(una ilustración de Stanley Chow)
VALENCIA. Lo racial siempre ha tenido su punto. Esa España cañí, castiza, de bandoleros y faralaes suele gustar fuera de nuestras fronteras, y así, en Hollywood, siempre se ha relacionado lo hispano con ese estereotipo. De ahí el éxito de Antonio Banderas, basado en un sex appeal característico en el que triunfa lo exótico, la piel morena, el pecho peludo y la espontaneidad descarada frente a la mirada azul y la ultracorrección política del universo wasp. Con esas armas, Banderas abrió el camino para que sus compatriotas hicieran las Américas, y ya cada uno que se buscase su propio hecho diferencial para encontrar su hueco en la meca del cine.
Y en esas llegó Javier Bardem. El actor pensó que su rasgo distintivo sería la seriedad y el compromiso. Él también es muy racial, sí, pero más intelectual. Y ésa es la imagen que intentó vender, la de un actor de verdad, no una estrella comercial como Banderas, sino un tío que se permitía el lujo de estudiar los proyectos que le llegaban de Hollywood, sin decir a todo que sí.
De este modo, Bardem se dedicó a pregonar a los cuatro vientos que había rechazado al propio Steven Spielberg, que le había ofrecido un papel en Minority Report. Su excusa se la creyó él y los cuatro voceros pelotas que le ríen las gracias: había pasado de Spielberg porque era una película demasiado comercial. Eso es como cuando algún español cuenta cómo le han tirado del trabajo: no le han despedido, siempre ha sido él el que ha decidido irse, porque no aguantaba más al jefe.
Qué más dará que, poco después, hiciese de malo en un breve papel en Colateral, una película dirigida por Michael Mann y protagonizada por Tom Cruise. Vamos, director y actor que, como todos saben, se mueven en la escena cinematográfica europea con películas minoritarias de arte y ensayo. O que ahora haga de malo en Skyfall, la nueva película de James Bond. Que sí, que estará dirigida por Sam Mendes (el director de American Beauty y Camino a la perdición), pero no es que sea tampoco cine alternativo dirigido a gafapastas que sólo ven películas con subtítulos en checo en los cines Babel.
Con todo, el interés que ha despertado saber quién es el malo de la nueva entrega de Bond demuestra una cosa: que ya es más interesante saber quiénes son los secundarios en estas películas, dado que al agente secreto se le ha despojado ya de todo el encanto que permitió que sus aventuras fueran una de las sagas más exitosas de los últimos cincuenta años. Bardem ha dicho que sí después de aquella sonora negativa de otra española temperamental, la alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez, que declinó la oferta de aparecer en 'Muere otro día'.
Porque esto es lo triste de la saga Bond, indicativo de la deriva de los tiempos actuales. Las películas de James Bond son deudoras del cine de Alfred Hitchcock, y concretamente de cintas como Con la muerte en los talones: como dijo en su momento François Truffaut, las aventuras de 007 seguían al dedillo la estructura narrativa del maestro del suspense, con persecuciones, intrigas e historias de falsas identidades aderezadas con toques de humor y un cierto punto canalla del protagonista (recordemos a Cary Grant en la película de Hitchcock, caracterizado como un solterón empedernido, muy dado a las fiestas y las mujeres).
Así, en 1962, sólo tres años después de Con la muerte en los talones, se estrenaba la primera entrega, Agente 007 contra el Dr. No, que también constituía la primera protagonizada por Sean Connery. El actor escocés dotó al personaje de una personalidad reconocible que le abriría el camino de la fama, el dinero, y la especulación inmobiliaria en Marbella. Connery fijó lo que tenía que ser Bond: un agente secreto que usaba sus misiones para hacer una especie de turismo sexual y probar a cualquier hembra que se le pusiese por delante. Todo ello, eso sí, al servicio de su graciosa majestad.
El carácter mujeriego, pendenciero y faltón que le dio Connery al personaje es lo que le hacía único, hasta el punto de que todas las imitaciones posteriores siempre adolecían de este descaro. Por ejemplo, el agente Jack Ryan de Tom Clancy no deja de ser un James Bond deslucido, ya que es un tío bastante coñazo en su vida personal, el marido perfecto que resuelve los casos con el entusiasmo de un funcionario de ventanilla. O Jason Bourne, que sólo sabe ir por ahí liándose a tortazo limpio con una sutileza propia de una mezcla entre Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme. Frente a ellos, el agente de Ian Fleming juega a esa doblez del carácter anglosajón: sí, soy muy gracioso y muy elegante, pero, en cuanto puedo, te levanto a tu mujer.
A través de las sucesivas películas de la saga, tanto con Sean Connery como con Roger Moore, se mostraba también la corrupción imperante. James Bond develaba que las decisiones de los gobernantes no se toman con pactos de estado y apretones de manos, sino con asesinatos, secuestros y traiciones. Bond era en realidad un limpiador de cloacas, y su impunidad para asesinar (tiene, recordemos, "licencia para matar") sólo se entiende con la discreción de sus métodos: la Corona británica no para de recordarle que, si le pillan, que se apañe, que su Majestad no sabe nada, no es el señor X.
Así, se fueron sucediendo historias con malos malísimos que tensionaban la cuerda en plena guerra fría: Desde Rusia con amor, La espía que me amó, Octopussy o Panorama para matar son algunas de ellas. Esta última marcó en canto del cisne de la serie, puesto que supuso el relevo generacional, con una serie de actores (Timothy Dalton, Pierce Brosnan y Daniel Craig) que han redefinido al personaje: James Bond ya no es el agente elegante y burlón, sino una especie de mascachapas que va por ahí dando saltitos de edificio en edificio con piruetas imposibles, escapando de explosiones y siempre saliendo con la cara impávida de las situaciones más peliagudas.
Todo lo que era la construcción de un personaje con muchas aristas se ha convertido en un robot mecánico, en películas que disimulan su vacuidad tras títulos que parecen diseñados por agencias de publicidad sofisticadas, de ésas capaces de idear etiquetas megamolonas como "CulturArts": ahí quedan galimatías como El mañana nunca muere, El mundo nunca es suficiente o Quantum of Solace.
El personaje está más que amortizado y por eso ya ni despierta interés ni resulta novedoso. Acabada la guerra fría, lo relevante ya no está en las historias, los malos y ni siquiera en las chicas Bond. Ahora hay que vender las nuevas producciones con cotilleos como lo de Teófila Martínez o con fichajes como el de Javier Bardem. Es la única baza que le queda a las películas de Bond para seguir teniendo un espacio donde la acción desbocada y las mega explosiones han desplazado las sutilezas de las historias de espías y los dobles sentidos de los agentes con un toque de descaro. Es lo que marcan los nuevos tiempos, que hacen que cualquier producto interesante caiga en el aburrimiento y la chabacanería.
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