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novedad editorial

Joy Williams crea una fascinante irrealidad en 'Los vivos y los muertos'

EDUARDO ALMIÑANA. 10/08/2015 La estadounidense retrata en su novela territorios fronterizos en los que la normalidad es estremecedora, las reglas decisiones personales y la realidad un espejismo

VALENCIA. El desierto en Arizona es un carroñero voraz que se alimenta de restos de esperanzas que han pasado a mejor vida, una alimaña que roba pedazos de futuros prometedores y sale corriendo hasta su madriguera después. Un depredador alado y oportunista que levanta del suelo las ilusiones de uno a la que se descuida y las deja caer para que se hagan añicos. El desierto en Arizona en el que viven Alice, Corvus y Annabel, no tiene compasión, pero sí veneno de sobra. Y espacio, mucho espacio abierto, muchos lugares en los que encontrar el fin de un modo u otro. Donde ellas viven los días y las noches siguen sus propias normas; donde ellas viven, lo que ocurre o deja de ocurrir, sea extraordinario o trivial, es auténticamente autóctono. Tan pronto un ciervo puede saltar una cerca y acabar casi ahogado en una piscina en mitad de una fiesta, como una casa arder hasta los cimientos dejando únicamente una sombra calcinada tras de sí. El desierto lo crea, el desierto lo desmenuza y el desierto lo hace desaparecer.

Así son las cosas.

Inmersas hasta el cuello en este escenario, en el que uno se pierde y desfallece escapando de tantos caminos para salir como existen, Alice, Corvus y Annabel han optado por afrontar la vida a su manera. Una vida que las ha marcado en un aspecto por igual: a las tres las une la orfandad temprana. Alice es la defensora de las causas que les son indiferentes a la sociedad humana; Corvus, marcada por la pérdida, parece desempeñar la tarea de existir sin más; Annabel por su parte intenta obtener las habilidades que le permitan sobrevivir en un entorno nuevo y hostil como aquel en el que ha acabado. Estas tres huérfanas son tres de los personajes que pueblan el desierto que ha creado Joy Williams (Massachusetts, 1944) para su novela Los vivos y los muertos (Alpha Decay, 2014), ese que le sirvió para ser finalista del Premio Pulitzer en 2001.

A través de ellas conoceremos también a unos fabulosos secundarios, protagonistas de historias que aunque por momentos resulten casi fantásticas, han sido perfectamente hilvanadas en el tapiz de la novela de Williams, un tapiz decorado con motivos de muerte y de vida, de ser y de no ser. Escrita con un estilo tremendamente personal y reconocible, esta obra es un derroche de capacidad de síntesis y por supuesto, de imaginación. Mención especial para ese poder literario de la autora que le permite hacernos creer lo increíble e incluso conseguir que sintamos cierta familiaridad con situaciones totalmente anómalas. La fascinante atmósfera de irrealidad que crea Williams, con personajes elaborando reflexiones excesivas que al cabo de unas cuantas páginas de lectura ya pasan por normales y necesarias, cautiva, engaña y nos lleva de pronto a ser esa cuarta adolescente huérfana que podría acompañar a las protagonistas.

¿Quién está vivo, quién muerto? Ginger, la difunta madre de Annabel que se le aparece a su padre -un hombre renovado tras la muerte de su esposa que ahora disfruta de la compañía de su joven jardinero-, tiene planes que todavía desea llevar a cabo. Corvus, que sí respira, parece sin embargo vacía de toda vitalidad. Los del más allá ultraterreno y los del más acá del terruño inhóspito mezclados para poner en duda hasta lo más básico respecto a nuestro papel como parte pensante del cosmos: 'creo que no nacer es muy responsable desde un punto de vista ecológico', que diría Alice.

Los vivos y los muertos logra transmitir y transportar la acedía de la que se habla en el libro; esa pereza, esa flojera, tristeza o angustia, que caracteriza a unos personajes conscientes de que participan en una obra tragicómica en la que de pronto cae el telón y todo queda reducido a una inscripción en una lápida, a unos cuantas anécdotas contadas en un velatorio, y avanzando a escala de tiempo geológico, a poco más. Un humano o un coyote o un ave rapaz. Da lo mismo, todos se deshacen en poco tiempo. A veces, ni siquiera memoria queda del que se va. Como en el caso de esa anciana a la que observamos esperar la muerte en un asilo, que guarda sin saberlo las cenizas de su marido, de cuya desaparición no es siquiera consciente: 'Si una determinada substancia era capaz de crear pequeñas ínsulas muertas en el cerebro, si podía aniquilar la deslumbrante jungla surcada por las sombras del afecto, el deseo y el placer y arrasar con todo y transformarlo en un páramo quemado por el sol donde ni el pensamiento más primitivo pudiera arrastrarse o dejar siquiera un rastro, ¿de qué podía servirle a una persona lo que le ocurriera en esta vida?'.

EL DESIERTO, EL SINSENTIDO DE LA VIDA

Un páramo quemado. La nada tras uno como gran broma sin gracia final, el último chiste sin público. El después encarnado en un desierto abrasado por el calor de un sol que se dedica a borrar rastros. Hablando de páramos, no es difícil encontrar un parentesco razonable con el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esa Comala repleta de fantasmas que viven como vivieron. Aburridos o cansados o ambas cosas a la vez. Porque el aburrimiento y la adaptación a él son un eje esencial de esta novela de Williams. Pero no un aburrimiento como ese que se experimenta en una ciudad vacía en agosto, ni mucho menos ese aburrimiento exprés nacido al albor de la era de la ultracomunicación y que ahora forma ya parte de nuestras vidas. Aquí hablamos de un aburrimiento pesado y solemne, uno que es casi orgánico y palpable, un aburrimiento que suda, que envejece, que se extiende como una masa viscosa entre quienes están ya muy acostumbrados a él, tanto que no se plantean huir, sino saber manejarlo.

¿Existe un sentido de la vida? ¿Puede encontrarse? ¿Mi vecino forma parte del reino de los vivos o de los muertos? ¿Y ese que sale en televisión? ¿Estoy yo mismo más vivo o menos vivo que ayer o que mañana? No es fácil saberlo. Probablemente, la respuesta se esconda en el saber que reside en la naturaleza de los territorios fronterizos, zonas o estados como el purgatorio, el limbo, el color gris o Arizona.

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