VALENCIA. Resulta curioso, y muy cómodo, poder volar directamente desde esta ciudad hasta el desagradable aeropuerto de JFK -en donde a mi parecer están concentrados los funcionarios de inmigración más desagradables de Estados Unidos- aunque sea pagando por la segunda maleta y en uno de los aparatos más viejos de la flota de la compañía Delta, en los cuales, en contra de lo que sucede con sus vuelos interiores, los mensajes de seguridad no llevan subtítulos en castellano.
Visitar la Gran Manzana, siempre que se pueda fuera de los días de un huracán o tormenta tropical, es aprender algo nuevo. Y también en gastronomía, en donde el marcado gusto por lo francés no empaña la calidad y espectacularidad de la cocina estadounidense con pretensión de competir con la europea. Estas son cuatro enseñanzas que he sacado en una visita reciente a la impresionante ciudad. Sólo la primera está relacionada con el contenido de los platos pero no por ello las otras tres son menos importantes.
CUATRO LECCIONES
La primera es el mito de la falta de calidad de sus productos frente a los nuestros. Quizá se pueda mantener en el caso de algunos productos del mar, en especial el marisco, pero no en el resto. Frutas, verduras y en general productos de la huerta han mejorado más que mucho de la mano de la producción ecológica y de los avances de la comercialización desde los países de origen del producto. Hoy unos son iguales y otros mejores que los que se sirven en la restauración española. Y el pescado del Pacífico es tan sabroso y espectacular como el del Mediterráneo o el Cantábrico aunque tenga un sabor diferente.
La segunda lección es la flexibilidad absoluta que alcanza a los mejores restaurantes (que conozco). ¿Que usted quiere sólo un plato y una copa de vino? No hay problema. ¿Que prefiere un entrante y un postre con agua del grifo? Tampoco. Algo que todavía aquí es infrecuente y no debería serlo. Menos todavía dado como está el patio. Es cierto que también sucede en Madrid, pero en la ciudad de Valencia y también en lo que sé en Alicante y Castellón, todavía se mira mal en muchos locales no pedir dos platos y postre.
Lo mismo puede decirse de una tercera enseñanza: la espectacular oferta de vino por copas (también medias botellas). Los sitios que he visitado en esta ocasión no llegan ni de lejos a igualar al californiano Boulevard (siete espumosos, nueve blancos y más de una docena de tintos por lo que compruebo en la web), ni a la cinco página de la lista del carísimo Adour, de Ducasse pero aún así es toda una lección de que perder parte de una botella puede suponer ganar un buen número de clientes satisfechos. Evidentemente no se puede pedir a todos los locales que la oferta sea similar a la de, por ejemplo, el sorprendente y combativo Hearth de la calle 12.
Visitarlo es una experiencia única a la que hay que acudir además de con hambre, con mente abierta y espíritu cosmopolita. Es, volviendo al vino por copas, mucho más de lo que se hace aquí (dos a lo sumo tres vinos). Mejorar esta oferta no costaría demasiado y mejoraría en mucho la satisfacción de los comensales.
Y una cuarta constatación, y última, de la visita a la ciudad del Hudson, es el cuidado del continente y no sólo del contenido. Como es obvio, uno puede encontrar un restaurante desvencijado en cualquier lugar del mundo al que los pintores, o el aspirador, no lo hayan visitado en la última década. Y algunos asiáticos de la Gran Manzana podrían incluirse en esta clasificación a la que los valencianos podríamos aportar bastantes de Ciutat Vella. Pero todos los locales con mínimas pretensiones de calidad que conozco, en cualquier ciudad de América de las que he visitado, están espectacularmente cuidados.
Desde las paredes hasta las cartas tan frecuentemente llenas de manchurrones por estos pagos. Incluso Enópata, cuya barra, cuando está iluminada, nos recuerda a tantos restaurantes del otro lado del Atlántico, descuida este aspecto. Por no hablar de las cocinas, en muchos casos a la vista, y en las que incluso se puede comer como en Brooklyn Fare (dos estrellas Michelín) en otra experiencia difícil de encontrar por aquí a no ser que uno tenga amigos cocineros (que no es mi caso).
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El blog de Joe L. Montana
Gran parte de la inflexibilidad de los restaurantes a este lado del Atlántico, más concretamente, en esta península, no puede tener más origen que el complejo de inferioridad con el que muchos de los clientes acuden a ellos, y que raramente se da en otro tipo de comercio. Se ha hecho de algunos cocineros tales divos y de sus negocios tales templos, gracias a críticos y asiduos engatusados, que la actitud de muchos clientes es directamente de resignación cristiana. Se va, se como y se paga. Y las críticas, luego en la intimidad, no se vaya a molestar el gran chef. Y a comer, lo que te pongan. Vamos, como si vas a unos grandes almacenes a por unos calcetines, y te obligan a comprar también unos zapatos.
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