VALENCIA. El reciente fallecimiento de Steve Jobs ha mantenido ocupados durante semanas a los principales medios de comunicación de todo el mundo compitiendo por ver quién realizaba la hagiografía más desmesurada del personaje. De entre los numerosos milagros, destacaba su participación como fundador de Pixar, la empresa que acabaría siendo una referencia en el cine de animación por ordenador. Más allá de la dificultad para desbrozar lo que hay de cierto en la auténtica responsabilidad del magnate de Apple en todo el proceso, lo cierto es que el estreno de Toy Story en 1995 supuso una auténtica renovación en el cine infantil.
La renovación implicó la superación de una serie de equívocos intencionados y prolongados en el tiempo por la factoría Disney. El primero de ellos es la asimilación de los dibujos animados con consumo infantil. El segundo es una consecuencia de esta idea, la confusión de universo infantil con ingenuidad, lo que lleva a una conclusión básica por parte de la industria: si creemos que los niños son estúpidos, hagamos que el cine infantil sea estúpido.
El problema es que esta línea llegó a tal degeneración en los años 80, que la reacción en los años 90 pasó por recuperar el carácter transgresor de la buena literatura infantil. Esto se manifestó en la televisión, con el éxito arrollador de Los Simpson, personajes convertidos en icono cultural a partir de su crítica constante a la sociedad norteamericana e iniciadores de un modelo que ha ido aún más allá en series como South Park o Padre de familia. Pero también se ha instalado en el cine con el modelo de Pixar, consistente en burlarse de esa idea de que el público es idiota perdido.
Toy Story jugaba precisamente a eso, a subvertir el mensaje de las películas de Disney: los juguetes de la película eran adultos, que formaban una comunidad al servicio del proceso de maduración personal del niño que los poseía. De la misma manera, las películas que surgen a partir de ese modelo, como son las de la factoría Dreamworks, se dedican a cuestionar la infantilización de los cuentos tradicionales. Especialmente se ve en la saga de Shrek: la primera película empezaba con el ogro limpiándose el culo con una página de un cuento en la que se leía el típico final de "fueron felices y comieron perdices".
Ésta sería la clave de las películas de Pixar y Dreamworks: un humor basado en recuperar la tradición de la narrativa infantil y juvenil, la de Lewis Carroll y Mark Twain, la de la subversión de lo que percibimos como orden establecido. En el caso de Dreamworks, se añade la influencia de Steven Spielberg, responsable de los últimos éxitos de las películas de aventuras para todos los públicos (las películas de Indiana Jones) y realizador de una de las cintas más transgresoras del mundo de la infancia, en la que presentaba una constante oposición con el mundo de los adultos, señalado éste como una amenaza incluso mortal: nos referimos a E.T. el extraterrestre (1982).
Así sucede en el último estreno de Dreamworks, El gato con botas (Puss in Boots, Chris Miller, 2011)), concebido como un spin-off de la saga de Shrek donde también se parte de la parodia de populares personajes infantiles para crear un ambiente de pitorreo continuo. Aquí, el protagonista tiene como comparsa de sus aventuras a Humpty Dumpty, y ambos comparten el objetivo de encontrar las habichuelas mágicas que den acceso a un mundo mágico con huevos de oro.
A partir de esta anécdota, se suceden las gamberradas por la caracterización de los personajes. El gato es un descarado aventurero, mujeriego y bebedor (de leche, por supuesto, que es un gato). Se mueve no tanto por la codicia como por un añejo sentido del honor que le hace enfrentarse continuamente a conflictos morales sobre el camino que tiene que seguir en el transcurso de su aventura. Todo ello motivado por una educación basada en el respeto y el cariño que le inculcaron en el orfanato de un pueblo de México.
Las características del gato remiten, evidentemente, al personaje del Zorro, encarnado por Antonio Banderas. Y aquí nos encontramos con otra de las claves importantes que explican el éxito del cine de animación reciente: el casting de los actores, que va más allá de la mera elección de voces. Por ejemplo, el personaje del burro de Shrek no se entiende sin tener en cuenta a Eddie Murphy, el actor que no sólo le da la voz sino que también aparece representado en la fisonomía del dibujo: los rasgos del burro (la sonrisa, los dientes) están basados por completo en los rasgos de Murphy, de modo que el actor que presta la voz al dibujo no se limita a ser un mero aditivo publicitario para la película. O el ejemplo también evidente de Up, con personajes construidos a partir de actores como Spencer Tracy o Kirk Douglas.
Es así como es imposible entender El gato con botas sin la actuación de Banderas y sin su estereotipo en Hollywood como el Zorro, personaje que le ha definido tanto en las películas que encarnó como tal, como en aquellas en las que ha reproducido ese personaje aventurero y misterioso (como en Desperado o en Spy Kids). Todos los rasgos con los que está construido el personaje del gato están puestos al servicio de la actuación de Banderas en la película, de manera que el mayor atractivo de la cinta radica en asistir al recital del actor malagueño, que se muestra totalmente desinhibido y socarrón.
La estructura narrativa está también puesta al servicio de su actuación, de tal manera que toda la aventura carecería de interés de no ser por el contrapunto humorístico que ofrece en todo momento el personaje del gato. Un contrapunto en el que no falta, incluso, una evidente carga sexual, tanto en los flirteos con la gata como en la circunstancia, expuesta en diversas ocasiones y de manera explícita, de que el gato es un rompecorazones, un donjuán, un vividor.
Así, con este sentido del humor, es como se va aliviando la tensión de una historia que sigue un ritmo in crescendo, donde las persecuciones y la velocidad a la que suceden los acontecimientos suponen una repetición de la estructura de estas películas: también Toy Story, Los increíbles, Wall-E o Shrek usan esa misma estructura, donde las peripecias se van desarrollando cada vez con mayor rapidez hasta llegar a un punto climático final donde se resuelven todos los problemas planteados en la historia.
Visto lo visto, se podrían hacer dos precisiones. La primera afecta al doblaje. La suerte de que Antonio Banderas doble al gato en la versión española también desvela la nefasta elección de actores de doblaje para las películas de animación por ordenador. Mientras en Estados Unidos se eligen a actores con una evidente vis cómica como Tom Hanks, Owen Wilson o Eddie Murphy, en España se opta por Cruz y Raya (Shrek), Fernando Tejero (El espantatiburones) o Santiago Segura (Monstruos S.A.). Decir que esta elección destroza las películas en su versión original es quedarse corto.
La segunda precisión pasa por reivindicar un cine que, aun siendo realizado en el seno de una industria tan potente como Hollywood, apuesta por la socarronería en sus propuestas, por la precisión en la construcción de los guiones y por la poca complacencia que se muestra en las historias. En El gato con botas, por ejemplo, no todo es felicidad, y, de hecho, uno de los personajes acaba muriendo. Es lo que sucede cuando se tiene en una cierta estima al espectador al que se dirige la película, aunque éste no mida mucho más de un metro de altura.
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