VALENCIA. Esta semana ha sido el Día del Libro. Antes, cuando los medios de comunicación en España sólo sabían de hablar de la sequía, del terrorismo y del rifirrafe político del día con cruces de declaraciones, se reservaba también un espacio para noticias simpáticas. Así, ese día se emitían imágenes de personalidades leyendo el Quijote en público o de parejas regalándose rosas y libros. Qué más da que en este país tan preocupado por la cultura quienes más vendan sean los pseudo-historiadores revisionistas de derechas. Eso son minucias cuando de lo que se trata es de vender una imagen de que somos modernos y sofisticados.
Esta imagen de modernidad, de cultura, se vino abajo un Día del Libro de 2000. Aquel 23 de abril empezó sus emisiones un programa de televisión, Gran Hermano, que inauguraría lo que entendemos por cultura española del siglo XXI. El impacto fue tan brutal que todo el mundo se puso a hablar de ello, las universidades no paraban de analizar el fenómeno, y las animadas charlas de bar sustituyeron las patadas del fútbol por los comentarios sobre un concursante al que le ponían la pierna encima.
Gran Hermano supuso dos novedades fundamentales. La primera consistía en la renovación de los géneros audiovisuales (¿es un programa de ficción o de realidad?) para hacer una llamada de atención sobre lo que aparecía en nuestra pantalla. Ya no sabemos distinguir nuestra vida cotidiana de la ficción, ya que la gente se levantaba de la cama, encendía la tele y veía Gran Hermano, donde un concursante se estaba también levantando de la cama y preparándose el café. Veíamos, así pues, nuestro reflejo, y ya era imposible discernir lo real de lo ficticio. Esa confusión llevaría a la confusión sobre los atentados del 11-S, retransmitidos en directo de tal manera que no sabíamos si estaba pasando de verdad o si era un remake de La jungla de cristal.
La segunda novedad fue la exacerbación de la juventud. Al fin y al cabo, algo interesante había que poner en el programa, y la fórmula infalible consistía en meter a concursantes jóvenes y con cerebro de mosquito. Porque todo el mundo ha sido joven, y reírse de los comportamientos llenos de feromonas siempre da juego. Ser joven mola, y así lo entendió hasta la presentadora del programa, Mercedes Milá, que decidió que envejecer era un fastidio que se podía suplir con ropa, actitud, lenguaje y tratamientos de belleza tonificantes.
Esta combinación de glorificación de la juventud porque sí y de la vacuidad no podía traer nada bueno. Y, efectivamente, desde la aparición de Gran Hermano hemos ido a peor. No es sólo que el programa se haya convertido en hegemónico, creando toda una retahíla de programas y canales, no es tampoco que haya pasado por encima de todo un CNN+, al que liquidó sin contemplaciones. No. Es que, para más inri, se ha generado una cultura de la adolescencia chabacana y tontorrona. Cada vez se crean más productos para adolescentes, volviendo a esa máxima de los años 60 que decía que ya dejas de ser alguien en cuanto llegas a la treintena. Y ser adolescente está bien, pero este tipo de cultura presenta a un adolescente bobalicón, de portada del Súper Pop, no el adolescente del Luis Vives que se manifiesta por sus derechos y que recibe guantazos de nuestra delegada del gobierno.
La semana pasada se estrenó el último invento de esta moda, la película Los juegos del hambre. Se trata de una historia de ciencia ficción que transcurre en unos Estados Unidos donde existe una tiranía que opera sobre trece distritos. Como muestra de ese poder, el gobierno celebra un concurso anual televisado, donde se elige a un representante de cada distrito para un combate de supervivencia que dura varios días y en el que sólo puede quedar un ganador, que debe aniquilar el resto para alcanzar la gloria como premio final.
La verdad es que el argumento podría tener su gracia, e incluso podría interesar a los sesudos expertos porque parece una reflexión sobre la perversidad de los medios de comunicación. Nos podríamos remitir a películas como La muerte en directo, con Romy Schneider interpretando a una mujer de quien se va televisando el proceso de su enfermedad terminal. O El show de Truman, donde se presentaba lo morboso y la mentira como algo fundamental del espectáculo televisivo. El hecho de que en Los juegos del hambre se hablara directamente de la muerte como entretenimiento para los medios daba bastante juego.
Pero la película no sigue esa línea, sino la de Crepúsculo, la de adolescentes cuya única preocupación es enamorarse, tontear, desenamorarse, suspirar y volver a enamorarse. En esta saga, la idea era bajar cada vez más la edad de los espectadores de cine, dado que el negocio va mal y, ya que se venden pocas entradas, al menos que se reactive el consumo de palomitas, que es de lo que viven las salas. Y, de paso, idiotizar a los chavales cuando empiezan a ir al cine, no sea que les dé por pensar y se planten un día a cortar una calle y desobedecer a la policía.
Aquí, en esta película, todo es un show de chiquillos y chiquillas que se enamoran. Y hay que reconocer que tiene mérito el director porque consigue que un arranque que supone una crítica a los medios de comunicación, con un retrato de una sociedad claramente fascista, acabe siendo una glorificación de esa sociedad. Porque, al final, el concurso sigue adelante y no se produce ningún cambio social significativo más allá de la presentación un tanto grotesca de los representantes de ese país de ciencia ficción. Se nos dice que es una trilogía de libros, que tengamos paciencia, que habrá dos películas más y que veremos el alcance la crítica. Tonterías. Todo quedará en algo fatuo, inofensivo y, para empezar, ya tenemos esta película, uno de los juguetes más reaccionarios de los últimos tiempos con el que se consigue entretener a quienes tienen que pagar, en un futuro, lo que les dejemos de esta sociedad del bienestar en ruinas. Ya que van a apechugar con ello, que aprendan a no rechistar.
Resulta muy preocupante la proliferación y éxito de estas películas tipo Crepúsculo porque supone la imposición de un modelo de cine juvenil que trata a los espectadores como idiotas, que intenta moldear a la juventud en la complacencia y el inmovilismo, y que crea, por lo tanto, un modelo de ciudadano pasivo y obediente. Esto es como los recortes en sanidad y en educación, como las reformas a peor del sistema educativo: parece algo inocuo, pero las consecuencias se verán a largo plazo. Porque el cine, como herramienta educativa que es, propone modelos de ciudadanía, al igual que la literatura infantil. Y no es lo mismo películas como La invención de Hugo o las novelas de Mark Twain que las estupideces como Los juegos del hambre que parten de la idea de que el adolescente no tiene que hacer evolucionar su cerebro, sino que lo mejor es que se quede como está.
Y aquí estamos, con un Gran Hermano que lleva ya trece ediciones, con programas de granjeros buscando esposas, supervivientes, madres que buscan también esposas para sus hijos, y demás payasadas que demuestran que la imaginación para la degradación humana no tiene límites. No basta ya con eso, sino que, además, se está consiguiendo que el cine y la literatura no actúen como un contrapeso a este modelo, sino como una extensión más. Y así llegamos a una situación como la actual, donde la lectura del índice bursátil ha acabado con la necesidad de leer el Quijote. Aunque fuera siquiera para que el político de turno se hiciera la foto de rigor.
Actualmente no hay comentarios para esta noticia.
Si quieres dejarnos un comentario rellena el siguiente formulario con tu nombre, tu dirección de correo electrónico y tu comentario.
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.