VALENCIA. A principios de este siglo, los principales focos mediáticos orientaban sus haces de luz a ese presunto renacer de las esencias del rock and roll más agreste, primario y rocoso que se gestaba en Norteamérica (con The Strokes o The White Stripes como puntas de lanza más visibles). Al poco tiempo, dos jóvenes de Londres eran aclamados por la prensa de su país como la alternativa británica. Como si se tratara de una reedición de la rivalidad transoceánica gestada casi una década antes, a mediados de aquellos 90 en los que el sarpullido grunge fue replicado por una oficialidad brit pop que hasta el propio Tony Blair tuvo a bien bendecir. La respuesta inglesa estaba servida. El peso de su propio hype, así como la simbólica carga de profundidad de encarnar la quintaesencia del tradicional orgullo musical patrio, podría haber supuesto un peaje excesivo para dos jóvenes sin apenas bagaje previo, que apenas rebasaban los 23 años de edad.
Pete Doherty y Carl Barât, almas gemelas al frente de The Libertines (la banda que completaban John Hassall y Gary Powell), parecían ajenos al revuelo mediático orquestado a su alrededor, y se dedicaron a hacer lo que mejor sabían: canciones. Y no unas canciones cualesquiera. Eran canciones que se adscribían a ese pulso indómitamente abrupto y básico que, por el caprichoso vaivén de las modas y los ciclos temporales, los nuevos (viejos) tiempos requerían. Pero eran canciones que también recogían, de una forma tan desvencijada como efervescente, el guante de una tradición rock británica que se remontaba unas cuantas décadas atrás, y que por aquellos tiempos muy pocos habían sabido sintetizar de una forma tan certera en un puñado de temas urgentes. Esa inaprensible línea sucesoria que comienza con los estribillos de The Beatles, abreva en el vodevil de The Kinks, se alimenta del descaro de The Clash, se vitamina con las melodías de The Jam y se estiliza con el afectado lirismo de The Smiths.
Todo ese cabía en dos álbumes sobresalientes, ambos producidos por Mick Jones (The Clash, Big Audio Dynamite): Up The Bracket (Rough Trade, 2002) y The Libertines (Rough Trade, 2004). El primero, más espontáneo, destartalado e imprevisible. El segundo, más pulido, consistente y granítico. Ambos fueron acogidos con entusiasmo por la crítica. Adorados por Morrissey (a quien telonearon), Geoff Travis o Alan McGee. Y no era para menos, ya que si algo no ha proliferado en los últimos quince años en la escena pop rock británica han sido bandas con capacidad de seducción trasversal, aptas para revivir las seculares esencias de su acervo musical ante grandes audiencias.
De hecho, echando un vistazo a la última escenificación para el gran público de esa tradición, que fueron las ceremonias de apertura (y sobre todo, clausura) de los Juegos Olímpicos de 2012 celebrados en Londres, lo cierto es que no abundó la presencia de artistas jóvenes o que hayan medrado en el nuevo milenio. Fueron un par de espectáculos en cuya trama, por cierto, The Libertines declinaron participar. Así que bien sea por incomparecencia de rivales de fuste o por méritos propios (o por ambas cosas a la vez, lo más probable), The Libertines se habían ganado a pulso su inscripción simbólica en la aristocracia del pop rock británico de las últimas décadas, compartiendo hueco en ese podio (por nombrar los dos precedentes más obvios) con los primeros Oasis o los momentos más lúcidos de Blur.
Ahora, once años después de su separación, The Libertines vuelven. Y su regreso sirve para ponerles aún en valor y calibrar qué es lo que ha cambiado alrededor nuestro (y de la banda) desde entonces.
