VALENCIA. A finales del siglo XIX, la consolidación de la Revolución Industrial y los avances científicos produjeron un montón de cambios profundos no sólo en la política y la sociedad, sino también en la cultura. La invención del cine, en 1895, es una de las pruebas más claras de estos cambios: de repente, la cultura pasó a tener un clarísimo componente tecnológico en una nueva sociedad de masas. Era una época también de incertidumbre ante el cambio de siglo e incluso de esperanzas en las posibilidades renovadoras que se podían producir. Todo este ambiente explica no sólo el nacimiento del cine, sino también la eclosión de un género narrativo como la ciencia ficción.
Normalmente, la ciencia ficción se asocia con relatos fantásticos, llenos de viajes imposibles y destinados sólo a frikis que forman una subcultura inaccesible. En definitiva, se piensa en un género totalmente desligado de la realidad, ya que se centraría en batallitas sólo imaginadas por mentes que se sitúan en mundos que no es el nuestro. En el fondo, se trata de un prejuicio que se ha ido construyendo para evitar la carga política de la ciencia ficción moderna.
Así, el mismo año que se presentaba el cine, H.G. Wells, un intelectual explícitamente comprometido con el socialismo, publicaba La máquina del tiempo, una de la novelas responsables de modernizar la ciencia ficción y presentarla tal y como la conocemos hoy. En ella, las peripecias del científico que viaja al futuro eran una excusa para reflexionar sobre la lucha de clases y las pulsiones autodestructivas de la especie humana. La novela era una advertencia a la sociedad de su tiempo, como lo serían otras novelas que publicaría después, como La guerra de los mundos, El hombre invisible o La isla del Doctor Moreau.
El cine adaptó desde el principio el género, con las películas de Georges Méliès, y entendió también que era un instrumento ideal para la alegoría política. Es así como el período de la persecución comunista en Hollywood en los años 40 y 50 tuvo un montón de películas que explicaban la situación del momento, a favor o en contra de la purga de izquierdistas. La metáfora era evidente: se sustituía a comunistas por extraterrestres y punto. Así pasó con La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), con interpretaciones, eso sí, para todos los gustos, ya que unos veían la película como una glorificación de la caza de brujas y otros, como una denuncia del clima de histeria.
Que la ciencia ficción no es un género que se pueda concebir alejado de la reflexión política es una obviedad. Se ve en dos extremos: por un lado, en la obra de Philip K. Dick, un autor que hace constantes reflexiones interesantísimas sobre hacia dónde se dirige nuestra civilización. En el lado opuesto está L. Ron Hubbard, que utilizó su obra como escritor de ciencia ficción para crear la secta de la cienciología, consistente en dar cabida a los frikis que tienen mucha pasta. Afortunadamente, el credo friki suele conjugar la pobreza intelectual y cognitiva con la carencia de recursos económicos.
Todo esto viene a cuento de las películas de uno de los directores más interesantes de la ciencia ficción de los últimos años, Andrew Niccol, que acaba de estrenar In Time, un título que, en la distribución en España, se deja en inglés porque mira tú, así queda más molón y más futurista, como Orange Market o decir "me voy al gym porque tengo cita con mi personal trainer". Es lo habitual de poner los títulos de películas en España, que tienes dos opciones: 1) la guay megafashion, dejar el título en inglés; 2) la castiza, que es pasar del título en inglés y añadirle al final la coletilla "como puedas".
Pero, aunque quede muy guayón, In Time no trata de gente fashion que exhibe sus gadgets en persecuciones totales (en plan James Bond), sino una alegoría política que habla, y mucho, de lucha de clases. La historia se sitúa en un futuro en el que la divisa es el tiempo de vida que le queda a cada ser humano. La gente trabaja para ganar tiempo y poder pagar lo que le ofrece la sociedad capitalista. Que te quieres tomar una coca cola, pues la pagas dando un par de minutos de tu tiempo. Que quieres usar el peaje de la autopista, pues pagas un mes de tiempo. Todo así. El hecho de que la sociedad que se nos presenta esté totalmente destrozada y sin apenas poderes públicos para aliviar la pobreza extrema hace pensar que es una historia del futuro, de una sociedad por la que ya ha pasado Urdangarín, consumiendo el tiempo de todas las instituciones y llevándolas a la ruina.
El caso es que la sociedad de In Time está totalmente estratificada por zonas geográficas. En las zonas más periféricas viven las capas bajas de la población, los que viven al día, cobrando lo justo (unas pocas horas como sueldo) para poder vivir un día más. En el centro de la ciudad, viven los señoritos, los empresarios y Cayetano de Alba: todos tienen cientos y miles de años de tiempo gracias a su sufrido esfuerzo. Es decir, son inmortales, porque en esta sociedad no te mueres mientras no se te agote el tiempo.
A partir de este retrato, se construye la típica historia del tipo que consigue salir del gueto para dinamitar un orden social tan injusto. Pero al margen de que la trama sea más o menos previsible, al margen de que la chica que acompaña al protagonista se pase la película corriendo por calles y campos con tacones de 40 cm., al margen de hacernos creer que sólo una persona puede acabar con todo ese statu quo, la reflexión política que realiza la película es desoladora. El espectador llega a sentir la angustia de los personajes que viven siempre al límite y, en un momento de crisis como el actual, la analogía que se establece con la descomposición social de los distintos barrios que aparecen retratados es bastante pertinente.
Aquí Andrew Niccol se muestra como un peligroso izquierdista, y ya son varias las ocasiones en que no esconde sus ideas. En su primera película, Gattaca (1997), analizaba una sociedad fascista basada en un darwinismo genético llevado hasta sus últimas consecuencias. La sociedad de su siguiente película, Simone (2002) también tenía ribetes fascistas, pues en ella los medios de comunicación mantenían la mentira del sistema. Y ya su tercera película trataba sobre el contrabando de armas, y sobre cómo los gobiernos occidentales vivían de ello y los contrabandistas, al ser parte imprescindible del sistema, siempre quedaban impunes: El señor de la guerra (2005). Vamos: una sociedad fascista. Por si no era suficiente, Niccol también escribió los guiones de El show de Truman (1998) y La terminal (2004), donde se habla de cositas como los derechos individuales de las personas frente a las sociedades que los restringen.
Estamos de nuevo, pues, ante un socialista, ante un nuevo H.G. Wells, que demuestra que la ciencia ficción es cosa seria. Que uno va al cine todo tranquilo, a pasar un buen rato, y se encuentra con que le están diciendo que ojito, que nuestra sociedad se va al garete y que, en el fondo, los gobiernos intentan que seamos unos auténticos pringados con problemas no ya para llegar a final de mes, sino para llegar al final del día. Y lo peor de todo es que, por muy futurista que parezca, lo percibimos como algo cercano y para nada impensable en estos tiempos actuales.
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