(Este artículo se publicó en el número de marzo de la revista Plaza)
VALENCIA. Amenazas de muerte, insultos xenófobos, vulneración de derechos humanos, policías sin placa... El Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la comisaría de Zapadores (Valencia) se ha convertido en un habitual de las páginas de sucesos. El pasado 11 de febrero, el juzgado de instrucción número 12 de Valencia admitió a trámite una querella interpuesta por el interno Mohamed Rezine Zohuir por haber recibido una brutal paliza. Hay 21 firmas de internos que avalan su testimonio.
La querella se suma a la de Ben Yunes Sabbar, que aseguró que un policía le amenazó de muerte tras golpearle brutalmente. Un total de 17 puntos de sutura en la cabeza dan fe de que algo pasó. Asegura que la intervención de una enfermera, al grito de «deja al chico, que lo vas a matar», impidió males mayores. Al cierre de esta edición, la querella hacía cola en el juzgado número 14 a la espera de ser admitida.
Son sólo dos casos, pero hay más de 30 similares en los últimos años. Lo cierto es que, de momento, no hay ninguna condena que avale que los hechos son ciertos. Y ése es el problema con el CIE de Zapadores. Para algunos estos casos son simples estrategias para evitar una expulsión, exageradas por ciertas asociaciones y amplificadas por los medios. Para otros, el día a día de un lugar que, en muchos sentidos, es peor que una cárcel y al que el Ministerio de Interior niega el acceso a la prensa.
CRIMINALIZAR LA EMIGRACIÓN
No es una exageración, pero los CIE (creados en 1985 a instancias de la Unión Europea) son, en muchos sentidos, peores que una cárcel. Son centros no penitenciaros de los que hay 280 en territorio comunitario y hasta 480 en otros países. Es el lugar en los que, tras una decisión judicial, se interna a un extranjero irregular hasta que se determina si debe ser expulsado.
Ana Fornés es el rostro de la Campaña por el Cierre de los CIE en Valencia, que agrupa a unos 30 colectivos. Para ella hay un dato que avala la tesis de que su objetivo es criminalizar la inmigración irregular: sólo el 47,5% de los que pasan por allí en España será definitivamente expulsado.
Sobre las denuncias, explica que «algunos nombres de funcionarios se repiten con demasiada frecuencia, otros jamás han aparecido... ¿Por qué? Las víctimas del CIE hablan incluso de turnos mucho peores que otros. Hay que tener en cuenta que, por las condiciones, la gente se embrutece, tanto los internos como los policías».
Lo cierto es que, visto el último informe de la Defensora del Pueblo, Soledad Becerril, no parece que la situación sea tan mala. En el documento, sólo una de las sugerencias pide sanciones contra los policías que no lleven a cabo correctamente las rondas nocturnas, ya que los funcionarios falsifican los informes. En el apartado técnico, apunta también a que «los partes de lesiones (...) no se ajustan al modelo establecido». No es mucho, pero suficiente.
El resto del informe cita cuestiones que, desde fuera, no parecen tan graves, pero desde dentro sí los son. Agua fría en las duchas, falta de ropa de abrigo, deficiencias de higiene, plagas de chinches que duran casi un año...
«Aquí estamos peor que perros». Ha sonado el teléfono en el patio de hombres del CIE y un joven de unos 30 años, que no quiere dar ni su nacionalidad accede a hablar con Plaza. Llegó en busca de un futuro mejor, pero sus estudios universitarios no le dieron más que para algún trabajo temporal y mal pagado. Lleva 15 días y no sabe cuándo saldrá ni si seguirá en España. Como anécdota, habla del policía que le tiró el café a la basura por no haber pedido permiso para comprarlo.
«Lo que te va matando por dentro», explica, «es el día a día sin saber qué hacer ni qué va a ser de ti y, a veces, sin nadie que te pueda ayudar desde fuera. Está sucio, la comida es basura, los días se hacen eternos... Normal que la gente explote». Ese mismo día había diez internos en huelga de hambre y, varios días antes, uno amenazó con suicidarse.
Le pasa el teléfono a una costarricense que se ganaba la vida en mercados ambulantes. Parece al borde de la depresión. Tampoco sabe qué será de ella y la incertidumbre es una gota china que va mermando su capacidad de resistencia. Ser mujer en un CIE -aunque son pocas y están separadas- es todavía peor. Rodeadas de hombres, lo normal es sentir miedo 24 horas al día.
NI BLANCO NI NEGRO
Que los CIE son un foco de problemas lo reconoce abiertamente Roberto Villena, secretario del Sindicato Unificado de la Policía (SUP). Para él, «la policía debería limitarse a las labores de vigilancia y a las tareas administrativas propias, pero dentro tendría que haber trabajadores sociales», algo en lo que coinciden todos los entrevistados.
