VALENCIA. A la hora de elegir una película para ir al cine, siempre nos enfrentamos a nuestro sistema de tópicos y prejuicios. Uno de los más poderosos es el que afecta a la consideración que tenemos en general contra el cine francés. Mucho hablar mal del cine español, pero si pensamos en el cine francés nos viene a la cabeza el aburrimiento, la monotonía y tardes de filmoteca mezclada con ronquidos.
En realidad, esta conexión que se activa inmediatamente en la cabeza del espectador viene de los años 50 y 60, cuando empezó a desarrollarse el oficio de crítico de cine y surgió también la idea de que el director de cine era, sobre todo, un artista. De repente, los críticos europeos empezaron a reivindicar a Buster Keaton, John Ford y Alfred Hitchcock, destacando que en sus películas había marcas de autor. La reivindicación era necesaria, pero comportó de inmediato una separación absurda entre cine de autor y cine comercial, de tal manera que el fracaso comercial sería casi una condición sine qua non para reivindicar la calidad de las películas. Si un director tenía muchos éxitos, era sospechoso de cara a los críticos sesudos. El momento fue determinante para configurar nuestros prejuicios actuales: habían nacido los gafapastas.
Desde entonces, son numerosos los ejemplos de directores atormentados, que tienen un impresionante mundo personal que plasman en películas con pocos rendimientos en taquilla. Y otros que son vistos como sospechosos por su condición de magos de la taquilla, entre los que destacaría Steven Spielberg, ninguneado de manera sistemática hasta que realizó en 1993 La lista de Schindler y le dio una bofetada directa a los críticos al presentar una película que presentaba todas las características del manual de autoayuda para gafapastas y cineastas independientes: una producción larga, en blanco y negro y con mensaje.
Desde entonces, Spielberg no se ha quitado del todo su etiqueta de director comercial hueco pese a su tenacidad en hablar en sus películas de asuntos tan serios como el 11 de septiembre: ahí está su reflexión en torno a los efectos de los atentados sobre los derechos individuales (en cintas como Minority Report o La terminal), su crítica del terrorismo y los conflictos violentos (Munich acababa con un plano general premonitorio donde se veían las Torres Gemelas) o incluso su visión de la ficción como una alegoría sobre el 11-S (como en La guerra de los mundos, donde el primer edificio que derribaban los extraterrestres era una iglesia cristiana).
Su consideración como un mero director de películas comerciales tiene mucho que ver con su vinculación al cine de aventuras, un género que, tanto en la literatura como en el cine, se suele despreciar al arrinconarlo como entretenimiento juvenil. Pero lo que hace Spielberg es recuperar el cine de aventuras clásico de directores como Allan Dwan o Raoul Walsh donde los personajes no son individuos condenados al fracaso (como sucede en las películas de John Huston), sino que trata con situaciones y personajes positivos caracterizados por un incombustible optimismo con el que se sobreponen a los elementos adversos. Eso es lo que define a Indiana Jones y al último personaje que ha pasado por sus manos, Tintín.
Personaje creado y desarrollado por Hergé a través de más de veinte cómics publicados a lo largo de casi cuarenta años de trayectoria, en un principio provoca una cierta extrañeza que un director tan norteamericano como Spielberg se fije en una creación tan europea como Tintín, auténtico icono cultural en Francia y en toda Europa. Se trata, además, de un cómic que está de permanente actualidad por los continuos debates estériles sobre la ideología racista o filonazi de los álbumes de Hergé.
Y es precisamente en esta confusión ideológica donde se entiende el interés de Spielberg por Tintín. Porque la indefinición del personaje de Hergé es curiosamente lo que define al personaje y lo que le ha convertido en un personaje de referencia mundial. Ocurre justo lo contrario que con Astérix. El personaje de Goscinny y Uderzo tiene una clara intención política al surgir explícitamente como un cómic que apela al orgullo francés de la Resistencia frente a la invasión nazi de la Segunda Guerra Mundial: la historia de los galos que se enfrentan a los romanos de Julio César tenía la voluntad de recuperar los valores del hecho de ser francés en pleno contexto de reivindicación nacional acometida por la presidencia de Charles de Gaulle. Por otro lado, los continuos viajes de Astérix a distintos países (España, Suiza, Bélgica o Alemania) servían para ridiculizar los estereotipos, costumbres o la sociedad de estos países.
Nada de esto ocurre en Tintín. Se trata de un personaje totalmente asexuado, de una edad indefinida pero joven, con un oficio difuso (periodista) que le permite meterse en aventuras detectivescas por todo el mundo. Pero a Tintín le da igual viajar a uno u otro país siempre que sea exótico. La diferencia no es cultural entre las singularidades de los países, sino entre visiones del mundo: para Hergé, los negros de África son exóticos, meros comparsas de las aventuras, tal y como los percibe el lector medio. Astérix no se puede entender sin el contexto histórico en el que surge, pero Tintín es plenamente comprensible independientemente de que sea franco-belga. Podría haber sido italiano o español, que daría igual.
Esto, unido a ese espíritu de aventura optimista, es lo que conecta a Spielberg con Hergé. No hay aquí una reflexión del choque cultural y el eventual fracaso que puede provocar este choque (como en El hombre que pudo reinar, John Huston, 1975) ni un análisis sobre las relaciones coloniales que implican estos viajes (Cazador blanco, corazón negro, Clint Eastwood, 1990). Lo que hay es una revisión de la aventura más desenfadada, que incluye un trazo de los personajes donde ni siquiera los malos son demasiado malos y donde no hay acciones paralelas, sino un ritmo narrativo muy rápido formado una sucesión lineal de peripecias que los personajes van resolviendo. Se trata de un esquema pensado para todos los públicos, para que el lector o el espectador no se arme un lío con la historia.
Y esta facilidad, tanto en el dibujo como en la narración, es lo que se ha dado en llamar "línea clara", una tradición del cómic franco-belga de la que Hergé es su máximo exponente. De la misma manera, Spielberg sería el representante por antonomasia de este estilo aplicado al cine, volviendo a la tradición del cine clásico, es decir, que el espectador se deje llevar con facilidad a lo largo de la historia, sin pensar en que hay una cámara o, dicho finamente, sin que sea consciente de que existe una mediación técnica. Que se sienta, en definitiva, parte de la acción como si estuviera ocurriendo de verdad ante sus ojos.
En estas conexiones es donde se percibe la naturalidad de la adaptación de las aventuras del personaje. Pese a ser un icono francés, es su escasa "francesidad" de partida lo que ha llevado a Tintín al cine de Hollywood, a diferencia de Astérix, que se ha quedado en Europa en sus adaptaciones cinematográficas. Es, además, con un director que practica esa "línea clara" y que tiene ese mismo sentido de la aventura, donde encuentra una adaptación muy fiel, con unos personajes que despiertan en seguida las simpatías del espectador (especialmente el capitán Haddock) y donde lo de menos es si son dibujos animados o no, o si los personajes van detrás de un tesoro o de un arca perdida. Lo importante es entretener al espectador aunque sea rompiendo esta vez el tópico al partir de materiales franceses (o franco-belgas). E insertando la obra en una filmografía, la de Spielberg, donde el entretenimiento es un fin importante, pero expresando también una visión coherente y esperanzada de la existencia humana.
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