BAJO EL SÍNDROME DEL TABLOIDE
A partir de 2004, la curiosa relación de amor-odio entre Doherty y Barât (nueva reedición en el imaginario colectivo pop del agrio sinvivir de otros tándems creativos, como Jagger-Richards, Townshend-Daltrey o Morrissey-Marr) se resquebrajaría por completo para emprender caminos separados. El primero, facturando tres álbumes al frente de Babyshambles y uno en solitario, publicando sus diarios e incluso exhibiendo sus propias pinturas en galerías de arte. Algunas de ellas con rastros de su propia sangre, para deleite sensacionalista. El segundo, con dos álbumes al frente de los discretos Dirty Pretty Things y otros dos a su nombre (el segundo de ellos como Carl Barât & The Jackals), así como publicando unas memorias de su carrera musical.
Huelga decir que, pese a ocasionales repuntes de consistencia, ninguna de ambas carreras ha gozado de la brillantez que esgrimían The Libertines. Seguramente porque, como suele ocurrir en estos casos, la suya es una de esas ententes en las que la química personal siempre depara resultados bastante más sustanciosos que los que sus miembros son capaces de muñir por separado. Poco importa que pasen cinco, diez o quince años: hay alquimias que no se reeditan. O que, cuando vuelven a gestarse, lo hacen preservando sus propiedades intactas, como bien puede ser este el caso.
De cualquier forma, si por algo acaparó titulares Pete Doherty en aquellos años, en la segunda mitad de la década de los 2000, fue por motivos que muy poco tienen que ver con su actividad primordial, la música. Sino por su estrecha relación con la prensa sensacionalista, ávida de escarbar en su vida privada. Su tortuosa relación con Barât, su no menos conflictivo idilio con la modelo Kate Moss (coronado nada menos que con una boda por el rito budista), sus noches de farra y su adicción a las drogas le convirtieron en el objeto de deseo más preciado de los tabloides amarillistas británicos, junto a la malograda Amy Winehouse.
Ambos, Doherty y Winehouse, ejemplificaron mejor que ningún otro músico de estos tiempos ese nuevo modelo de celebridad vacilante, fácil sparring de unos medios de comunicación prestos a exprimir de forma inclemente cada uno de los sórdidos detalles de su escabrosa existencia, amplificada por la invasiva omnipresencia de lo digital. Y sin por ello renunciar a cierta glamourización del apolillado rock and roll way of life. Por maldita que fuera la gracia que les hacía a sus protagonistas. Doherty & Winehouse fueron algo así como los mártires modernos del rock, en versión siglo XXI. Lamentablemente, solo uno de ambos sobrevivió para dejar de serlo y poder contarlo.
EL RETORNO
La vuelta de The Libertines, recién publicada, se llama Anthems For Doomed Youth (EMI/Virgin, 2015). Y aunque su propio título podría entenderse como una expresión de su voluntad por erigirse en portavoces de una juventud desnortada (ellos ya rebasan de sobra los 35), su contenido es un fiel reflejo de todas y cada una de las señas de identidad que esta clase de rescates de bandas del pasado suelen mostrar. Ha llegado en paralelo a su vuelta a los escenarios (lo mollar de su sustento, en estos tiempos, está obviamente ahí), ya que desde que se volvieran a reunir de forma puntual en 2010 para tocar en Reading y Leeds y oficializasen su vuelta con todas las de la ley en amplias giras ya a partir de 2014, no han dejado de congregar a decenas de miles de personas en cada una de sus actuaciones. Este nuevo álbum, así, se perfila como una nueva excusa para prolongar su aplicada vuelta a la carretera, exenta de algunas tachas que deslucían sus conciertos. O que los hacían más mordaces, pero también más desiguales.
Y sirve también para constatar que los años no pasan en balde, y todo lo que se gana en profesionalidad y oficio se pierde también en espontaneidad. Aquella capacidad para facturar temas carnosamente asimétricos y regados en alcohol, que parecían estar a punto de resquebrajarse para acabar levantando la cabeza con destellos de genio (estribillos que descerrajaban su fulgor a quemarropa, coros atropellados y altivos, riffs de guitarra malsanos), ha dado paso a cierta pulcritud, concretada en un puñado de canciones que mantienen orgullosamente el tipo sin salidas de tono ni desvíos de un guión medianamente previsible.
