VALENCIA. El diario Le Figaro realiza cada año un concurso para decidir qué macarons de los que se ofertan en París es el mejor. No es el único concurso de los que se celebran en Francia. A ellos no se presenta -que yo sepa- el pastelero villenense Paco Torreblanca. En unos casos porque no puede y en otros porque no quiere. Pero tengo la seguridad de que si lo hiciera o lo pudiera hacer, ganaría la mayoría de ellos (con permiso del chauvinismo imperante en el Hexágono).
Surgidos, según parece, en los monasterios venecianos durante la Edad Media y compuestos sólo de almendra, azúcar y clara de huevo, los macarons iniciaron su difusión a partir de la boda de Catalina de Médicis con el futuro rey de Francia, el Duque de Orleans. Su forma actual de dos galletas unidas, sin embargo, es muy posterior ya que tuvo que esperar hasta el siglo XIX cuando surge, para muchos, la gastronomía contemporánea.
Sea como sea, el hecho es que este exquisito producto, a medio camino entre la pasta de café y el pastel, alcanza en el obrador de Torreblanca una calidad inigualable: ni demasiado seco ni demasiado blando, ni poco dulce ni empalagoso. Una maravilla que se debe probar aunque, como en todo, una vez hecho el ensayo se pueda llegar a la conclusión de que se prefiere otro producto de entre los que ofrece la repostería.
Como por ejemplo, el panettone, que alcanza en sus manos una calidad muy difícil no ya de superar sino tan siquiera de igualar. De hecho más de uno lo intenta en la carta de postres de sus restaurantes con un resultado que se queda a años luz del de Torreblanca. Jamás he entendido cómo se consigue su sabor típico que sólo se parece a sí mismo, a pesar de que en las páginas italianas de internet hay explicaciones para dar y tomar. Pero este Pan de Toni, el mozo de cocina de la corte de Ludovico Il Moro, que según la leyenda lo inventó, es, si es de calidad, algo también único: esponjoso, sabroso y nada empalagoso. En suma, otra maravilla.
Si a estos dos productos estrellas, para mí, se suma el resto de las maravillas de esta tienda de la calle Conde Salvatierra, uno no puede sino aplaudir la iniciativa de instalarse en Valencia tras los poco afortunados pasos anteriores en unos grandes almacenes y en la tienda del que fuera un profesional cocinero hasta que se cansó de ofrecer calidad a buen precio. Porque si pasteles y tartas son excelentes, las trufas o el croissant son excelsos. Inigualables me atrevo a afirmar.
Lástima que todo ello vaya acompañado de un servicio impresentable impropio de la calidad de lo que se vende. No puede ser mala suerte que en todas las ocasiones en que he visitado la pastelería haya tenido que esperar a que las dependientas acabaran o la conversación entre ellas o que finalizara uno de ellas la llamada del teléfono (sobre temas personales de los que fuimos informados todos los presentes).
Eso cuando no tuvimos que esperar varios minutos a que finalizara la explicación a ambas de los errores cometidos en el tiquetado ( i existe el palabro) a lo largo de lo que se llevaba de mañana por parte de la que parecía la encargada. Una dinámica ejecutiva que como tenía prisa le importó un comino que fueran cinco los pacientes esperantes. Eso, al margen de que el buenos días es sustituido de forma mecánica por el ofrecimiento del pastel en oferta al precio de dos euros. Como no pudo reprimirse la estadounidense que me acompañaba, "How cheap!!".
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El blog de Joe L. Montana
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