VALENCIA. A la hora de estudiar el cine, norteamericanos y franceses nunca se ponen de acuerdo cuando se trata de determinar quién fue el padre del invento. Los primeros reivindican a Edison en la medida en que fue el primero en mostrar imagen en movimiento. Los segundos dicen que fueron los hermanos Lumière al inventar la proyección pública en salas de esa imagen en movimiento. Este desencuentro se ha venido alimentando con el tiempo por el establecimiento de un modelo dual en la concepción de la industria cinematográfica: mientras los franceses han acabado por implantar un cine de financiación pública y que valora el sentido cultural y artístico de las películas, los estadounidenses entienden que se trata de un negocio privado, que tiene que ser económicamente rentable, y que la película va destinada a eso, a producir beneficios. Tendríamos, así pues, una doble vía: el cine como negocio o como arte, las películas como instrumentos para la reflexión o para la evasión.
La primacía del modelo norteamericano es indiscutible. Si hiciéramos una encuesta, la mayoría del público diría que prefiere películas que evadan, que entretengan, y señalarían al cine de Hollywood como su mayor garante de esta función. Al final, se ha quedado instaurada esta idea: que el cine de EE.UU. es un cine de mero entretenimiento, sin más objetivo ni pretensiones que atraer al público a las salas para pasar un rato de ocio.
Esta idea se ha asentado a lo largo de las décadas por la división de las producciones en géneros, pero especialmente destaca uno que ha potenciado esta idea de la evasión: la comedia romántica. Porque un espectador, cuando ve cine policíaco, asume que las persecuciones, disparos y asesinatos son plausibles. Del mismo modo, cuando ve a John Wayne matando indios en un western, también da por sentado que la matanza de indios pudo suceder así. Pero cuando ve una comedia romántica, actúa otro mecanismo de atracción: no se cree lo que ve, pero se lo quiere creer, porque quiere pensar que existen los romances imposibles e incondicionales, y que uno se puede enamorar al instante de una rubia en la lluvia de París. Quiere pensar que es posible porque quiere que le ocurra a él.
A eso juega la última película de Woody Allen, 'Midnight in Paris', es decir, a rendir homenaje a la comedia romántica y al punto donde sí se encuentran el cine norteamericano y el francés: la idealización de París como destino romántico, como ensoñación para los visitantes. Y, de hecho, la película arranca con un homenaje explícito, con Allen mostrando con deleite diversos rincones de la ciudad al ritmo de la música de Sidney Bechet, ejemplo de músico de jazz norteamericano que se enamoró de la capital francesa.
Y para que seamos conscientes de que se trata de una fantasía, el cineasta neoyorquino se inventa una trama con viajes en el tiempo y encuentros con escritores, intelectuales y artistas de otras épocas. La pareja protagonista son dos jóvenes norteamericanos que viajan a París para ultimar los detalles de su boda. Él (Gil) se sumerge en un mundo fantástico mientras su mujer (Inez) le engaña con un antiguo amigo con el que se encuentra casualmente en la ciudad. El mundo fantástico de Gil consiste en viajes al pasado, al París de los años 20 y 30, donde conoce a personajes como Ernest Hemingway, Pablo Picasso o Gertrude Stein. Porque Gil sueña con ser un personaje de esa época, ser un escritor importante y dejar su trabajo de guionista de cine.
A partir de este momento se produce el distanciamiento en la pareja, reflejo también del conflicto político norteamericano actual, de las dos visiones del mundo irreconciliables: Gil es demócrata y, como tal, idealista, soñador, optimista y alegre. El padre de Inez, sin embargo, es un estirado y recalcitrante republicano, siempre pesimista y enfadado con el mundo, que no pierde ocasión de proclamar sus ideas aunque no venga a cuento. Cuando ve a su posible yerno, saltan las chispas, especialmente cuando éste se ríe de los republicanos y del Tea Party. Aquí, Allen tampoco deja escapar la oportunidad de usar su ingenio para atizarles (como hace constantemente en sus películas) a la manipulación que ejerce la extrema derecha de su país. Porque, del mismo modo que el diálogo entre esos dos mundos parece imposible, la pareja se romperá, para que Gil pueda cumplir su sueño de enamorarse bajo la lluvia parisina.
