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VALENCIA. Un cataclismo sacude el fútbol en España. El Real Madrid, el club más laureado de este país a lo largo de la historia, se queja de los árbitros, sospecha ser víctima de un complot y denuncia que existe una trama en su contra. Una trama en su contra y a favor de su enemigo ancestral, el Barça. Conviene tomar distancia con este asunto que no deja de tener su gracia, mejor tomárselo con ironía porque a más de uno con un mínimo de información y de perspectiva histórica se le podrían remover las tripas y sufrir una úlcera.

Una anécdota puede ilustrar la tradición que ha imperado en el Bernabéu desde tiempo inmemorial. Sucedió a principios de los ochenta cuando un jugador sordomudo que militaba en las filas del Rijeka yugoslavo fue expulsado en el campo del Real Madrid por protestar. El suceso desprende un componente de crueldad, pero viene a dejar claro lo que ha supuesto para muchos equipos jugar a orillas de La Castellana.

Jorge Valdano lo definió con la elegancia que le caracteriza y se inventó aquello del "miedo escénico". El malogrado Juanito, menos amigo de las metáforas, se sacó de la manga lo de "noventa minutos en el Bernabéu son muy largos", como aviso a los rivales foráneos que iban a sufrir un asedio en el que valía casi todo.

Ese clima de intimidación también lo han sufrido los competidores nacionales más destacados, como es el caso del Valencia. En la memoria colectiva de la parroquia de Mestalla figuran varios episodios sangrantes en tiempos recientes como el penalti de Marchena a Raúl en el último minuto, la expulsión de Aimar o el gol anulado a Ilie por un fuera de juego inventado de casi dos metros.

A finales de los sesenta, al Valencia le anularon tres goles una tarde en Chamartín ante la incredulidad general, y en los cincuenta, le pitaron tres penaltis en contra en diez minutos, le expulsaron un jugador y le anularon un gol. El escándalo fue de tal calibre que el portero valencianista, Quique, se negó a intentar parar el último de los máximos castigos.

El defensa Díaz dijo que ganar en el campo del Madrid parecía imposible. En la galería de agravios ocupa un lugar preferente la tarde en que el Valencia se retiró del campo por orden de su capitán, Cirilo Amorós, después de la vergonzosa actuación del colegiado mientras la afición madridista aplaudía a los de Mestalla, consciente del saqueo al que habían sido sometidos. Aquello sucedió a principio de los años treinta, poco antes de la instauración de la II República, y es el único precedente de la retirada del Valencia de un partido. Aquel árbitro, Inchausti, no volvió a arbitrar jamás.

Este memorial resumido no llegará a oídos de Mourinho, que seguirá emperrado en su cruzada personal contra Guardiola, pero al menos, alguien debería informarle de ciertos antecedentes y, sobre todo, sus superiores, si es que pueden dominar sus reacciones desaforadas, controlar sus formas y maneras. El espectáculo ya no tiene gracia cuando el portugués es capaz de meter a Unicef en sus delirios.

Se comprende su frustración, la misma que, por cierto, sintió Albelda cuando le expulsaron esta temporada por unas manos inexistentes en el feudo madridista. El partido transcurría en el ecuador de la segunda parte con empate a cero, pero a partir de ese lance llegaron los dos goles locales. La prensa valenciana destacó la incidencia y lamentó una vez más el error arbitral en el mismo escenario y en la misma dirección.

Entonces, se repitió la reacción habitual: el Madrid no se queja de los árbitros y el Valencia siempre llora y pone excusas. Un discurso al que ahora se acogen desconsoladas las huestes de don Florentino en un ejercicio de cinismo. La pataleta del niño malacostumbrado, y es que, en ocasiones, los ricos también lloran.