El cine nunca es arte. Es un trabajo de artesanía, de primer orden a veces, de segundo o tercero lo más. Luchino Visconti
El cine no es un arte que filma vida; el cine está entre el arte y la vida. Jean Luc Godard
VALENCIA. Mi fijación por observar los cientos de detalles que configuran la puesta en escena en las películas ha ido creciendo paulatinamente. La mirada es selectiva y es inevitable que esta se vaya a las paredes, los muebles, los utensilios. De vez en cuando surge la anécdota que te hace dar un respingo del asiento: en la película italiana La mejor oferta (2013) hay una escena en el apartamento del protagonista en la que durante y par de segundos se puede advertir que en la pared hay colgado un gran cuadro del pintor valenciano Manolo Valdés. Un detalle que pasa inadvertido salvo que la mirada de forma intuitiva esté activada para percibir esos detalles.
Si bien en no pocas ocasiones ha acontecido la feliz redundancia de que el arte cinematográfico aborde las vicisitudes del arte plástico en forma de biopics de los grandes artistas, son escasas las producciones que nos cuentan la intrahistoria sobre el mercado del arte o el coleccionismo. Sobre las primeras ya hay algunas películas clásicas como Rembrandt (1936), El Hombre del pelo rojo (1956) sobre la vida de Van Gogh, o Moulin Rouge (1952) que nos presenta al gran pintor Tolouse-Lautrec. Más recientes y no menos interesantes son Pollock que aborda la compleja personalidad del pintor expresionista abstracto o Basquiat que nos cuenta vida del mitificado, entre otras razones por su prematura muerte, cotizadísimo e influyente artista del Nueva York de los años ochenta.
Existe otro subgénero que reconforta a todo amante del arte. Es inevitable que nos sintamos identificados con el mensaje que de alguna forma subyace en las películas cuya trama gira en torno a la protección y recuperación de la obras artísticas en un momento de guerra. La mas reciente sería la bienintencionada pero un tanto decepcionante en cuanto al resultado artístico Monuments men. Si lo que buscan es un ritmo trepidante, no hay que perderse El tren (1964), con un Burt Lancaster estelar. Ambientada también en la en la segunda guerra mundial, la acción gira en torno al rescate de un valioso conjunto de cuadros de grandes maestros que se hallan en el interior de un tren, que por esta peculiar razón se convierte en el auténtico protagonista de la película.
Un subgénero poco frecuente es aquel que nos habla no tanto de los creadores y de su obra como del lado más mercantilista, del negocio del arte, del fraude, la falsificación. Se trata de un tema que se suele abordar de una forma tangencial dentro de una historia de intriga o una relación sentimental. La película más reciente sobre este género es La gran oferta, dirigida por Giuseppe Tornatore y protagonizada por un magnífico Geoffrey Rush que encarna a Virgil Oldman, solitario dueño de una prestigiosa casa de subastas. Y es que no es fácil elaborar un guión que no se despeñe por sonrojantes lugares comunes acerca de increíbles falsificaciones, valor exorbitante de obras que parecen pintadas por un aficionado o una puesta en escena de las subastas de arte de cartón piedra y exagerada. Es irritante la forma en que muchos realizadores y guionistas nos sitúan en una subasta de arte. Les aseguro que el público nunca emite un sonoro "ooooh" cuando el precio se incrementa hasta cifras estratosféricas, ningún comprador aparece al fondo de la sala cual espíritu, doblando la última puja para asombro de un personal que gira sus cabezas al unísono para identificar al misterioso personaje. Nunca hay un juego de miradas entre la guapa joven adinerada (y viuda), el galán protagonista y un millonario de avanzada edad que quiere quitar la pieza a la primera. Les juro que tampoco al subastador le brotan las gotas de sudor ante la subida meteórica del precio de un cuadro (de un inventado artista del Renacimiento cuyo nombre acaba siempre en "i"), salvo que el aire acondicionado esté estropeado.
RIGOR ARTÍSTICO
Históricamente el rigor artístico en la filmografía ambientada en la antigüedad ha brillado por su ausencia. Con el tiempo, los productores se han ido rascando el bolsillo contratando equipos de asesores que den a la producciones una mayor verosimilitud.
A todos nos sorprendió a mediados de la década de los ochenta El nombre de la rosa y la impresionante traslación al siglo XIV que lleva a cabo el francés Jean-Jaques Annaud. Es a partir del siglo XVII cuando comenzamos a disfrutar de grandes ambientaciones, cuidadas hasta el detalle más inverosímil. Que logremos sumergirnos en un ambiente de hace trescientos años no consiste, únicamente, en situar la acción en estancias propias de esa época, con alquilar uno de los grandes palacios, chateau o mansiones que se esparcen por la vieja Europa. La ambientación va más allá y hoy consiste en cómo los personajes se relacionan gestualmente con ese mundo. Cómo podemos casi oler el ambiente que se respira en la sala, sentir el calor que desprendían los candelabros que iluminaban la habitación, sentir en nuestro cuerpo la incomodidad de esas camas.
Barry Lyndon, la gran película de Stanley Kubrick, Las amistades peligrosas y Amadeus son tres de las grandes películas sobre el siglo XVIII. La edad de la inocencia de Martin Scorsese es sin duda el siglo XIX. Dediquen la primera vez que la ven esencialmente al triángulo amoroso, a los ricos diálogos plagados de dobles intenciones y en una segunda, si les apetece, a los detalles asombrosos sobre los que se desliza la cámara del director norteamericano, los usos y costumbres, los servicios de mesa, las obras de arte que armoniosamente se distribuyen por estancias y corredores. Scorsese quiere que sepamos cómo se comía, cómo se festejaba, se escribía, se vestía los usos y costumbres de la nobleza neoyorquina. La cámara se desliza por las mesas, los servicios de plata, cerámica de compañía de indias, cristalerías.
Hoy día representa un elemento esencial de las grandes producciones contar con un equipo de asesores en arte y antigüedades que despejen de cualquier anacronismo la escena. De entre los más recientes trabajos, Mr. Turner, del director inglés Mike Leigh representa este trabajo llevado a la perfección más absoluta produciendo en el espectador la ilusión de que el cine "desaparece" y estamos presenciando la auténtica realidad del devenir diario del eximio pintor nacido en Convent Garden.
No acabo sin confesar que echo en falta esa gran película sobre la locura del mercado del arte de los últimos tiempos, la gran estafa de la galería Knoedler, el estrafalario artista Damien Hirst, el galerista Gagosian, el inefable Jeff Koons y el inteligentísimo y no menos malvado marchante Charles Saatchi, tienen una excelente producción. Ansiamos que un buen guionista urda una trama creíble a la par que crítica y venenosa, y un buen realizador (¿Woody Allen? ¿Wes Anderson?) construya los planos que retraten la gran burbuja de un arte que ni usted ni yo alcanzamos ni a soñar, afortunadamente, porque tarde o temprano estallará.
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