Es precisamente en esta asunción de la ficción que supone la comedia romántica donde la película ha conectado tan bien con el público, un público educado en la imagen de París como una ciudad para el amor. Porque París ha quedado ya, en nuestro imaginario colectivo, como un destino para soñar, como sueña Gil en la película, como sueña el director con las imágenes que muestra y los espectadores al proyectar sus ilusiones sobre lo que están viendo. Esta idea de París es lo que permite a Allen conectar con su cine en el que presenta sus recuerdos y fantasías de la infancia, en películas como La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) o Días de radio (Radio Days, 1987). Y lo hace con su empeño en reflexionar sobre los géneros y películas del cine clásico, procediendo con la comedia romántica de modo similar a como ya ha hecho con géneros como el policíaco (Misterioso asesinato en Manhattan, Manhattan Murder Mystery, 1993), el musical (Todos dicen I Love You, Everyone Says I Love You, 1996) o incluso yendo hasta la parodia del teatro griego (Poderosa Afrodita, Mighty Aphrodite, 1995).
Y Midnight in Paris alimenta esta imagen estereotipada de París. Porque París no es, para los espectadores, la ciudad de los disturbios y la banlieue, sino el París que retrató Ernst Lubitsch en Ninotchka (1939), la ciudad en la que, a las doce de la noche, "la mitad de la gente le está haciendo el amor a la otra mitad", como le decía Melvyn Douglas a Greta Garbo. O el París de Besos robados (Baisers volés, 1968), en la que François Truffaut rememoraba su juventud. Una imagen amable sobre la ciudad que traslada el director a sus personajes: los problemas de pareja que plantea en la película no resultan traumáticos ni radicales. La visión de Allen sobre la pareja (que, junto el sexo, la religión y la muerte, constituyen sus temas constantes en el cine) no suele resultar estridente al moverse en el territorio de la comedia. Así, su reflexión sobre la infidelidad suele acompañarse de un contrapeso que marcará el nuevo rumbo de sus personajes: en Midnight in Paris, la infidelidad está presente, pero como un elemento positivo al permitir que Gil reoriente su vida. Incluso en películas tan amargas como Vicky Cristina Barcelona (2008) en la que los personajes están condenados a la infelicidad, no se percibe una desesperación total.
Es aquí donde Allen se distancia de propuestas más radicales de algunos compañeros de generación, como John Cassavetes que, en películas tan crudas como Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) negaba de raíz la idea romántica que ofrece el cine sobre las relaciones de pareja. Y aquí es donde radica la aceptación del cine de Woody Allen, especialmente en Europa. Porque, trabajando como lo hacían los cineastas norteamericanos clásicos (con rapidez, con voluntad de control de la película y adaptando las historias a la financiación disponible), sus películas conjugan ese doble modelo: cine europeo en cuanto a su reflexión sobre los comportamientos de los individuos en la sociedad contemporánea y su búsqueda de nuevas fórmulas narrativas, y cine estadounidense por su interés en entretener al público con unas comedias ingeniosas y divertidas. Películas que, como Midnight in Paris, consiguen que nos evadamos un poco al tiempo que volvemos a casa pensando en el retrato que el director ha hecho de nosotros mismos a través de los personajes en la pantalla.
Apruebo todo lo que dices pero me gustaría añadir algo que no dices y que me parece fundamental. La película de Allen tiene como tema principal la reflexión acerca de esa extraña sensación propia del ser humano llamada nostalgia. El protagonista vive en primera persona aquello que está intentando plasmar en su próxima novela. Le gustaría vivir en otra época, en la época de sus ídolos, y precisamente eso es lo que le sucede a partir de la medianoche. Eso es la nostalgia: pensar que el pasado fue mejor que el presente. Por ello el protagonista cada vez se encuentra más cómodo en el pasado, en sus sueños, y tiene cada vez más problemas para afrontar su propio presente. Claramente Allen toma una posición en favor del presente al final, cuando el protagonista decide vivir su propia vida (la que le ha tocado, no la de sus sueños) y encuentra el amor real (no el utópico, que se plasmaría en Adriana). Y es que Adriana, a su vez, siendo de un pasado próximo, anhela también vivir en una época anterior (la belle epoque). Allen expresa así la idea de que generalmente el hombre desea siempre vivir otra vida, pero que únicamente puede ser feliz en el presente, aún cuando a priori no nos satisfaga.
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