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historias de anticuario

La pintura valenciana antigua que sólo quisieron adquirir dos canadienses

JOAQUÍN GUZMÁN. 01/08/2015 Una pieza hecha a la manera de Joan de Joanes abandona el país después de que ningún valenciano pujara por ella

"Fui huésped de los anticuarios en el país de los millonarios del dólar, como el doctor Rosebach, ante cuyas tiendas los pequeños coleccionistas pasaban lanzando miradas tímidas"

Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memorias de un europeo

VALENCIA. Hay una norma que nunca he visto escrita, pero el consenso la mantiene viva: una antigüedad es una pieza de más de cien años. Obviamente, se descarta aquello forjado por la madre naturaleza. Diríamos, por tanto, que todo lo que se creó durante la primera contienda mundial y ha sobrevivido ya podemos darle el glorioso carácter de antigüedad. Y, ciertamente, esa centuria mínima exigida es bagaje suficiente para que la humilde obra de un artesano o la pieza maestra de un artista, presuma de encerrar una historia o varias: en ocasiones un microrrelato, en otras toda una novela, pues como se dice de forma manida y cursi (imposte para ello la voz cual narrador del NODO) "ha sido testigo privilegiado de relevantes acontecimientos de nuestra historia". Y es que la mayoría de buenas historias las desconocemos, pero sucedieron. No solo  aquello de lo que tenemos noticia aconteció. Recuerden lo del iceberg.

La de la pequeña tabla que obraba en mi poder era de esas historias vedadas. Con el tiempo había quedado como una pieza exenta, lo único que sobrevivió de un pequeño y quizás humilde sagrario ejecutado en madera de pino por un taller de intramuros o de alguna localidad cercana a Valencia. Porqué no se conserva el resto del mueble lo desconozco, si sigue en pie la  iglesia, capilla o  convento donde se le dio uso, es algo que nunca sabremos. Adquirida  por un coleccionista, este, a su vez, se desprendió de ella años después, y aquí la tenía. Los buenos coleccionistas compran, pero también venden o cambian. Las colecciones de verdad son entes vivos que crecen, menguan, cambian su fisionomía, su dirección. Quien acumula sin sentido no es un buen collector, como dicen los marchantes de ahora engolando la pronunciación.

Volvamos al objeto: fue habitual desde el siglo XVI hasta bien entrada la pasada centuria, representar en la puerta de los sagrarios un Salvador Eucarístico con la sagrada forma en una mano y el Santo Cáliz valenciano en la otra. El modelo remitía directamente a Joan de Joanes y  sus representaciones más celebradas del maltratado Museo San Pío V y en el celebérrimo Prado. La portezuela, presentaba una atractiva singularidad: estaba decorada, al temple, también por su parte trasera. Motivos vegetales a candelieri y fondo dorado propios del último Renacimiento. El autor, si bien conoció la obra juanesca, probablemente nunca se topó con el eximio pintor del Carrer de Baix. Como pequeño tesoro autóctono le busqué un buen lugar. Y "como no podía ser de otro modo", absurda expresión empleada hoy día ab nauseam, no tardaría en aparecer un ávido comprador local. Los meses pasaron y la expresión una vez más careció de sentido, pues el comprador no llegó. El par de ofertas que tuve las tildaré eufemísticamente de ofensivas.

Pero abandonemos la pose de historiadores del arte. Una bochornosa mañana de junio entraron dos hombres de no más de cincuenta años. Extranjeros sin duda. La pequeña tabla les sedujo desde el primer instante. Abrí los ojos, pues la pieza la tenía ya en la lista de objetos de difícil venta. Un hecho incomprensible para mi. A partir de ahí se precipitaron las preguntas en un batiburrillo compuesto por un esquemático castellano suyo, un lamentable francés por mi parte y un aceptable inglés al fin. Mis visitantes querían saber todo sobre aquello, y yo me conformaba con algo acerca ellos. En la época dominada por las obras de arte de Messi, de los chefs estrella y los palos selfie, quien visita una galería,  anticuario o librería, es alguien sin duda peculiar. En este caso dos canadienses en pleno año sabático en nuestro "fascinante" país, según sus propias palabras. Les pregunté si venían de una moderna ciudad rodeada de parques naturales. Nada más lejos: ‘¿Conoces Fargo?', me preguntó uno de ellos. Nadie conocía Fargo hasta que los hermanos Coen tocaron con la varita mágica a la ignota población. "Nuestra ciudad está muy cerca" (Fargo se halla a unos 270 km de la frontera con Canadá). "Todo es plano allí. No hay nada. En invierno hace mucho frío", fue la lacónica descripción. Para mi suficiente. En el interín habían decidido que se quedaban la tabla. El precio nunca fue problema.

Me sorprendía que algo tan valenciano despertara tanta admiración para unos y quienes debían apreciarlo le sometieran a tal ninguneo. Una vez tomamos cierta confianza, me hicieron una observación sobre la responsabilidad de países como el nuestro de preservar  la tipicidad, autenticidad, la cultura. Sí, he dicho responsabilidad. Su país también la tiene sobre un entorno natural único. Ambos son patrimonio mundial. España representa en sí misma un patrimonio de la humanidad. Viajeros llegados de muy lejos desean hallar muchas de las cosas de las que nos desprendemos o maltratamos porque no valoramos. La vieja Europa debe seguir aspirando a causar fascinación. La unificación cultural es descorazonadora, pues al final unificar es olvidar.

La pequeña tabla seguirá acumulando historias allá dónde se halle. Recuerdo, no hace demasiado, un debate: ¿Es bueno desprendernos de lo nuestro? Uno de mis interlocutores lo defendía. Veía un orgullo que grandes museos como el Metropolitan expusieran los impresionantes platos de reflejo dorado de Manises o los tesoros de la Hispanic Society en el corazón de la gran manzana. El otro, al contrario, lo veía como un desastre fruto de una profunda crisis cultural. El patrimonio material e inmaterial conforma la singularidad de un territorio. Los museos, afortunadamente, conservan buena parte del rico patrimonio, pero me da la sensación de que fuera de ellos hay menos interés.  

Estos días me han mandado una fotografía para la reflexión. Se trata de una instalación realizada por los hermanos Boroullec  para el museo Victoria y Alberto de Londres. La instalación consiste en una gran superficie ondulada alfombrada en atractivos tonos azules situada frente al retablo del Centenar del la Ploma. La instalación invita a, sentarse o incluso tumbarse y contemplar relajadamente de la magistral pieza del gótico valenciano. El museo londinense muestra su orgullo por el monumental retablo con su puesta en valor. Inevitablemente ello me remite a nuestro querido San Pío V, que nunca se ha visto como una oportunidad sino siempre como un problema. La cuestión, salvando las distancias  no deja de recordarme a la humilde puerta de sagrario, inapreciable para quienes han convivido varios siglos con ella en un espacio y cultura común,  y admirada por dos visitantes de un pueblo canadiense cercano a Fargo, donde todo es plano y nunca pasa nada.

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1 comentario

lobo escribió
17/08/2015 14:12

Un artículo muy instructivo y muy interesante sobre como los valencianos despreciamos muchas veces lo nuestro... pero es más interesante aún que el que escribe estas palabras es el que se dedica a venderlo al extranjero desde supongo su tienda de antiguedades. Si tan valioso era podría haberlo intentado hacer algo más que ponerlo en su escaparate. Un poco hipocrita la actitud del autor. Sin embargo, el mensaje es bueno.

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