VALENCIA. Valencia era una fiesta. Una fiesta eterna, una gran fiesta inserta en un espacio-tiempo circular, en un bucle infinito. La fiesta lo era todo. Cuando uno o una se iniciaba en ella tenía varias opciones: podía participar de un modo comedido y simplemente rascar la superficie, ensuciarse un poco más las manos y no ser simplemente un espectador, o bien meterse en el fango electrónico-químico hasta el pecho y aprender a nadar en él. Luego estaban aquellos para quienes todo esto no era suficiente y buscaban reinar en este territorio repleto de extraños y forasteros, que en realidad era ingobernable por definición. Unos y otros acabarán teniendo que pagar un tributo en función de su grado de implicación en la fiesta. En algunos casos, el sacrificio será considerable. En otros, total.
La ruta se llamaba Destroy. ¿Podía ser más evidente la advertencia? Sin embargo, Violeta, que robó su propio nombre junto a otras pertenencias a una pobre anciana para costearse sus vicios, no lo vio venir. Violeta, que encontró en este ambiente un hábitat en el que poder dejar atrás una vida de abusos, no entendió el mensaje. David tampoco supo interpretarlo correctamente. Él, que procedía de una familia estructurada que le había ayudado a satisfacer sus necesidades hasta la fecha, fue atraído por el frenesí centrípeto de la nueva fiesta y por las mieles de los oficios que esta trajo consigo. ¿Por qué contentarse con un poco si puedes tenerlo todo? Desde fuera parecía fácil.
Ambos son protagonistas de Destroy. El corazón del hombre es un abismo (Drassana, 2015) una historia negra que es a la vez crónica de una época que marcó a toda una generación y cuyos efectos tardaron considerablemente en diluirse en los años que siguieron, construida por el periodista y escritor Carlos Aimeur (Valencia, 1972), compañero de este medio que ya obtuvo el premio Ciudad de Valencia 2007 por su anterior novela de título Bonaventura. Sangre, cólera, melancolía y flema. La novela que ahora nos atañe funciona como pretende funcionar, consiguiendo introducirnos de lleno en el mundo brillante y catártico de la ruta para presenciar posteriormente su decadencia y la de quienes han hecho de ella su hogar.
La historia principal, una cadena de acontecimientos que se van entreverando y complicando a medida que las cosas empiezan a salir mal, tiene lugar sobre un paisaje que Aimeur ha sabido dibujar con gusto y precisión, repleto de detalles y referencias que confieren a la historia un marchamo de realismo que logra que lleguemos a estar muy dentro de lo que se cuenta, hasta tal punto que podemos llegar a angustiarnos por los errores fatales de los protagonistas y a continuación excitarnos al presenciar sus encuentros sexuales, dignos del Marqués de Sade, por lo que el autor nos dice sin decir. Porque en este libro es tan importante lo que se describe de un modo crudo y doloroso como lo que se insinúa. De hecho, a las dimensiones ocultas de los personajes no llegamos a través de definiciones, sino contemplando con ellos, por ejemplo, un hermoso atardecer.
Violeta y David, la pareja de los excesos, príncipe y princesa de las tinieblas; el Charly y el Trucha, mercaderes de sustancias para volar muy alto; Mario y Sebastián, los reyes del juego con poder sobre la vida, la muerte, la coca y el dinero. En el lado luminoso de la vida, Alicia, jueza novata con ganas de llegar hasta el final de los asuntos que caen en su mesa; Jacobo y Alejandro, policías con experiencia en los rigores de la calle; Paula, fiscal, escéptica y con una concepción de la justicia práctica que no sabe de heroicidades sino trabajadores resistentes capaces de recorrer la carrera de fondo y no perecer en el intento. Cada uno es una cara de la figura poliédrica que es su mundo. Un acierto de la novela el que sus personajes disten mucho de ser planos; aquí no encontraremos simplificaciones inconsistentes, reducciones al cliché. Aquí sentiremos compasión por la violencia del miserable, atracción hacia la oscuridad de una cama repleta de señales de peligro, gozo y admiración ante las demostraciones de poder más mezquinas.
¿DÓNDE ESCONDIMOS LOS CRÍMENES Y LOS CADÁVERES?
Una gran reunión de seres humanos con fines lúdicos compartidos es siempre una buena ocasión para que se desaten todo tipo de pasiones; el desenfreno es tremendamente seductor, permite abandonar la domesticación y experimentar un retorno al animal salvaje que no rinde cuentas a su amo sino que es amo de sí mismo, con todo lo que ello conlleva: una peor nutrición, mayores situaciones de riesgo, amenazas constantes. No hay pero. Lo único que encuentra un animal salvaje al otro lado de la balanza es la libertad. Tiene que compensarle, porque no hay otro premio. En la sabana de las multitudes enloquecidas uno puede acabar desapareciendo sin más en un parking de Aldaia a causa de prácticamente nada. Uno puede pasar a ser una baja sin ninguna clase de épica, esfumarse, quemarse como un compuesto burbujeante sobre papel de plata.
La gran fiesta local, la madre de todas las farras valencianas, dejó, además de la posibilidad de poder decir con orgullo yo viví la ruta del bakalao, un panorama similar al de la playa tras la noche de San Juan, solo que en este caso las bolsas de plástico abandonadas eran adictos desarraigados de la sociedad, que vagaban como muertos en vida por parajes tan apocalípticos como Las Cañas que tan bien ha retratado Aimeur. ¿Qué fue de ellos tras el lavado de cara a la zona que fueron las redadas previas al auge de Nou Campanar? ¿A dónde marcharon tantos moradores olvidados de la huerta? ¿Realmente nos importa? Cuando cogían cierta confianza con un desconocido y se libraban momentáneamente de su inseguridad y desconfianza de animalillo asustadizo, eran muy dados a compartir sus historias destroy, sus rutas particulares hacia la destrucción.
No todo fue malo, ni mucho menos. Amaron, vivieron, se divirtieron. Se asomaron al abismo que todos llevamos dentro. Muchos de sus compañeros supieron mantener el equilibrio al borde de la profunda sima. Otros, como ellos, se precipitaron hasta lo más hondo. Algunos de los supervivientes quedaron asidos a una rama a mitad camino. Esos también pagaron un alto precio. A quienes vieron demasiado de cerca el abismo interior, como dice Aimeur, ahora les duele soñar.
Buenas Delta, el libro sí va sobre la ruta -gran parte de él está ambientado en ella-, y el comentario, desde luego, va sobre el libro. Efectivamente hay distancia entre la ruta y el hipermercado de la droga de Valencia. La alusión que se hace a Las Cañas -'que vagaban como muertos en vida por parajes tan apocalípticos como Las Cañas que tan bien ha retratado Aimeur'-, tiene que ver con algo que ocurre en el libro. Al leerlo, cobra sentido. Saludos.
me gusta el libro.......y entiendo mucho de lo ke allí paso en una epoca que para mi entender fué muy positiva....y si te caias por ese abismo era porque no entendias nada y no sabias porque estabas en esa ruta destroyer......al que no comparto ese nombre tan sucio con el que se etiquetó a valencia en los 90,ya que mas que la ruta destroyer para mi fué una decada doradaen muchos aspectosimportantes....pero claro....el desconocimiento de la misma te podria mandar al ABISMO.
O el libro no va sobre "la ruta", o el comentario no va sobre el libro, o algo no cuadra. Entre los yonquis de las cañas y los parkings poblados de gente de las discotecas de la fiesta, hay bastante distancia. De hecho, ni siquiera coincidieron en el tiempo.
Disfruté leyéndolo. ¡Gran libro!
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