Aunque reconoce que es un destino poco agradecido para un agente, también recuerda que «hay quien podría haberse ido a otro destino y que no lo ha hecho, porque se siente identificado con los problemas de esta gente y quiere ayudar». Recuerda, y no se equivoca, que eso no se suele publicar. Sobre las denuncias sí lo tiene claro: no tienen base.
«Puede que exista algún caso concreto de alguien que se haya extralimitado, pero hay 47 cámaras en el CIE y ninguna ha grabado nunca nada: «El peor castigo que establece el código penal es la privación de libertad, pero en un CIE hay gente retenida por una simple falta administrativa, el equivalente a una multa de tráfico, y cuyos derechos más básicos se ven conculcados en todo momento. Y todo con el aval del Tribunal Constitucional». Lo dice Ángeles Blanco, abogada y vocal de la Junta de Extranjeros del Colegio de Abogados de Valencia. El panorama que describe es el paraíso de la arbitrariedad, en el que una persona puede acumular hasta cuatro abogados y no saber quién le representa o pasarse 60 días en una especie de cárcel y salir al día siguiente libre y sin una explicación.
«En principio, todo es correcto», añade Carmen Cabrera, compañera de Blanco en el Colegio de Abogados. Pero en la práctica «la inseguridad jurídica», añade, «es tal que, por ejemplo, se identifica a dos personas. Una tiene antecedentes y la han intentado expulsar antes pero sin éxito, la otra carece de papeles porque los perdió al irse al paro pero pertenece a un país al que es fácil deportar: al CIE va la segunda».
Un policía que trabajó en el CIE como primer destino accede a hablar con Plaza, pero exige ver antes lo que se publica: «Yo me creo lo de las torturas, pero me pregunto qué haría cualquiera si le han escupido en la cara, se han cagado en sus muertos, y se niegan a obedecer una orden... pues igual uno se ha llevado una galleta».
«Eso sí, pon también que los que hay dentro no son angelitos», dice. Se refiere a que el 74% de los que pasan por Zapadores tiene antecedentes penales. Tampoco niega que hay funcionarios destinados allí como castigo, «pero son muy pocos». Sobre los internos, coincide con otras fuentes a las que ha tenido acceso Plaza: la mayoría de los problemas están relacionados con los internos argelinos. Preguntado sobre si es cierto que los agentes van sin identificar, sonríe y se encoge de hombros.
Francisco Silla, titular del juzgado de Instrucción nº 3 de Valencia, ha recibido muchas críticas -sobre todo de las ONG- pero a su favor hay que decir que eligió voluntariamente ser el juzgado que tutela el CIE de Zapadores, y que es el único de los otros ocho que hay en España al que no se le ha rebajado la carga de trabajo. Su discurso es coherente, propio de alguien que conoce bien lo que ocurre dentro, y así las cosas dejan de ser blancas o negras para convertirse en grises. Él, a diferencia de lo que hace el juzgado de Madrid, no permite que los internos tengan móvil.
«No todos los centros son iguales, y lo que algunos llaman arbitrariedad es a veces producto de situaciones dispares. En Madrid, a diferencia de Valencia, los internos están casi de paso. Si autorizamos aquí los móviles, ¿cuánto pasaría hasta que empezaran los robos? También pedí que les dieran cepillos de dientes, pero los convertían en punzones y di marcha atrás», añade.
Aunque las denuncias sobre malos tratos no son competencia de su juzgado, Silla no cree que existan, tampoco que los agentes trabajen sin identificación. En eso coinciden con la fuentes oficiales de la Policía Nacional. Es de los que se suma a la tesis de que los internos son capaces de cualquier cosa para evitar la expulsión, incluyendo una autolesión o una falsa denuncia. Dice que los comprende, y no da motivos para dudar de su sinceridad.
También asegura que acude cada tres semanas a visitar el centro, aunque los datos oficiales reflejan un número inferior (ocho en 2014). Lo que no se puede negar es que en febrero se entrevistó con Álvaro Cuesta (vocal del Consejo General del Poder Judicial) y Carmen Llombart (presidenta de la Audiencia Provincial de Valencia) para unificar criterios e intentar mejorar la situación de los internos.
Estos incidentes no pararán fácilmente. Debemos tomar algunos buenos pasos y tratar de mejorar la seguridad. No sé acerca de la razón por la que está pasando, pero la solución para librarse a cabo este tipo de solución es sólo una mayor seguridad.
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