VALENCIA. España acaba de vivir una huelga general. Su convocatoria, espoleada a partir de la reforma laboral del gobierno, buscaba reivindicar los derechos de los ciudadanos en un contexto de cuestionamiento del sistema público, que afecta a sus auténticos pilares, la educación y la sanidad. Que en Cataluña lleven meses cerrando quirófanos, como si un quirófano fuese una tienda, o que en los centros escolares se esté recortando el material básico para la enseñanza son sólo algunas de las muchas aberraciones que no deberían caer en el olvido como noticias publicadas al lado de la guía de televisión en los periódicos.
Con todo, esta semana había una noticia de esas simpaticonas y, en apariencia, inofensivas, que suelen despertar admiración. Nos referimos a la aventura del cineasta James Cameron, que se sumergió en el océano para tocar su punto más profundo, situado a 11 kilómetros. Cameron culminaba, de este modo, una obsesión particular a la que lleva dedicando los últimos años de su vida mientras, en sus ratos libres, sigue produciendo taquillazos siderales como Avatar.
La proeza se anunció como si el realizador se hubiese convertido en protagonista de una de sus películas. Era, una vez más, una historia de superación personal, de lucha contra los elementos, del hombre hecho a sí mismo y que no conoce fronteras, que se enfrenta a los retos de la naturaleza. Sí, todo eso está muy bien, es muy poético y puede dar origen a una buena cinta de aventuras. Pero la verdad es que chirría un poco que un director de cine se ponga, de repente, al frente de una expedición científica. ¿O será que, en el fondo, no se trata de ciencia sino de espectáculo puro y duro?
Hay que decir que los cineastas que se dedican al cine de aventuras suelen tener un carácter novelesco. Lo mostraba Martin Scorsese en su película El aviador, donde retrataba la personalidad de Howard Hughes, el multimillonario magnate que estaba detrás de películas clásicas como Los ángeles del infierno. Sin olvidar a directores de carácter arrollador y fascinante como John Ford o Raoul Walsh. O John Huston, sobre el que trataba la película de Clint Eastwood 'Cazador blanco, corazón negro': en ella, Eastwood mostraba cómo este director utilizaba el cine y los rodajes como mera excusa para sus aventuras personales, como irse de safari a cazar un elefante, aprovechándose del dinero de los productores.
Cameron se sitúa en esta línea, y va más allá, al hacer que sus aventuras se expliquen como materia prima para sus películas, y sus películas sean una forma de financiación de estas peripecias. Hay un hecho que resulta incontestable: su conquista de las profundidades se produce en plena campaña promocional del estreno de la versión en 3D de Titanic. Nos encontramos, así pues, ante una estratagema comercial, lejos de ser un hito en la historia de la humanidad, tal y como se nos ha intentando vender en distintos medios de comunicación.
Para empezar, Cameron no es el primero en llegar al punto más profundo del océano, ya que este mismo viaje lo hicieron en los años 60 un oceanógrafo y un marino estadounidense que, encima, llegaron 20 metros más abajo. Poco importa que Cameron sea el primero en llegar solo o con un sherpa particular, se haya paseado más rato por la sima o haya hecho el pino puente. El caso es que ni siquiera la hazaña supone la quiebra de una barrera infranqueada.
En segundo lugar, su inmersión se ha realizado con financiación privada, contando incluso con patrocinadores como Rolex, que ha aprovechado para hacer una campaña publicitaria sobre la resistencia de sus relojes. Lejos de ser un proyecto para remover las conciencias ecológicas, todo se presenta como el caprichito del nuevo rico que no se cansa de publicitarse a sí mismo. En la Luna ya hay overbooking de millonarios caprichosos, con lo que la publicidad se garantiza con algo en apariencia inédito como es un viaje submarino.
James Cameron puede hacer con su dinero lo que quiera, construirse los submarinos que le dé la gana y explorar los mares, espacios o volcanes que le salga de las narices. Faltaría más. El problema no es ése sino la fascinación que estas historias tienen en los medios de comunicación de todo el mundo. No se trata de una noticia inocente, sino de un ejemplo de la atracción que provocan las hazañas individuales en los periódicos y más aún si éstas tienen componentes hollywoodienses y financiación privada.
¿Cuál es el modelo que inspira esta excesiva atención mediática del capricho particular de Cameron? Ante todo, una banalización de lo que suponen los avances científicos, las campañas de exploración, la sensibilización ecologista y los objetivos que estos viajes deberían tener. Aquí parece que uno, si tiene pasta y bemoles, puede conseguir lo que quiera. Que venga un nuevo mesías a lo Cameron y que se proponga curar el cáncer, que lo consigue en un momento.
Lo peligroso es que, si bien estas historias tienen un cierto predicamento en la cultura norteamericana (donde la iniciativa suele ser privada), no es tan normal que lleguen también a nuestro continente y tengamos que abrir la boca de fascinación, donde la apuesta europea por la sociedad del bienestar no se basa en mecenazgos privados y arranques de coraje individuales, sino en proyectos sociales que hagan progresar nuestras condiciones de vida.
Y resulta aún más curioso que esto venga de un director como James Cameron, que hizo en Titanic una magnífica reflexión sobre la imposibilidad de romper las barreras sociales que nos separan. En aquella película, el océano no era un fin, sino un medio extremo donde situar a unos personajes que luchaban por progresar en la sociedad, tanto la chica, empujada por su madre al matrimonio para ascender de clase, como el jovencísimo Leonardo DiCaprio, que muere en su intento de llegar a Estados Unidos en busca de la prosperidad. El océano engullía todas esas esperanzas de evolución individual y ponía a cada uno en su sitio: al pobre, muerto y enterrado, y a la chica con pretensiones, formando una familia de clase media al uso.
La reposición de la película servirá para constatar la vigencia de una película "como las de antes" cuando existen tantos agoreros que dicen que ya no se hace cine "como el de antes". Y servirá para revisar lo que, bajo la excusa argumental de una historia de amor, planteaba muchos temas interesantes al respecto de la división social a principios del siglo XX: ahí están las secuencias donde se ven los compartimentos separados del barco, hasta el punto de que a los pobres se les dejaba bajo llave y hacinados en el sótano. Para conmemorar los cien años del hundimiento del Titanic, se reflota la película en 3D, y podremos observar si estamos ahora más cerca, con el retroceso de los derechos laborales, de esas condiciones de vida que denunciaba James Cameron en su película de 1997.
Con todo el boato de la farragosa campaña publicitaria, con toda la desmesura de la última aventura de James Cameron, nos quedan dos reflexiones. La primera pasa por la conveniencia de revisar un clásico contemporáneo como Titanic. La segunda consiste en no sucumbir a esa fascinación ególatra del director y de un modelo que nuestros medios nos venden como el único posible: quien no consigue hazañas, es porque no quiere, porque el espíritu todo lo mueve. De modo que lo mejor sería, según este discurso, encomendarnos a espíritus emprendedores porque, con ellos, es como mejor nos iría a todos.
Y es precisamente lo contrario. La huelga general nos ha situado, de nuevo, en la historia real, en la que los avances no llegan por machadas de ciertos individuos, sino por movimientos sociales. Por mucho que muchos de nuestros medios de comunicación dediquen tanto espacio a glosar las proezas de Cameron como a denigrar los movimientos de protesta de los trabajadores.
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