VALENCIA. Cargar el carrito del supermercado es a simple vista una necesidad básica más de nuestra vida cotidiana. Sin embargo, hacer la lista de la compra esconde uno de los mayores debates sociales que enfrentan a grandes multinacionales y pequeños productores en plena encrucijada por la supervivencia de la humanidad y la sostenibilidad del planeta.
Dos modelos de agricultura, la ecológica y la transgénica, compiten por superar los estragos de la química y atenuar el impacto ambiental de la actividad agrícola: los unos, enriqueciendo la fertilidad del campo a base de materia orgánica, y los otros manipulando genes con pipetas en el laboratorio. Hasta aquí la discusión parece sencilla. Pero cuando los partidarios de un lado u otro proclaman sus productos como los más sanos, los más seguros y los de precio más justo, las diferencias se encienden y las dudas asaltan al consumidor. Al bioquímico José Miguel Mulet le han lanzado a la escena mediática frases provocadoras como «un tomate lleva más tecnología que un iPhone». Precisamente el suyo le sirve para explicar con una foto para qué valen los transgénicos en soja y maíz que ceban a la mayor parte del ganado de consumo. La imagen muestra dos marcas de huevos en un conocido supermercado. Una afirma no alimentar a las gallinas con soja transgénica y cuesta 2,48 euros. La otra, convencional, 1,39 euros. «La diferencia es no usar transgénicos y cobrar un 80% más. ¿Podría soportar cualquier país que la cesta de la compra se encareciera a ese nivel con un 26% de paro? La gente pasaría hambre», observa en su despacho del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas de la Universidad Politécnica de Valencia.
LA GUERRA DE LAS SEMILLAS
A pocos metros, en otro despacho del mismo campus, la ingeniera agrónoma María Dolores Raigón, profesora e investigadora en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica y del Medio Natural, rebate que mantener la alimentación mundial sea imposible sin transgénicos. «La mayoría de las semi- llas transgénicas alimentan al ganado. Las grandes explotaciones en Latinoamérica para obtener proteína animal son una burrada de la cadena alimentaria, cuando la proteína vegetal contiene el mismo alto valor biológico. Esto es soberanía alimentaria: unos pocos poseen las semillas y los agricultores se convierten en aplicadores de sus recetas», sostiene esta profesora, una de las mayores expertas en agro- ecología a nivel estatal.
Para Raigón, la solución se llama agricultura ecológica, un método de producción amparado en una normativa europea que, recuerda esta ingeniera agrónoma, no nace de un hippy que se lía la manta a la cabeza y coge la azada para cultivar sin contaminantes. Informes científicos elaborados en Centroeuropa, con tradición en estudio de las agresiones ambientales del sector primario, sustentan una medida legal que se traduce en acción social y política contra las posibles repercusiones de la agricultura convencional.
La Unión Europea delega los controles a los estados miembros como España, que a su vez los confía a cada comunidad autónoma. «Como la norma de calidad de una Denominación de Origen, las empresas de certificación garantizan al consumidor que los alimentos han pasado el sesgo de producción ecológica marca- do por la normativa, la cual prohíbe los fitosanitarios y fertilizantes de síntesis o limita la concentración de nitratos», explica Raigón.
Sin embargo, según Mulet, la agricultura ecológica no es más que una etiqueta legal no científica que contenta al que no vive de la agricultura. «El reglamento no tiene base científica cuando sólo autoriza lo natural y prohíbe lo artificial o recomienda el uso de homeopatía y de los preparados biodinámicos de Rudolf Steiner, quien se basaba en enterrar cuernos de la fertilidad y calaveras en los lechos de los ríos. El agricultor que vive sólo de la agricultura, si no le sale rentable la ecológica, se pasa a la convencional. Los más radica- les no viven del campo. Las principales explotaciones ecológicas se sustentan del turismo rural que alquila habitaciones, excursiones y huerto ecológico».
Raigón, que preside la Sociedad Española de Agricultura Ecológica, identifica al comprador ecológico por su compromiso con el medioambiente, la biodi- versidad de los alimentos de kilómetro cero o la huella de carbono de los gases de efecto invernadero. Para Mulet, autor de Comer sin miedo, libro sobre los mi- tos de la alimentación, el bolsillo define al destinatario final de los productos ecológicos. «No es un consumidor concienciado, sino gente con dinero a la que le gusta gastárselo pensando que llevará una vida más saludable».
EL PRECIO DE LO BIO
Con o sin conciencia verde, ninguna de las partes discute que el precio de los comestibles bio resulta caro. Pero hay matices. El pequeño volumen de las explotaciones, la menor demanda del mercado y el incremento de la mano de obra en el campo en sustitución de los agentes químicos son factores que justifican, indica Raigón, el elevado coste final de lo ecológico. «Según la FAO, por cada euro que el consumidor gasta en comida no ecológica, paga un euro más para subsanar los efectos medioambientales y otro más para los problemas sanitarios. El precio comercial de lo convencional no es tan alto porque el valor colectivo, que es el doble, no está incluido», subraya Raigón, quien lamenta las pocas ayudas destinadas a la agricultura ecológica en beneficio de la convencional.
