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LITERATURA

París bien vale una geodesia emocional

FRANCISCO LÓPEZ PORCAL. 14/09/2015 El novelista valenciano Miguel Herráez recorre la ciudad tras los pasos de Cortázar y los ecos del pasado en su última novela-dietario 'Diario de París con 26 notas a pie'

VALENCIA. De vez en cuando nos enfrentamos a cierto tipo de narrativa que requiere una lectura mucho más pausada, sin el apresuramiento de los textos de intriga, desenlaces morbosos impregnados de dosis sensuales, o bien oscuras tramas policiales que atrapan al lector sin apenas esfuerzo en cualquier vagón de metro o autobús, sin que el murmullo ambiental apenas interrumpa el interés por conocer quien es el asesino, la víctima o si los protagonistas al fin consiguen enamorarse. Diario de París con 26 notas a pie (2014), de Miguel Herráez, es precisamente ese texto que para ser disfrutado debe uno abandonar el ruido del mundo y encontrar el momento y el lugar adecuados, libre de toda interferencia en el plano ambiental y en la faceta personal.

De no ser así, no podría apreciarse toda una densa e inmensa constelación de lugares, espacios (distingo espacios de lugares), reflexiones y evocaciones atravesando el imaginario parisino, solapando la mirada de flâneur con un entorno y un tiempo básicamente cortazarianos, pero también extendiendo sus conexiones a otras ciudades literarias que han jalonado las dilatadas experiencias viajeras del autor. En este punto sería necesario destacar las 26 notas a pie, complemento del título de la obra y que adquieren casi la misma importancia que el texto principal, pues por una íntima conexión el autor ramifica en soliloquios la exploración de su mundo interior, no sólo de sus recuerdos familiares, su ciudad natal, sus miedos y temores, las rutinas diarias, las excentricidades de sus profesores, sino también de cuidadas alusiones culturales que cristalizan junto al paisaje parisino en tupidas redes de información al lector.

Herráez puntualiza en la breve nota a la edición que su Diario no busca plasmar un pulso viajero, sino trazar su personal geodesia emocional de París. Y utilizo su particular intención para recrear el título de este artículo porque se ajusta precisamente a lo que el autor se propone, aportarnos su personalísima sensibilidad hacia aquellos ámbitos recónditos inadvertidos para la gran mayoría, objetos, fisonomías de los transeúntes, perfiles de edificios y puentes donde el escritor valenciano se reencuentra con  huellas históricas, literarias, cinematográficas o pictóricas de la capital francesa. En este sentido sus reflexiones impresionan por su carácter milimétrico, casi obsesivo sobre aparentes trivialidades cotidianas narradas a la velocidad de un tiempo "proustiano", infinito, dilatado, aunque la unión de todas ellas construyan un enorme mosaico, o caleidoscopio si se quiere, de una topografía profunda de lo parisino, de todos aquellos aspectos, como él mismo añade, "que no responden a un aprendizaje libresco y artificioso sino a la especulación en piel y en carne propias" (pág. 68).

En sus interminables rutas, Herráez sigue los pasos de Cortázar en una ciudad a la que el autor de Rayuela calificó de inmensa metáfora. En una suerte de cajas chinas, ambos autores comparten la figura del incorregible flâneur baudelairiano que disfruta por doquier del incógnito y del placer de caminar sin rumbo, frenético, como lo hace Herráez en los Cafés, en los mercadillos, placitas, "por las aceras, pisando charcos, hojas de plátano, de castaño, entrando por galerías con paredes húmedas, pisando hierbas, hojas de arce, de haya, de tejo, evitando excrementos de perro, vidrios de botella ..." (pág. 73) en una interminable enumeración de barandillas, escaleras, escaparates y bistros del universo callejero, donde en cada esquina Lucho y Dina, personajes del imaginario de Cortázar en su obra Cuello de gatito negro, aparecen ante la mirada evocadora de Herráez que visualiza el Pont des Arts, lugar de encuentro entre la Maga y Horacio Oliveira en la novela Rayuela. Así, el narrador valenciano entreteje las continuas referencias cortazarianas con el infatigable rastro por las sucesivas casas de los distritos o arrondissements donde el autor argentino había residido en sus diferentes etapas.

