VALENCIA. El fin de semana nos dejó la muerte de Marco Simoncelli. Un piloto italiano de MotoGP de tan solo 24 años que fue atropellado por accidente por uno de sus compañeros de parrilla. Ya ocurrió el año pasado algo similar con Shoya Tomizawa.
Las pérdidas de gente joven son muy difíciles de asumir, pero en la actualidad su impacto emocional se multiplica como nunca antes. En Twitter y Facebook y a través de la radio y la televisión se pudo seguir el minuto a minuto de lo que ocurría en Sepang. Y cientos de millones de personas en todo el mundo tuvieron constancia del fallecimiento de Marco casi en el momento en que éste se producía.
Sin embargo, no es ésta una columna que quiera utilizar para hablar de aquello. Aunque sí para recordar que, a pesar de todo, Simoncelli no era una persona muy apreciada por sus compañeros. Él mismo realizó maniobras en carrera que pusieron en riesgo la integridad física de otros pilotos, como Héctor Barberá. E incluso Dani Pedrosa le llegó a negar el saludo esta misma temporada.
Pero, lejos de comportamientos individuales, tanto él como cualquiera que se sube a una montura que rueda durante 20 vueltas a una media de 200 kilómetros por hora merece toda mi admiración. Y la de un diez por ciento del planeta, a tenor de las audiencias mundiales del campeonato que disputaba.
Y, por encima de eso, hay dos componentes de los pilotos que todos (periodistas y aficionados) agradecemos a cada momento. El primero, su cercanía. Con la mayoría de la parrilla puedes hablar tranquilamente, conseguir un autógrafo o hasta irte de cena en determinados momentos. Y, el segundo, por su capacidad de vender su producto. Las victorias las celebran dando una vuelta al circuito, saludando a su gente y dedicándoselas al equipo y a los patrocinadores.
Quizá la gente no cercana al motor desconoce su verdadera realidad. La de empezar a pilotar minimotos a los cuatro años. La de pasar todos los fines de semana viajando por el país (subvencionados siempre por sus padres, habitualmente aficionados a las dos ruedas). La de gastarse parte del dinero de la familia en ir quemando etapas, con el fin de disputar campeonatos nacionales y de poder llegar al Mundial.
Por si alguien lo dudaba, la mayoría de ellos no cobran altos sueldos. Podría pensarse lo contrario, habida cuenta de que pasan la mitad del año recorriendo el mundo y se dedican a un deporte de riesgo. Pero lo cierto es que en 125 y Moto2 suerte tiene quien puede correr. Porque para hacerlo los equipos te exigen un fijo de entre 300.000 y 700.000 euros. Si traes ese dinero en patrocinios, puedes montarte en la moto. Y si traes un poco más, si quieres puedes ponértelo como nómina.
A esto se une que la mayoría no pueden entrenarse con su herramienta de trabajo más que 17 fines de semana al año y en algún test suelto, por el que también hay que apoquinar. Y todo esto conduce a la inevitabilidad de las caídas. Porque todos se caen, desde el niño que con 15 años se sube a una moto del Campeonato de España de Velocidad hasta el fenómeno de 24 que roza la victoria en MotoGP.
Todos se caen. Y nos parece normal. Pero aunque haya grandes escapatorias, airbags en los monos y cascos ligeros y resistentes cuando vas a 250 kilómetros por hora te haces daño. Mucho daño. Y este sigue siendo un deporte de riesgo extremo, donde además no tienes un chasis que puede frenarte cuando te vas al suelo, contra una valla o cuando un compañero te pasa por encima sin querer.
Es por ello que admiro mucho más a estos deportistas que a muchos otros más consagrados de disciplinas más masivas. Porque siempre están cercanos a la gente que les idolatra. Porque facilitan el trabajo a los medios de comunicación que les catapultan a la fama mundial. Y, sobre todo, porque se juegan la vida en cada carrera. Aunque a veces tenga que suceder una desgracia para que nos demos cuenta. Y les valoremos en su justa medida.
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(*) David Blay es periodista
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