Según los números de la UE, la causa verde sale ga- nando, señala el bioquímico. «Si la producción eco- lógica no llega al 5% de la agricultura europea total y se lleva entre el 10 y 15% de las subvenciones, obtiene casi el triple. En cuanto a ayudas al consumo, campañas y cursos, ¿cuánto se subvenciona al agricultor que siembra maíz transgénico? Cero. Que no lloren los ecológicos». La opción verde no es la mejor estrategia, observa Mulet, cuando España ocupa el cuarto puesto en recibir más subvenciones pese a ser el primer pro- ductor ecológico en Europa. «La financiación europea superó los 1.400 millones de euros entre 2007 y 2011, mientras la superficie ecológica cultivada sólo creció del 4% al 5%. ¿Está justificado todo ese pastón cuando en Mercadona no vemos productos ecológicos?».
La normativa europea de ‘agricultura ecológica' se acuñó por primera vez en 1992, cuando los transgénicos, a su vez, empezaron a extenderse por el mundo. Un par de décadas es tiempo suficiente, dice Mulet, para no temer efectos secundarios indeseables de la manipulación genética. «La diferencia del transgénico es un trozo de ADN que produce una proteína que al ser digerida se va al estómago, se rompe en cachitos y desaparece. En julio de 2014, un estudio afirmaba que, tras analizar todo el ganado de Estados Unidos desde los años 80 hasta la actualidad, los animales estaban igual de sanos con o sin transgénicos. Como una cirugía, sólo se insertan los genes que interesan, facilitando llegar al objetivo sin un cambio aleatorio perjudicial».
Todos los alimentos deben cumplir la reglamentación sanitaria, pero, matiza Raigón, los ecológicos son más seguros, al pasar un doble control en la trazabilidad de los alimentos, «a diferencia de los no ecológicos, que pueden contener sustancias residuales que lleguen a la boca al morderlos sin lavar». Para Mulet, no hay dudas de que lo convencional encarna la seguridad alimentaria. «Las campañas ecológicas dicen que todo lo demás es malo sin publicitar lo bueno que ofrecen. Las cifras de producción en relación con el número de alertas es mucho menor en lo convencional. Lo transgénico es más respetuoso con el medioambiente al evitar insecticidas y producir el efecto halo: un campo no transgénico que linda con otro transgénico también se beneficia de no padecer plagas».
La experta en agroecología defiende el valor nutricional de lo ecológico con el ejemplo de un zumo de naranja. «En el ecológico, el nivel de vitamina C está en torno a los 45 miligramos por cada 100 gramos, y en los no ecológicos en 35 miligramos. Si la dosis diaria recomendada es de 60 miligramos, hay que gastar casi el doble con el convencional». No esperen que el bioquímico esté de acuerdo en este punto: «Lo sano es la dieta, no el alimento. ‘Ecológico' sólo se refiere al tipo de producción, no al nivel nutricional. No se puede decir que las plantas con pocas calorías y mucha fibra son ecológicas y los aguacates no lo son, o que el filete de ternera no es ecológico porque tiene mucha grasa. Las diferencias entre convencional y ecológico son mínimas».
MÁS QUE UNA CUESTIÓN IDEOLÓGICA
Sólo hay un único punto de encuentro en todo el debate. Ambas partes coinciden en rechazar que se trate de una cuestión ideológica. «Cuando una enfermedad grave impacta en nuestra familia o nace un hijo, nos sensibilizamos con la comida. Los valores son la salud y la protección, no el nivel social o económico», explica Raigón. La elección por lo verde, insiste Mulet, se identifica con el poder adquisitivo. «¿Alguien ha visto tiendas ecológicas en un barrio obrero? Otra cosa es que los consumidores ecológicos digan que son progres. Por otro lado, Estados Unidos es el líder en producir y consumir transgénicos, seguido de Brasil, Canadá y Argentina. También los cultivan India, Cuba y otros países en desarrollo. No es un problema ideológico».
A la reflexión final sobre qué futuro les deparará a nuestras despensas, Raigón espera medidas correctoras que prohíban las grasas trans, como en Dinamarca, y abraza la dieta basada en proteína vegetal de origen ecológico como salvación para los 9.500 millones de personas que el mundo deberá alimentar en 2050. La ilusión de Mulet, que anhela la salida al mercado europeo del trigo apto para celíacos, es comer una paella de arroz dorado transgénico, que previene la carencia de vitamina A, responsable de la ceguera en gran parte de Asia. Verde o con genes, usted, consumidora o consumidor, tiene la última palabra.
El debate no es entre transgénicos y ecológicos, sino entre ecológicos y no ecológicos y por otro lado entre transgénicos y no transgénicos. Son dos cosas diferentes.
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