar fundamentos de la nouvelle cuisine en catalán, y el éxito de Pesadilla en la Cocina se mediría por incidentes con arma blanca. Mejor no dar ideas.
Pues a mi me ha parecido un ladrillo. Lo que dice abe en 200 espacios. Y encima está mal escrito y uno no se aclara si está a favor (como parece) o en contra (como estoy yo) de ese programa inmundo que no le hace justicia a la mayooría de un sector ya de por si castigado por la crisis. Pero el morbo puede mucho. Sea de Belén Esteban o de Chicote.
En el complejo de apartamentos en el que yo trabajo un cocinero,muy profesional y limpio, y dos ayudandes, a veces magrebíes y otras veces colombianos o cubanos que no tienen ni puta idea de cocina y que cobran 800 euros, dan de comer a 300 personas en un buffet que pasa controles cada dos por tres y que mantiene unas criticas de los clientes excepcionalmente buenas. 1200 cobra. Asi nos va
Excelente artículo: se puede trasladar este desastre a todas las empresas y empresaurios hispanos.
Muy acertado el título y muy bueno el artículo.
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