La soledad de Herráez es la misma que la del flâneur detectivesco, minucioso. Así, desde la ventana del pequeño apartamento del pabellón español donde se hospeda, dirige su mirada hacia los aposentos de enfrente. Allí distingue, o intuye las diversas siluetas y movimientos de los estudiantes, desayunando, revisando papeles, adivinando los utensilios que manejan con una observación tan meticulosa que me recuerda, no sin cierta frivolidad, la actitud del personaje encarnado por el actor James Stewart en la película La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, pero sin la compañía de la deliciosa Grace Kelly. La Herráez en Nueva York.misma actitud solitaria que transpira su mirada, se vislumbra a través de otra ventana identificándose con la dificultad de un hombre alto y con abrigo negro por enderezar su paraguas doblado por el viento en medio de un persistente aguacero.

El autor observa a un transeúnte solo, quieto, empapado, ante la pasividad de su entorno, incapaz de evitar la rotura de las varillas. Recuerdo una escena similar en una arteria valenciana en la novela del propio Herráez Bajo la lluvia (2000), cuando la mirada perdida de Germán Tello percibe la indiferencia mostrada por los viajeros del trolebús frente a la tenacidad de su conductor por reconducir la ballesta del trole, solo, soportando el chubasco. Una tristeza que el autor arrastra en infinidad de evocaciones. En las vacías viviendas del edificio Chrysler en Nueva York esperando el paso del ciclón Sandy, en el insomnio que sufre durante una noche de invierno austral en un solitario hotelito de la argentina Villa Carlos Paz, en las afueras hirientes de las estaciones de tren de una ciudad cualquiera, espacios abandonados contemplados en la pesadez de una inacabable tarde de domingo, muy presente en el imaginario narrativo de Herráez, "es como descubrir el escenario desde la tramoya, descubrirle las vísceras a la cosa, a la ciudad" (pág. 137). Una curiosa vinculación paisaje-estado de ánimo, de la misma manera emocional que Martín-Santos en Tiempo de silencio (1961) decía que "un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre" (1979: 16).

La tristeza corrosiva está de igual manera presente en la lluvia, en la persistente lluvia que golpea los cristales dentro de un paisaje gris y oscuro, en la obsesiva necesidad del autor en advertir la falta de humedad por la ausencia del meteoro, "París huele a lluvia, eso creo" (pág. 68). A su llegada al pabellón español ya advierte el color pajizo del césped porque lleva inusualmente dos meses sin llover. En este sentido, la fluidez del agua es otra constante en la obra de Herráez. No sé si resulta una veleidad, pero si este elemento marca la vida del Lazarillo, pues contrariamente al pan, el agua no le falta, "mi nacimiento fue dentro del río Tormes", Herráez vino al mundo en plena riada la Valencia de 1957. Puede resultar curioso, pero las continuas referencias a la presencia o ausencia de la lluvia nos anima a construir este paralelismo.

El París imaginado del Diario de Herráez pasa necesariamente por descubrirnos esos pequeños mundos dentro de la gran ciudad que pasan inadvertidos, esas calles de portales estrechos que "esconden interiores de patios con plantas de bambú y zarcillos de capuchinas color azafrán y morado, su transitar por plazas y viviendas de portales angostos a simple vista pero que luego se desdoblan hacia un jardincillo silencioso" (pág. 68), ese París desconocido y que solo la mirada sigilosa y ávida de exploraciones de Herráez nos puede ofrecer en su Diario, lejos del turista depredador. La plácida lectura de ámbitos de tanta serena belleza, como el propio autor designa, reclama ser recreada con mayor profundidad y amplitud. Aspectos que contribuyen a ensanchar todavía más el imaginario emocional de esta urbe que tan detalladamente nos dibuja el autor, al que no le hubiera importado vivir el resto de sus días en una minúscula buhardilla helada, sin ascensor, anhelando inconscientemente el suave repiqueteo de la lluvia en los cristales, como en algunas ocasiones Herráez ha logrado soñar dentro de su propio sueño.

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