VALENCIA. Los límites del público de la música mal llamada clásica, o culta, por decirlo con la denominación más apropiada aunque quede algo cursi, son relativamente estrechos. La industria del disco ya se encontraba en difícil situación antes de la crisis económica y ahora está peor, con el añadido de las descargas gratuitas y todas las facilidades de copia que dan las nuevas tecnologías. Por eso algunos artistas se proponen, y en ocasiones lo consiguen, llegar a segmentos más amplios. Es difícil, con frecuencia falla y no suele durar.
Digo esto, por ejemplo con referencia al último disco de Cecilia Bartoli, Mission, que gira en torno a obras del compositor italiano Agostino Steffani (1654-1728), del que decir que es poco conocido es extremadamente indulgente. Sin embargo, sus discos se venden mucho más que las últimas ediciones de clásica con grabaciones recientes, algunas de altísima calidad, de compositores pertenecientes al repertorio mayoritario del género.
¿Dónde está el secreto? En que la Bartoli utiliza, con acierto, unas técnicas de marketing que ponen el acento en su propia figura y en lo novedoso de las imágenes para hacer atractivo el producto. Diré de paso que Bartoli cantará en el Palau de la Música el próximo 11 de marzo.
"Álbumes de concepto"
En este último disco-libro aparece ella misma en la portada con la cabeza rapada, vestida de sacerdote, con un crucifijo en la mano y un fondo negro. Uno anterior, dedicado a las arias que se escribieron para los castrati, titulado Sacrificum, y otro anterior a ese, Opera proibita, tenían similares características de portadas atractivas centradas en una imagen audaz de la cantante y la sugerencia de un asunto musical algo morboso. Igualmente otros de los que su casa discográfica, Decca, llama "álbumes de concepto", como Sospiri, Maria y The Salieri Album.
Yo sigo con interés la carrera de la cantante italiana desde finales de los años ochenta, y confieso que hace unos años empezó a sorprenderme el interés que despertaba en personas nada habituales de este tipo de música. No es que su calidad interpretativa no merezca la popularidad de que goza. Por supuesto que sí. Es que no hay tanta diferencia con otros y otras cantantes que, con parecidos niveles de calidad, no transcienden los límites del -por así decir- público habitual de los conciertos.
Sea como fuere, el mérito de Cecilia Bartoli, de sus colaboradores o de la casa discográfica es saber vender el producto con mayor habilidad que sus competidores. Ahora bien, como se suele decir, ¿esto hace que determinado tipo de música se abra paso entre amplios sectores de la sociedad y consoliden una afición cada día más amplia? Yo diría que no. Incluso, depués de largos años de escuchar el mismo debate, casi estoy por decir que es mejor que sea así.
Muchos han sido los intentos de llegar a públicos amplios desde el sector habitual de la clásica en las últimas décadas y no se han operado grandes cambios. Quizás se ha ido ampliando el público por la facilidad de la difusión musical y por la proliferación de auditorios, orquestas y teatros de ópera, que en España en los últimos 30 años ha sido espectacular. Pero las cosa no han cambiado mucho y las incursiones de los fenómenos más o menos pop de la clásica no han dejado de ser ocasionales.
El caso de los Tres Tenores
Recordemos los famosos Tres Tenores, uno de ellos, Pavarotti, hoy tristemente desaparecido, que él solo constituía un fenómeno de este tipo. Pero al fin y al cabo, el secreto en este caso no era más que recurrir a selecciones de arias y piezas breves o canciones populares más o menos interesantes. Y aun siendo más interesante lo que consigue la Bartoli, que es llevar al gran público piezas minoritarias, no he visto hasta ahora que nadie haya conseguido, por mucha habilidad que le haya puesto, que grandes multitudes de público sean capaces de tragarse enteras óperas de Wagner, como hacen los verdaderos adictos al género. Ni siquiera de Verdi o Puccini.
Hay otros casos de esta especie de tendencia pop en la clásica. Por ejemplo, el tenor ciego italiano Andrea Bocelli, pero en su caso ha pasado de las óperas al repertorio popular dulzón, cosa que, por ejemplo Pavarotti y Plácido Domingo solo se permitieron a partir de una cierta edad. Y hay que decir que este último no ha dejado los escenarios dramáticos y sigue cantando, aunque sea de barítono, óperas enteras.
Mozart con chim-pum
No debería olvidarme de casos como Waldo de los Ríos, autor de aquellas espantosas adaptaciones de, por ejemplo, tiempos de sinfonías de Mozart, con el añadido del ritmo sincopado de una batería. Son muchos los que dicen que popularizaron determinadas músicas de compositores "clásicos", y no lo dudo, pero sí contribuyera a ampliar el público. Como tampoco creo que lo hicieran el fragmento de la Novena Sinfonía de Beethoven adaptado por Miguel Ríos o aquella brevísima y sorprendente gloria popular que vivió el canto gregoriano en algún momento de los ochenta, que hizo que se oyese hasta en las discotecas.
El mundo moderno del disco, con las transformaciones que ha sufrido ha 'popizado', por así decir, a muchas figuras de la clásica, que han utilizado técnicas prestadas del mundo de la música ligera para construir su marketing. Recordemos los discos de Herbert von Karajan con sus jerseys de punto oscuros sobre portadas negras en las sinfonías de Beethoven que vendió, y muy bien, Deutsche Grammophon en los sesenta; o las interesantes películas que este mismo director hizo de interpretaciones sinfónicas dirigidas por H. G. Clouzot. Y el fenómeno, puede que involuntariamente pop en el marketing de Glenn Gould, el pianista malogrado y genial, que tocaba en una silla baja con respaldo y cruzaba las piernas al interpretar.
Ahora bien, todo esto ¿ha cambiado las cosas? No. Dice el crítico musical Alex Ross que sería deseable una mayor intercomunicación entre el mundo de a clásica y el del pop. Yo no lo sé, casi que me atrevo a decir que no. De momento algunas figuras de la clásica han conseguido vender más discos. Que no es poco.
Agradezco que entre las páginas de economía tenga cabida la música. Enhorabuena por la iniciativa.
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