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CRÍTICA DE CINE

La conspiración
Lincoln y Guantánamo

10/12/2011 MANUEL DE LA FUENTE

VALENCIA. En la pasada edición del festival de cine de Venecia, Al Pacino presentaba su última película como director, Wilde Salomé. Entre borracheras, fiestas y peloteo a las estrellas que van a estos actos, los críticos que vieron la cinta tuvieron a bien decirnos en los medios de comunicación que la película profundizaba en una reflexión interesantísima que hacía Pacino en su anterior obra, Looking for Richard: una reivindicación de la figura del actor como autor en nuestra tradición teatral (y también cinematográfica) en la medida es que es un transmisor de las obras de generación en generación.

El debate resulta interesante, pero a los críticos de nuestra excelsa prensa ya no entraron en este tema. Decidieron volver a lo suyo, a sus borracheras, a sus chats en los periódicos globales en español y a sus artículos para presumir de cuánto cine ven, cuánto leen, cuánto beben, cuánto comen y cuánto sexo practican. Y es una pena, porque al final parece que lo importante es hacerle una foto a Al Pacino subido a una góndola o pisando una alfombra roja, en lugar de escuchar lo que tiene que decir en la película que presenta.

Lo interesante del debate radica en que, en el mundo del cine, en el discurso cultureta y gafapasta, eso que dice Al Pacino suena a aberración total. Porque el canon ha dictaminado que el autor de una película es el director y no el actor, que sería una mera marioneta en manos del director. A esta visión han contribuido egos como el de Alfred Hitchcock, encantado siempre de conocerse a sí mismo, que decía aquello de "los actores son como ganado". Y bueno, la verdad es que este axioma no siempre es cierto, porque depende del caso, y bastaría pensar en las películas de los hermanos Marx (que siempre fueron actores y nunca directores) para demostrar que no siempre las películas son obra de los directores que las firman.

Esta idea del director-autor ha llevado siempre a otra idea, que es destacar esos casos en los que los actores se ponen tras la cámara a dirigir. Es lo que ha hecho Al Pacino (director de tres cintas) y una lista larguísima de actores, desde Charles Laughton hasta Antonio Banderas. Siempre se destaca que el caso es curioso por tratarse de un trasvase un tanto inesperado, como si el ganado de repente se convirtiera en autor, sin valorar que la narración cinematográfica la crearon a quienes hoy consideramos directores pero que fueron, en realidad, actores que en un momento dado también se convirtieron en realizadores. Charles Chaplin, D.W. Griffith, Erich von Stroheim o Ernst Lubitsch son algunos de ellos.

También se olvida que, en muchos casos, nos enfrentamos a directores con carreras eclipsadas por su labor como actores. La reivindicación de Clint Eastwood como director, por ejemplo, es relativamente reciente, pese a llevar en la dirección desde 1971. Lo mismo pasa con actores como Paul Newman o Robert Redford. Este último acaba de estrenar una película, La conspiración (The Conspirator), pero no como un hecho aislado, ya que su obra abarca más de treinta años de trayectoria (su primera película como realizador es de 1980).

En estos treinta años, Redford ha tenido tiempo para pensar en su obra, yendo cada vez más allá en su crítica de la corrupción asumida por la sociedad norteamericana, auspiciada por los medios de comunicación y asumida por los ciudadanos como si fueran idiotas. Es una línea que recorre una parte importante de su filmografía (como en Quiz Show o en Leones por corderos) y que prosigue en la película que acaba de estrenar.

La Conspiración narra la historia del juicio a los que planificaron el asesinato del presidente Abraham Lincoln en 1865. Se centra en el caso de Mary Surratt, la propietaria de la pensión en la que se reunían los conspiradores, que fue declarada culpable y ahorcada en una especie de consejo de guerra caracterizado por la falta de pruebas contra ella y por el interés en liquidarla rapidito para echar tierra al asunto. Todo ello, por supuesto, en aras del patriotismo y por el bien de la gran nación estadounidense.

La película se presenta como una "película de juicios", y, en la tradición de este subgénero, el juicio se usa como representación para la denuncia social, donde el caso particular juzgado se convierte en una interpelación al espectador. Es lo que hacía uno de los mayores expertos en este tipo de películas, Stanley Kramer, que expresaba su punto de vista liberal para reclamar que no se repitieran casos como el nazismo (en Vencedores o vencidos, 1961) o para criticar la estupidez de la sociedad de su país a la hora de defender posturas como el creacionismo bíblico como ciencia (en Herencia del viento, 1960).

Redford sigue la escuela de Kramer ya que relata un juicio del pasado con evidentes lecturas políticas para el presente. Resulta obvio que Redford está denunciando esta moda que lleva instalada en EE.UU. desde los años de Ronald Reagan: los intentos de aniquilación de los derechos civiles en beneficio de valores como la seguridad o el patriotismo. El juicio sin garantías a Mary Surratt es invocado con los mismos argumentos con los que los gobiernos de Bush (y también el de Obama, por mucho que lo haga con la boca pequeña) defendía Guantánamo y las torturas: la nación está amenazada, con lo que toda acción justifica el sagrado principio de la seguridad.

Es por esto que Redford subraya que es el mismísimo presidente Andrew Johnson (el sucesor de Lincoln) quien envía a la horca a Surratt, pasándose por el arco del triunfo la sentencia de cadena perpetua del tribunal. "En tiempos de guerra, enmudecen las leyes", le espeta un alto cargo del gobierno al abogado defensor. "Pues no debería ser así", responde el abogado, Frederick Aiken. A continuación, y a modo de conclusión, un subtítulo nos informa de que Aiken dejó la abogacía y llegó a ser el primer editor jefe del Washington Post. El mensaje está claro: la mejor prensa liberal, la que fiscaliza los desmanes del poder político, nacen de la oposición a estos tejemanejes, por la negativa a pasar por el aro. Al final es la prensa la que tiene que velar por el mantenimiento de los principios democráticos, un mensaje que era también uno de los ejes de Leones por corderos.

También resulta destacable el hecho de que Redford no haya sucumbido a esa fascinación por la figura de Lincoln, una tentación en la que cayeron realizadores como Griffith o John Ford. En la película de Redford, la reivindicación de la democracia no llega por exaltar la figura del presidente y, de hecho, quienes hacen eso, apelando a la memoria del mandatario asesinado, son quienes adecuan las leyes a su conveniencia y quienes aluden constantemente a la supuesta situación de emergencia nacional. Dime de qué presumes, y te diré de qué careces, viene a decir Redford. O lo que es lo mismo: quienes más se llenan la boca con la palabra "democracia" son quienes más la vulneran por intereses espurios.

No hay, por lo tanto, en La Conspiración declaraciones grandilocuentes y patrioteras, sino una denuncia de cómo los políticos manipulan a la opinión pública, creando estados de excepción imaginarios para justificar todo tipo de barbaridades. Un mensaje en el que incide la obra de Robert Redford, actor, director, pero, por encima de todo, un agente político que entiende que el cine tiene que servir para algo más que para comer palomitas. Algo que opinan actores/directores como él, como Al Pacino, aunque muchas veces su presencia deslumbre, eclipsando un discurso que no siempre se escucha con atención.

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