VALENCIA. Una de las cosas que más llaman la atención de los tiempos actuales es la docilidad de la gente. Hay quien dice que a eso se le llama consumismo. Otros lo llaman miedo. Y otros, tiranía de los mercados, o la efectividad que tiene el hecho de que el enemigo sea invisible, de tal manera que no existe un oponente ante el que responder a los continuados ataques que está experimentando nuestra sociedad del bienestar. El caso es que estamos todos inmersos en una situación de sumisión temerosa y dócil a la que no encontramos solución porque hemos acabado por creernos que no hay solución posible.
Uno ve, sin embargo, documentales de los años 30 y comprueba cómo la masa estaba totalmente politizada, que no significa que fuera borreguil sino todo lo contrario, que creía en el valor de la política, es decir, de la unión de todos en la gestión y toma de decisiones. Se celebraban elecciones y había masas y masas de gente en las calles en España, Francia, Inglaterra e incluso en Alemania antes de Hitler. La calle era un espacio no sólo de manifestación, sino también para el encuentro y la celebración política: ahora las únicas multitudes que se ven son las que celebran la victoria de algún equipo de fútbol.
¿Qué ha pasado en este período de tiempo? ¿Por qué hemos pasado de la concienciación política a la total apatía? Hay muchas respuestas para explicar este proceso y, sin duda, alguna de ellas aparecen explicadas, de modo más o menos implícito, en El Topo, una película de espías dirigida por Tomas Alfredson y basada en una novela de John le Carré, que también participa en el guión. La película se sitúa en los años 70 y narra los intentos de George Smiley, un agente del servicio de inteligencia británico, por descubrir a un presunto espía soviético en su organización.
El punto de partida nos introduce en las cloacas del sistema, es decir, en asuntos de alta política que se resuelven con bajas maniobras. Smiley no es un detective que, como el Sam Spade de Dashiell Hammett o el Philip Marlowe de Raymond Chandler, se mueva por la intuición y una aguda capacidad de observación, sino que se basa en su conocimiento de la política, en saberse de memoria el olor de la cloaca y en conocer al dedillo las motivaciones políticas de cada personaje, tanto en uno como en otro bando.
Aquí ya vemos algo con un cierto olor añejo, porque la película se sitúa ahí, en los años 70. Tiene esa estética que también reivindicaba Steven Spielberg en Munich (2005), la de volver a un género muy específico de esa década, donde los asuntos de la Guerra Fría estaban presentes en el cine de Hollywood y en la literatura best-seller. La película no trata de hacer una actualización de decorados y conflictos, sino que llama a la reflexión al retratar una época donde las películas y los libros mostraban cómo eran los mecanismos del poder.
Y triunfaban esos libros y películas. John le Carré lleva ya cincuenta años vendiendo millones de novelas de temas políticos. Sucede de igual modo con uno de sus discípulos más conocidos, John Grisham, también autor multimillonario que no esconde en sus tramas la perseverancia en denunciar los intereses ocultos del sistema norteamericano: a través de sus obras se describe el funcionamiento de los distintos lobbies, su connivencia con todos los poderes (el ejecutivo, pero también el legislativo y el judicial) y cómo éstos se dedican a apisonar los derechos de los ciudadanos al tiempo que se roba con descaro el dinero de sus impuestos para el lucro particular. Se suele catalogar esta literatura como de consumo rápido para denostar su vigencia y la valentía de sus denuncias.
Es así como en El Topo el interés se centra en hacer una denuncia pública de los entresijos del sistema, constatar que éste no se mueve por unos principios elevados de libertad y justicia, sino por una exhibición de poder y de supremacía política. Es curioso que, por ejemplo, dé la impresión de que los espías de la película sepan en qué bando tienen que estar, pero que no sepan muy bien en qué bando está cada uno en todo momento y, sobre todo, que al espectador no se le diga ni un solo valor de lo que se defiende en uno u otro lado de la trinchera.
En la película nunca se plantea que el asunto sea una cuestión entre democracia y dictadura, entre capitalismo y comunismo porque, en el fondo, todos los personajes saben que no hay nada de eso. Vamos, que el espectador no está viendo una película al estilo de Independence Day, con los protagonistas dándose golpes en el pecho y gritando a todas horas la fidelidad a la patria.
En este interés por mostrar que los personajes van y vienen, que están en un bando y en otro, que todos los servicios de espías son de todo menos secretos, es donde se juega a la confusión intencionada de la trama. Es imposible seguir la narración porque se juega mucho a lo implícito, de manera que se involucra al espectador como si fuera un personaje más. Nadie se detiene a explicar las cosas de manera lineal porque nunca se funciona así en la vida real. Simplemente, las situaciones se van sucediendo y lo importante no es que el espectador entienda todos los detalles de lo que está sucediendo, sino que entienda desde el principio que todo está podrido.
Este hecho, el primar la denuncia sobre el detalle de la trama, quedó muy bien explicado en la película El sueño eterno (Howard Hawks, 1946). Cuenta la leyenda que los guionistas, al no saber quién había matado en la novela original al personaje del chófer, le escribieron al novelista, Raymond Chandler, preguntándole por este asunto. Chandler respondió en un telegrama: "Pues yo tampoco lo sé". Lo que implicaba que, además, tampoco le importaba. Porque lo que él quería era hacer un retrato social, no una historia de acertijos a lo Agatha Christie. Así, uno lee y ve El sueño eterno y llega un momento en el que se pierde en el laberinto de la trama.
Es este laberinto el que se reproduce en El Topo porque es imposible entender, ni siquiera para los mismos personajes, todos los pormenores de la trama en la que se desarrollan sus trabajos y sus vidas. Todo es una cuestión política, no sólo el trabajo de espía, sino también las relaciones amorosas, y por eso un colega de Smiley se lía con su mujer: no por un arrebato de pasión, sino para anular al protagonista de la película y que no avance más en sus pesquisas. Un asunto totalmente de Estado.
Lo único que queda claro es que, en un mundo de dudas y cambios constantes, sólo las certezas son débiles. Así, en un momento de la película, un espía comenta respecto a un oponente: "Se le puede vencer porque es un fanático, y los fanáticos ocultan siempre una duda secreta". El fanatismo equivale aquí a ideales, y en la sociedad que retrata El Topo, tener ideales inamovibles garantiza la muerte porque sobreviven quienes saben adaptarse.
El Topo queda como un alegato político que fija su mirada en el cine que se hacía en los años 70 y queda también como un ejemplo aislado de un cine valiente y comprometido, en una cartelera como la actual, donde predominan las películas tontorronas con comedias estúpidas sobre cómo mola emborracharse en las fiestas universitarias o sobre superhéroes íntegros que portan siempre los valores estadounidenses. Y el actor protagonista no podía ser otro que Gary Oldman, uno de los actores más versátiles de las últimas décadas, capaz de interpretar a personajes dispares y siempre extremos como Drácula, Sid Vicious, Joe Orton o Lee Harvey Oswald. Un actor que destaca también por ser un caso único en una película diferente.
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