VALENCIA. Me doy un volteo por los kioskos bar de la ciudad, una tipología asombrosa de garitos que no sé si pasa por el mejor de sus momentos. Lo que sí sé es que son un invento que, dignificados, nos avituallan de tanta felicidad como el emoji de la flamenca negra.
En JJ Dómine, bordeando la Avenida del Puerto al alcanzar visualmente el mar, se sostiene un kiosko rojo refulgente, herencia de los años 20, mantenido sin demasiado éxito hasta alcanzar la intrascendencia del cerveceo solar. A principios del XX era una recoleta isla mínima que servía vermut a los señores. "Vermouth Fermet-Branga", anunciaban sus letreros con una elegancia e inquietud estética que debió caer en desuso por exceso de estilismo.
El bibliógrafo Rafael Solaz, con el que la Wikipedia pierde todas sus partidas valencianas, recoge el origen: "la proliferación de este tipo de kioscos tuvo su apogeo a partir de la Exposición Regional de 1909, en la que se instalaron algunos de ellos. Fue entonces cuando se dieron cuenta de la importancia que tenían". Vendían vermut italiano, que era —lo es, qué demonios— el elixir de moda.
El kiosko de los jardines de San Francisco-Plaza del Ayuntamiento (maravilloso, pomposo) hoy sería carne de fotógrafos cuquis; el legendario de la plaza del Doctor Collado; los del Grao; el que solicitó un comerciante aventajado para ubicar en la bajada del puente del Real; el de la Emilio Castelar, sirviendo ron La Habana...
A quién le importan los kioskos. La cuestión es que, como tantas cosas de los años de Expo, nos los cargamos sin compasión. Sobrevive el de JJ Dómine y el concepto resiste repartido como migas de pan por distintos tramos del Turia. Todos tienden a hacérnoslo más fácil porque colocarse en un jardín junto a una isla que sirve víveres es una complacencia colosal. Pero no hay apenas lustre del que tuvieron, han perdido el protagonismo, relegados al estándar. Hay una excepción: el Kiosko La Pérgola. Eso vendrá después.
Con el jaleo que hemos montado por la necesidad de que nos pongan un food truck en cada esquina, de importarlos a gogó y de que hasta José Mujica salga pidiendo su legalización, y resulta que ya teníamos reductos diseminados por la ciudad que sirven comidas simples a pie de calle y jardín, permiten la animación alrededor de sus estructuras, facilitan comer en el espacio público... Extendamos la teoría de los kioskos bares como precuela de los food trucks. (La periodista Marta Hortelano desliza en este vídeo su propia tesis al respecto).
En lugar de caer en la tentación de tan solo importar formatos en boga, nos vendría ciertamente bien darnos un volteo por la propia trastienda y adecentar soportes como los kioskos bar, plataformas poco renovadas, olvidadas por su cotidianidad, pero casi todas ellas un éxito popular cada fin de semana. Tienen casi todo aquello que nos chifla: aire libre, proximidad y consumo sosegado. Pero casi todos carecen de emblemas, salvo la gran excepción, el rey de reyes en los kioskos de la ciutat: el Kiosko la Pérgola.
Si una manada de cachorros salidos de una startup levantara en plena Alameda, con orientación este, sur y oeste, un garito de hierro y cristal para surtir de bocatas infalibles, aquello nos parecería el séptimo cielo. El problema y la bendición de La Pérgola es que ha estado siempre.
Sus banquetas incrustadas frente a la barra, tal que en cacharrería, que parece que vayan a empezar a girar como en carrusel. Su casticismo que enfrenta con contundencia el interior del kiosko con el iluminado exterior. Su minipérgola icónica a un lado, empleada para cocinar (Mariscal tiene un dibujo de esta dependencia en el que luce como símbolo municipal), en su función de satélite.
Caen por las paredes las historias generacionales de aquellos que para hacer memoria usan la expresión "en mi época". La Pérgola ha servido de escenario de experiencias latentes desde que Bernarda y Juan lo llevaran a la vida a principios de los años sesenta. El alma de familia, el barniz sesentero, se ha guardado imperturbable. Cobijando a una ciudad de alameda que se sentaba al sol de su perímetro a ponerse a parir.
Valencia y herencia hasta el extremo de que el mortero que se usa para dar cuerpo a la salsa secreta arribó a los pagos de esta familia en plena riuà del 57, procedente por las aguas quién sabe desde dónde. Lo consideraron una señal y decidieron conservarlo sin buscarle sustituto. Y así con el resto.
Los hermanos Juan, David, Carlos y Javi tomaron en herencia los destinos del kiosko bar, prolongado la dicha. Dos o tres centenares de bocatas por día, dispensa de almuerzos de pleno al quince. Sepia y chivito. El superbombón, una unión cósmica de lomo, queso, champiñón y mayonesa. La veneración con toque primario.
La Pérgola es un emblema para no parar de reivindicar, necesitado de renovar su barniz sin modificar sus principios.
Son los kiosko bar. ¿Food truck? Vale, ¿pero qué pasa con el kiosko bar?
"hace unos años no llenaba"..?? te refieres hace 10 años?? 15 años?? hacía tiempo que no oía un comentario negativo sobre La Pérgola (y que no fuese referido a cómo han ido encogiendo los bocadillos). Yo también paso todos los días y el humo que desprende me parece que es el necesario para hacer tortillas y bocadillos para doscientas personas cada día.
Para kioscos bien conservados y con utilidad los dos de Castellón, el de la Plaza del Real y el de Plaza de la Paz. Salut i bon día.
La Pérgola hasta hace unos años no llenaba esa parte de la Alameda de un olor a fritanga con su humo correspondiente que hace que los peatones tengamos que desviarnos para poder seguir vivos (y está entre dos pasos cebra). Llevo mucho tiempo haciendo el mismo camino del despacho a casa y viceversa, y el desprecio de los propietarios a los demás ha ido creciendo exponencialmente para vergüenza de todos los valencianos. Eso también hay que explicarlo.
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