VALENCIA. Hace unos años le preguntaron a Paz Vega cómo había llegado a ser actriz. Entre risas dijo que todo empezó cuando, en el instituto, la llevaron a ver una representación de La casa de Bernarda Alba. A partir de ahí empezó a presentarse a castings y, nada, a convertirse en una de las actrices españolas con más presencia internacional. Lo contaba de tal manera que uno llegaba en seguida a la conclusión de que el éxito no le surgió a base de una sólida formación cultural apoyada en el estudio de técnicas de actuación, dicción o baile, sino de peloteo, desparpajo y llamar a muchas puertas.
Y aquello dio sus frutos, consagrándose en El otro lado de la cama, una película musical en la que Paz Vega demostró que ni canta, ni baila, ni actúa bien. Como la película barrió en las taquillas, ¿para qué esforzarse más? Los ecos de esta película nos llegaban en los primeros compases de la ceremonia de los Goya de este domingo. La humorista Eva Hache arrancaba la gala con un número musical que pretendía imitar las coreografías de los Oscar, pero como no sabe cantar, ni bailar, ni apenas hablar, el referente inmediato no era Hugh Jackman cantando en el teatro Kodak de Los Ángeles, sino las actuaciones musicales del concurso "Un, dos, tres" de los años 80.
A partir de aquí, la ceremonia mostró un aspecto rancio que se explica por el discurso del presidente de la Academia, Enrique González Macho. Un discurso en el que volvió por la senda de lo que ha sido la tonadilla oficial de la industria del cine en España: si hay problemas, la culpa es de los espectadores, así que olvidémonos de innovaciones, internet y esas cosas. Volvía así a los discursos más gloriosos de los tiempos de Ángeles González-Sinde, la guionista que demostró que podía ser presidenta de la Academia sin saber escribir ni leer un discurso institucional.
González Macho reivindicaba recuperar la tradición de la incultura como requisito para presidir la Academia, tras el paréntesis del período de Álex de la Iglesia. Su discurso consistió en una retahíla de lo peor del lenguaje político actual, en decir un montón de frases huecas para concluir que las nuevas tecnologías no valen para nada ("internet no es una alternativa, ni tan siquiera un complemento") y que todos somos amigos y nos llevamos de lujo: "No sabemos si lo hemos conseguido, pero nuestra Academia es un colectivo integrador. Los cheques en blanco no existen y, además, es muy bueno que así sea. Es un ente respetable y respetado, fiel reflejo de lo que es nuestra profesión". Con los antecedentes de González-Sinde, éste llegará a ministro, fijo.
El discurso suponía una bofetada en toda regla a Álex de la Iglesia, su antecesor en el cargo. Bofetada doble porque se le acusa de haber dividido a la profesión al haber exigido, durante su gestión, una mínima autocrítica por la mala imagen que tiene el cine español y porque al frente de la Academia pidió que se pensaran nuevas formas de gestión. Pues no. El negocio, dice González Macho, está en las salas, como en el pasado. Ese anclaje en modelos de negocio anquilosados, ese discurso trufado de lugares comunes, y esa incompetencia a la hora de leer un escrito respetando los signos de puntuación, hace creer que González Macho se parece a Mariano Rajoy en algo más que en las gafas y la barba blanca.
Frente a esa seriedad anodina en una ceremonia que iba transcurriendo con un tono monocorde (sin grandes meteduras de pata pero sin grandes momentos tampoco), apareció de repente Santiago Segura para entregar el premio al actor revelación. Riéndose de todos (empezando por él mismo), llegó a descojonarse del sistema de votación, basado en las manías y rencillas personales de la gente del cine. Esa imagen de profesionalidad que pregonan presidentes como González Macho o la exministra (imagen que no se cree nadie) era desmentida por Segura, cuyas palabras indicaban lo inconfesable: la industria del cine es, como cualquier sector profesional, de gente que se lleva entre sí bien, regular, mal y a matar.
Éstas son, de hecho, las dos mentiras que creó la industria de Hollywood para exportar su star system y, con ello, sus películas y negocio. La primera mentira es que la gente del cine es gente interesante por el mero hecho de aparecer en la pantalla. Los actores no son intelectuales y, en el caso español, incluso a veces presumen de su poca formación, como el caso de Paz Vega. La segunda mentira es que todos se llevan muy bien, mentira que exhiben con sonrisas, apretones de manos y con el hecho de que nunca se habla mal de un compañero. Es una máxima del cine norteamericano que ha importado también el cine español: hay que aparentar que todos juntos forman una cuadrilla bien avenida. Por eso chirriaba tanto el problema que resolvió Álex de la Iglesia: el alejamiento de Pedro Almodóvar de los saraos de la Academia.
Son mentiras norteamericanas que se han asimilado muy bien aquí. Porque la ceremonia de los Goya ha ido buscando su camino acercándose a la luz de los Oscar, hasta el punto de que ha acabado cegándolo todo. Todo en el ritual de los Goya es un calco, incluso en esos aspectos imposibles de copiar, como el glamour hollywoodiense. Que los actores y actrices españoles se enfunden trajes para posar en la alfombra es el colmo de la ridiculez y de ese afán paleto en querer ser como los americanos. Nadie se plantea que el formato actual de la gala tal vez no sea el más adecuado para una industria que se presenta como una gran familia.
Porque habría que plantearse si el modelo norteamericano de puesta en escena en un teatro (y no en mesas, por ejemplo, como en los premios literarios o como eran los Oscar al principio) funciona en nuestro país y con nuestra industria, donde los discursos del presidente de turno apelando a los problemas estructurales del discurso contrastan con el boato de una gala kitsch. Habría que pensar también si es coherente basar una ceremonia en gags y números musicales que imitan al musical americano, en lugar de apostar por formatos más autóctonos. Por mucho que pasen los años, sigue chirriando cuando se envuelve con el celofán de Hollywood a Jorge Sanz o Verónica Forqué.
En cualquier caso, el triunfo de Enrique Urbizu y de su película No habrá paz para los malvados supone el reconocimiento para un cine valiente por parte de una industria que ha vendido su gala anual al modelo americano, pero aún no su identidad. La cinta acaparó los premios más importantes, dejando de lado la propuesta chorra de Almodóvar y demostrando que, por muchos premios que consiga fuera, los odios aquí siguen enconados y no es tan cierto eso de que todos se lleven de maravilla.
La confirmación de Urbizu sería aún mejor noticia si a partir de ahora se sigue su camino con un cine reivindicativo sin ser dogmático, social sin ser ingenuo y entretenido sin ser bobalicón. Si su película La caja 507 quedó como un ejemplo aislado de lo que debería ser el cine español, No habrá paz para los malvados debería dar un salto cualitativo para marcar la pauta. No todo es tan negativo en el cine español, y una gala en la que se ha reivindicado el papel de la educación pública, de la televisión pública de calidad y un mejor funcionamiento de la justicia, es una gala que no se pliega a los dictados de los nuevos tiempos retro de González Macho.
Y eso que él ya había avisado que no iba a ser una gala política. Que no se preocupe. Es sólo su primera gala en estos tiempos de nuevo amanecer. Tiene tiempo de sobra para enderezar a los díscolos y que toda la industria sea de encefalograma plano, con las mismas inquietudes que Paz Vega.
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