Sus video clips son más escrupulosos y ostentan mejor factura (de paso, han cambiado Camden o el Soho por el Barrio Rojo de Bangkok, ya que han grabado el disco en Tailandia). Sus directos han desterrado aquel caos. Y la supervisión de sus temas ya no corre a cargo de un antiguo pilar de The Clash (Mick Jones), sino de un productor (Jake Gosling) que luce a One Direction y a Ed Sheeran como los dos argumentos más vistosos de su hoja de servicios. Sí, The Libertines se han hecho mayores. Y aunque su propuesta aún es plenamente disfrutable, son muchas las cosas que han cambiado desde 2004. Ellos ya no son -seguramente tampoco lo necesiten ya, más bien al contrario- la banda pendenciera y polémica de hace más de una década.
LA CONEXIÓN ESPAÑOLA (Y VALENCIANA) DE THE LIBERTINES
Consultar la gigografía (esto es, el historial completo y cronológico de conciertos) de The Libertines sirve también para certificar, en paralelo, la implantación paulatina de los grandes festivales al aire libre como enfoque prioritario de la escena de directos, muchas veces en detrimento de las salas urbanas indoor y de aforo inferior. En pleno 2015, es mucho más fácil verles actuar ante veinte o treinta mil personas en una vasta llanura que en una sala con techo. Y la tendencia, aunque parece acentuarse en nuestro país, no es ni mucho menos exclusivamente hispana, tal y como la propia prensa británica está ya reflejando.
Su primera visita a nuestro país, en noviembre de 2002, pasó por Madrid, Bilbao, Barcelona y Valencia. Algunas de esas paradas, como la de Valencia, tenían un desdoble acústico por la tarde y el concierto con banda al completo ya por la noche. Doherty y Barât ofrecieron un set acústico en el fórum de la Fnac de Valencia, la misma tarde de su concierto en la sala Roxy Club, al que apenas asistieron 40 o 50 personas, y en el que dieron ya muestras no solo de su temprana querencia por la factura de temas memorables, sino también de un sentido del humor propenso a la veleidad, que podía llegar a resultar irritante.
Durante unos segundos, tomaron como objeto de sus ridículas chanzas a uno de los integrantes del publico, al más puro estilo de esas jóvenes bandas británicas tan ebrias de éxito que se creen el ombligo del mundo, sin mostrar demasiado reparo en la proyección pública de su conducta, menos aún fuera de sus fronteras. Por la noche, el cuarteto ofreció una actuación tan hirviente como poco académica en la sala Roxy Club, en poco más de media hora y soliviantando la paciencia de muchos de quienes habían pagado religiosamente su entrada.
Hubo quien, como nuestro compañero David Blutaski (redactor en ByTheFest o Muzikalia), tuvo la suerte -o la desgracia, según se mire- de compartir mesa y mantel con ellos, justo antes de aquel concierto. Él los recuerda con cariño: "Me parecieron unos chicos muy normales y simpáticos. Al marcharnos hacia el concierto nos pagaron las cervezas y las tapas que había tomado con un amigo. Recuerdo que estaban jugando un partido europeo en la televisión del bar y Barât me preguntó cosas sobre fútbol español. Se hacían bromas constantes entre ellos e iban con un periodista del New Musical Express que les acompañaba en la gira, aunque este tipo sí que era un estirado. Luego escribió en su crónica que el público valenciano era paleto". Y lo cierto es que nuestro compañero todavía se queda corto. No se pierdan la crónica que Paul Moody, que así se llamaba el plumilla británico, redactó para el semanario musical, porque es una antología del tópico, de más que dudoso gusto.
En 2003 volvieron para pisar la sala Razzmatazz de Barcelona, Caracol en Madrid y Camelot en Santa Pola. Y en 2004 de nuevo Razzmatazz. Ya no volverían a pisar suelo español hasta 2014 y 2015, en sendas citas masivas: la primera de ellas en el Festival de Benicàssim y la segunda en el Low Festival de Benidorm. Para entonces, ya habían pulido viejos desajustes y se habían convertido, también en escena, en la banda solvente y milimetradamente profesional que son hoy en día. Los días de anarquía ya son historia.
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