VALENCIA. Entrar en un cuartel de la Guardia Civil siempre impone cierto respeto, más aún cuando se hace por decisión propia. Atravesar los muros de la calle Calamocha 4, donde está situada la comandancia en Valencia, nos introduce en un mundo de actividad constante durante 24 horas al día. Idas y venidas de agentes, llegadas y salidas de vehículos..., todo sigue un ritmo sincopado en una organización que funciona como una orquesta.
De inmediato comprobamos que los uniformes, más allá de su aspecto marcial, visten a hombres y mujeres con reacciones tan humanas como en cualquier otra profesión que tienen muchas historias que contar. Nos recibe la teniente Pilar Meléndez, Jefe de Sección del Seprona en Valencia desde julio de 2014. Es la primera mujer que ocupa el cargo, aunque recuerda que «las mujeres llevan 27 años en la Guardia Civil y están integradas en prácticamente todas las especialidades, es una situación bastante normal». Ella ingresó en la institución en 1991.
De semblante atento y gesto decidido, dosifica los tiempos, utiliza las palabras justas dentro de una eco- nomía del lenguaje preciso que relaja cuando habla de su vocación por un oficio de servicio público que le viene de familia. Hija y nieta de guardias civiles, nació en Bilbao «por casualidad» porque su padre estaba destinado allí. Recuerda cómo en el interior de la casa cuartel todavía había caballos.
Hoy las unidades de caballería están centralizadas, quizás de ese contacto arrancó su pasión por los animales. Años más tarde regresó al País Vasco ya como guardia civil, durante la tregua de ETA de 2006, rota por el atentado de la T-4 en Barajas. «Allí tienes que cambiar el chip; hay que estar totalmente pendiente del coche, de horarios, de con quién hablas y de qué. A varios compañeros les quemaron el coche».
LOS TESTIMONIOS DE LA MATANZA
Una decisión que le cambió la vida fue su participación en las misiones de la ONU en Bosnia y Kosovo a partir de 1997, en los años más duros de la posguerra. Su función era vigilar el cumplimiento de los acuerdos de paz de Dayton dentro del respeto a los derechos humanos, en una zona donde el odio y la desconfianza siguen marcando hoy las relaciones en- tre las diferentes fracciones enfrentadas.
Eran días de hambre, racionamiento del suministro eléctrico y de agua, cuando los alimentos básicos eran un lujo. «Los médicos recetaban leche a los niños porque sufrían falta de calcio. Unos niños con una mirada perdida, llena de tristeza», recuerda la teniente, que extrae un cúmulo de emociones que siempre la acompañan: «Ver a los niños pasándolo mal y con miedo es lo que más se te queda, lo más duro. Eso no se olvida nunca».
(Lea el artículo completo en el número de agosto de la revista 'Plaza')
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