VALENCIA. Antes de la gran crisis el país funcionaba como debía funcionar, o si no lo hacía y su interior ya era un entorno tumefacto y con pocas posibilidades de mejorar, nadie parecía ser consciente de ello. La prosperidad estaba a la vuelta de la esquina, muchas esperanzas habían sido invertidas y también mucho dinero, que se quemaba en las locomotoras de la economía nacional. ¡Es la guerra! ¡Traed madera! Los billetes entraban en el horno a paladas de los sudorosos maquinistas y salían por la chimenea convertidos en humo, solo humo, partículas en suspensión que se elevaban en el aire y desaparecían sin más. Partículas insignificantes. Recuerdos volátiles. Los años locos se esfumaban como una ilusión ingenua: ¿de veras iba a salvarnos la venta a plazos?
Tras esto el panorama que queda es desolador. El abstracto y cambiante mundo de la bolsa ha hecho crack y su crujido se ha cobrado un sinfín de víctimas. Los años veinte y su felicidad de charleston no van a volver. En las calles de la tierra de las oportunidades, los hombres de las fábricas y de las minas se preguntan sentados en el banco de un parque, ¿y ahora qué? Ahora comienza el juego de la supervivencia. Un juego del que nadie conoce bien siquiera las normas.
Tom Kromer (1906-1969, Virginia Occidental) pasó cinco años viviendo en las peores condiciones posibles, convertido en vagabundo entre incontables vagabundos en un país que en sus propias palabras 'apestaba, un país envuelto en el hedor de la comida y el forraje que, acumulados en silos, almacenes y graneros, se pudrían porque nadie tenía dinero para comprarlos'. Que levante la mano a quien esto le suene. Kromer, que tuvo que dejar la universidad por no disponer de suficientes recursos, intentó buscarse la vida trabajando en una fábrica de vidrio como su padre e incluso como maestro en escuelas rurales.
Pero cuando la Gran Depresión se cebó con quienes no tenían un apellido digno de la revista Forbes, las posibilidades se agotaron, y pronto comenzó a formar parte de los ejércitos de trabajadores en paro cuyos cuerpos huesudos y correosos se acumulaban clandestinamente en fríos vagones de trenes, en cárceles o en multitudinarias habitaciones para mendigos de albergues cristianos. Kromer había conocido una vida mejor, como la mayoría: 'Por entonces llevaba zapatos con polainas. ¡Qué más quisiera yo ahora que llevar unas polainas! Si tengo las suelas de los zapatos tan desgastadas que con pisar una moneda me basta para saber si es cara o cruz!'.
Nada que esperar (Sajalín Editores, 2015), es la crónica de la miseria inesperada, la historia de un hombre a quien alcanzaron como un rayo fulminante las consecuencias del gran engaño todavía vigente despojándolo de todo, incluso de la esperanza, que decían que era lo último que se perdía, cuando resultó ser lo penúltimo. Publicada originalmente en 1935 e inédita en castellano hasta ahora, es la única novela de un autor que decidió dar un testimonio tremendamente realista de los sabores y olores de la desesperación, y que además lo hizo con una prosa que extrae del suelo su lenguaje propio y lo ofrece de un modo que todos, o casi todos, podemos entender y sufrir.
¿Hay belleza en Nada que esperar? Quizás la haya, aunque tal vez sea frívolo buscarla. Lo que seguro hay es una historia que merece ser leída, una historia que cuando termina hace que miremos de nuevo la solapa del libro y nos preguntemos si fue escrita en los años treinta de posguerra o en pleno verano del siglo veintiuno de la troika y del grexit.
'A LA GENTE NO LE GUSTAN ESAS HISTORIAS'
'Karl escribe sobre bebés que se mueren de hambre y sobre hombres que recorren las calles en busca de trabajo. Pero a la gente no le gustan esas historias, no le gustan los relatos de Karl porque en ellos escuchan el llanto desesperado de las criaturas y ven el hambre en la mirada de los hombres. Karl siempre pasará hambre. Y siempre describirá cosas para que al leerlas, la gente las vea'.
No nos gustan estas historias, es lógico. De hecho, estas historias solo deberían existir en ese apartado de la imaginación que a veces, morbosamente, nos sitúa en situaciones límite. Ahí deberían residir y en ningún lugar más. Sin embargo, existen, y es arriesgado escribir sobre ellas. Hay tantas historias que contar en Siria, tantas en las barriadas más olvidadas de Europa, tantas al final de esos caminos en cuyos márgenes vive la muerte. ¿Quién tiene valor para contando con un plato caliente en la mesa, montarse en un todoterreno polvoriento e ir en busca de esa crónica que la única riqueza que reportará será la de haber trasladado una realidad desde ese universo que nos resulta desagradable e incomprensible hasta este, donde todo creemos que brilla más? Unos pocos.
Unos pocos son capaces, eso es todo. No tienen nada que esperar más que la atención de algunos y la indiferencia de muchos. El mundo está lleno de vagabundos mojados. Hay quien quiere contar sus historias. Incuso hay quien quiere leerlas. 'Luego pasan la página y nadie se acuerda del vagabundo que se está mojando. Pero el vagabundo que se está mojando no se olvida de nada. El agua que se desliza por su ropa empapada no le deja olvidar. Y las punzadas en la boca del estómago tampoco'.
Por supuesto hay quien no olvida, o que se esfuerza en no hacerlo. El estupor que exudan las páginas de Nada que esperar no se desprende de las manos fácilmente. El estupor de los protagonistas que en mitad de la gran batalla por cincuenta centavos o cincuenta céntimos, miran a su alrededor y tratan de entender por qué se encuentran donde se encuentran. Que se preguntan por qué ese vecino tiene los ojos tan hundidos y ese otro un reloj inteligente tan caro. Resulta que es cierto, como dice Kromer: 'en los parques y en las calles ocurren muchas cosas desconcertantes'.
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