VALENCIA. Cuando vamos al cine, a la hora de elegir una película, siempre nos guiamos por una serie de criterios afectivos e intelectuales. La elección es una mezcla entre el raciocinio y la emoción: nos llama la atención la historia de la película, nos despierta curiosidad el tema que trata o bien simplemente nos gustan los actores que la interpretan. Nos dejamos llevar por la simpatía que sentimos hacia algunas de las estrellas que aparecen, que en eso consiste la publicidad de una película.
Esto sucede también con los directores. Desde que en los años 50 se reivindicara que el director es el auténtico responsable de la película, la diferencia entre distintos consumidores de cine es que unos se fijan en los actores, y otros, en los directores. Y aquí también funciona la publicidad, ya que hay una serie de directores que utilizan la autopromoción de su trabajo para atraer público a las salas. El caso más claro es el de Alfred Hitchcock, que no dudaba a la hora de aparecer él mismo, como si de un galán de Hollywood se tratara, en los elementos publicitarios (carteles, pósters, anuncios) de sus obras.
Esta estrategia corresponde a un tipo de directores que tienen la intención de convertirse ellos mismos en los reclamos, por encima de los actores. El público acude a ver una película de Quentin Tarantino porque la ha dirigido él y no porque la interprete Brad Pitt, por ejemplo. Lo mismo sucede con el cine de Woody Allen o Francis Ford Coppola. Y sucede en el caso de Roman Polanski, con una estrategia a la hora de promocionar sus películas que resulta tan eficaz que hoy es uno de los directores más conocidos por el público en general.
Independientemente de su turbulenta vida (el asesinato de su esposa Sharon Tate por la secta de Charles Manson en 1969) o de los escándalos sexuales en los que se ha visto envuelto (como la denuncia en los años 70 por violación), su obra ha despertado interés por un tratamiento de la violencia en la que lo truculento siempre está presente, con la intención de incomodar al espectador, hacerle reaccionar, que responda ante lo que ve.
La violencia como reacción se mostraba de una manera muy clara en El pianista (2001), una de sus películas más célebres al ser una de las cintas donde con mayor crudeza se ha reconstruido el nazismo y el Holocausto. Algunas secuencias (como el momento en el que los nazis arrojan a un inválido por el balcón en un plano frontal al espectador) buscaban esa reacción de incomodidad, asco y enfado, y reflexionaban sobre el poder del cine: no se trata de edulcorar la realidad para que nos vayamos a casa tan contentos, sino de mostrar los hechos con toda su crudeza para que seamos conscientes del mundo en el que vivimos.
Es llamativo que, con este discurso, Polanski se haya hecho tan famoso, y que esa fama no haya decaído a lo largo de los años, como le ha ocurrido a otros directores explícitamente políticos como Costa-Gavras. Ello se debe a una habilidad consistente en analizar el momento actual a través de historias que no huelen a añejo, que no pontifican con su ideario político. Así, en su anterior película, El escritor (2010), la denuncia de un entramado político mundial caracterizado por la corrupción y el asesinato se insertaba en un thriller muy entretenido. O como en La muerte y la doncella (1994), donde la historia del secuestro servía como vehículo para lanzar una reflexión sobre la tortura, los regímenes dictatoriales y los valores de la construcción de la democracia.
Lo mismo sucede con su última película, basada también, como La muerte y la doncella, en una obra de teatro que sigue las unidades aristotélicas (de acción, espacio y tiempo). En Un dios salvaje (Carnage), Polanski vuelve a reunir a un grupo reducido de personajes (dos parejas) en un espacio cotidiano, la casa de una de ellas. Y a partir de un hecho anodino (una riña entre los hijos de las parejas), se desencadenan las reacciones y conversaciones entre los personajes, dando lugar a una serie de conflictos de carácter sexual y político. Sexual porque, en un momento dado, vemos cómo se forman dos bandos: los hombres contra las mujeres. Y político porque el enfrentamiento se produce por dos visiones de mundo opuestas: una que corresponde a una tendencia liberal y de confianza en la bondad del individuo y en su capacidad de reinserción (encarnada por el personaje de Jodie Foster) y otra que tiene un enfoque más autoritario y pesimista (la severidad en la educación que propugna el personaje de Christoph Waltz a la que alude el título de la película).
Sin embargo, lo que le preocupa a Polanski en esta ocasión es la estupidez humana que surge de la banalidad de nuestras vidas, de una cotidianeidad que nos lleva a magnificar situaciones absurdas, sea una riña infantil o la decisión de tirar a la calle un hámster porque el padre no soporta tener bichos en casa. Todos nuestros comportamientos se reducen a situaciones anodinas, donde incluso las discusiones importantes (como la afectación de un medicamento para la salud pública) se dirime en conversaciones telefónicas mientras se está de visita resolviendo un asunto doméstico. Que es lo que lleva a cabo Alan Cowan (Christoph Waltz) para quien lo más importante no es si el medicamento es nocivo o no, sino cómo elaborar una nota de prensa que amortigüe el impacto de una noticia negativa para la empresa farmacéutica.
No obstante, se echa de menos en esta película la habitual radicalidad de Polanski, esa violencia que incomoda. El tema de la estupidez no deriva en hechos graves sino en la mera constatación de que el ser humano es estúpido por naturaleza. Evidentemente, el punto de partida tiene menos fuerza que el de las películas citadas o la deriva trágica y descenso a los infiernos de Lunas de hiel (1992) o La novena puerta (1999). Lo absurdo de las situaciones va en detrimento de la verosimilitud de una película que trata de reflejar el comportamiento de una familia media en la actualidad.
Un dios salvaje busca la complicidad del espectador construyendo situaciones cotidianas para presentar una sociedad de celofán en la que no todo es tan bonito como parece. En la película, las dos parejas atraviesan por una crisis permanente en la relación, pese a la apariencia de perfección. Y mientras los adultos juegan a comportarse según las reglas sociales establecidas, los niños siguen jugando en la calle incluso después del accidente inicial que da pie a la historia, relacionándose entre sí de una manera mucho más espontánea y natural que las relaciones de sus padres.
Muchos temieron que Polanski no volviera a dirigir películas después de sus problemas judiciales del año pasado, del mismo modo que muchos temieron por la carrera cinematográfica de Woody Allen cuando, en los años 90, fue acusado por Mia Farrow de haber abusado sexualmente de la hija adoptiva de ambos. Que sigan realizando películas después de esos episodios demuestra su interés en utilizar el cine como explicación de su mundo. Y explica también su supervivencia, su superación de la adversidad gracias al éxito que han obtenido, a lo largo de los años, en saber presentarse como directores imprescindibles de quienes siempre queremos todos tener noticias.
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