VALENCIA. Si a mediados de los ochenta le hubieran dicho que terminaría firmando una versión de La cenicienta con actores reales, es posible que Kenneth Branagh se hubiera muerto de la risa. Por entonces, era una de las grandes promesas de la escena británica, tras haber encarnado a Enrique V con solo veinticuatro años en una producción de la Royal Shakespeare Company. El chico nacido en 1960 y criado en las calles de Belfast había crecido y aspiraba a convertirse en el heredero directo de Laurence Olivier y Orson Welles. De hecho, siguió sus pasos de manera literal, y poco después dio el salto a la gran pantalla dirigiendo y protagonizando la misma obra con que se había consagrado en las tablas: Enrique V (Henry V, 1989). Su adaptación se ganó rápidamente el favor de la crítica, y Branagh entró en el cine por la puerta grande.
Había motivos para ensalzar su trabajo. La película desbordaba energía y abordaba el material clásico desde una perspectiva contemporánea, sin olvidar la época en que se inscribía la producción. También, claro, era un vehículo idóneo para el narcisismo de un artista ambicioso y temerario, de los que seducen fácilmente a unos medios ávidos de nuevos rostros susceptibles de convertirse en estrellas. Porque es obvio que Branagh buscaba notoriedad, pero no lo es menos que la prensa no puede vivir sin personajes como él. De otro modo, no asistiríamos cada semana a la coronación de nuevos genios del cine. ¿De verdad creen ustedes que se estrenan una o varias obras maestras cada viernes? ¿Qué esas puntuaciones de cuatro y cinco estrellas obedecen a otra cosa que no sea la condescendencia crítica y la perversa relación entre publicidad y contenidos?
Pues a ver cómo nos enfrentamos ahora con Cenicienta (Cinderella, 2015), nada menos que un remake del clásico animado de 1950 (dirigido por Clyde Geromini, Wilfred Jackson y Hamilton Luske), de nuevo con producción Disney. El guión está firmado por Chris Weitz, director de La saga Crepúsculo: Luna nueva (The Twilight Saga: New Moon, 2009), y Branagh ni siquiera fue la primera opción como director, pero cuando Mark Romanek abandonó el proyecto por diferencias artísticas, no dudó en aceptar la propuesta: "Es imposible pensar en Cenicienta sin pensar en Disney y todas esas imágenes que hemos visto mientras crecíamos", declaró. "Todos esos momentos clásicos son irresistibles para un cineasta".
CUÉNTAME UN CUENTO
La presencia de Cate Blanchett y otras luminarias hollywoodienses (como el propio Branagh) le dio el pasaporte a la película para ser presentada en el festival de Berlín, donde aparte de explicar que los zapatos de la protagonista son de Swaroski (dato de capital relevancia), el director contó que "la película habla sobre el coraje y la bondad, y trata de incorporar la psicología moderna al corazón de un cuento tradicional. Actualmente el cine es muy cínico, y queríamos ser ‘no cínicos' sin caer, eso sí, en el sentimentalismo". Si le preguntan a Bruno Bettelheim, autor de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, La cenicienta trata, en realidad, "de la rivalidad fraterna en su forma más exagerada: los celos y la hostilidad de las hermanastras y los sufrimientos de la muchacha a causa de ello". Pero no vayamos a ponernos tiquismiquis, que de lo que se trata es de entretener a la platea, ¿verdad?
Y de eso, de entretener, sabe Branagh un rato. Su segunda película, Morir todavía (Dead Again, 1991), ya era un homenaje indisimulado a Alfred Hitchcock, y en los últimos años, cuando se ha olvidado definitivamente de sus iniciales aspiraciones autorales y se ha dejado seducir por el espectáculo cinematográfico en su esencia más pura, no ha tenido problema alguno en ponerse al servicio de la conocida saga de espionaje basada en los bestsellers de Tom Clancy, dirigiendo Jack Ryan: Operación sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014), una película en las antípodas, por ejemplo, de Los amigos de Peter (Peter's Friends, 1992), su tercer trabajo tras la cámara.
Como Stephen Frears, Branagh parece cómodo tanto cuando trabaja por encargo como cuando afronta proyectos de índole más personal. En el primer grupo se podría situar su Frankenstein de Mary Shelley (Frankenstein, 1994), una versión de la novela marcada de manera muy férrea por la presencia de Robert De Niro y la producción de Francis Ford Coppola, que buscaba repetir la fórmula iniciada con su propia adaptación de Drácula, realizada dos años antes. En el segundo grupo se enmarcaría, por ejemplo, En lo más crudo del crudo invierno (A Midwinter's Tale/In the Bleak Midwinter, 1995), el único film que ha dirigido partiendo de un guión original propio, realizado en sobrio blanco y negro.
Precisamente por su demostrada capacidad para hacer aportaciones personales a las historias que dirige resulta decepcionante que haya aceptado sin rechistar encargarse de una Cenicienta que vuelve a plegarse dócilmente a la adaptación del cuento popular realizada por Charles Perrault en 1697 (Cendrillon ou La petite pantoufle de verre), quien institucionalizó elementos como el hada madrina, la carroza de calabaza y el zapato de cristal, en lugar de haber roto una lanza a favor de Aschenputtel, la versión de los hermanos Grimm, publicada en Alemania en 1812, mucho más violenta y perturbadora.
EL BARDO DE AVON
Mal menor, en todo caso, si tenemos en cuenta que el objetivo de muchos valedores de Branagh va a ser encontrar referencias a Shakespeare en su versión de Cenicienta. No crean que exageramos. Ya hubo quien se lo comentó en la Berlinale. Y lo peor es que el director entró al trapo: "Esas pequeñas notas nacen del guion y de cómo los actores lo recitaron. Estoy feliz si se aprecia. Lo importante para alejarte de referencias y comparaciones es saber qué quieres contar. Lo demuestro con una posible comparación con El rey Lear. Ambas historias comparten fundamentos como la humanidad y los conflictos familiares. Cenicienta también indaga sobre la dificultad que tenemos a veces en ser humanos y en encontrar la felicidad". Con un par.
La cosa viene de lejos. Como Branagh comenzó interpretando a Shakespeare y ha adaptado sus obras al cine reiteradamente, en títulos como Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993), Hamlet (1996), Trabajos de amor perdidos (Love's Labour's Lost, 2000) o Como gustéis (As You Like It, 2006), resulta que cada vez que dirige una película hay quien encuentra referencias al bardo de Avon. De hecho, no faltaron aquellos que vieron en Thor (2011) una lectura shakesperiana del personaje de Marvel. Y se quedaron tan panchos. A este paso, si a Branagh le da por dirigir en cine las aventuras de Pepe Gotera y Otilio, no faltará quien diga que son los Rosencrantz y Guildenstern del cómic mundial. Y no.
El proceso de legitimación shakespeariana de cada una de sus películas no parece sino un intento por parte de algunos sectores de justificar lo injustificable. De impedir, en cierto sentido, que se derrumben los ídolos. Una mala asimilación de la política de los autores y una molesta y extendida tendencia al paternalismo acaban por convertir el ejercicio crítico en demagogia al servicio de cualquier interés (comercial, personal, publicitario), excepto el que más importa: La honestidad con el lector. Hace tiempo que Branagh demostró no ser infalible (¿hace falta recordar su estéril remake de La huella?), así que bueno sería poner el listón en el lugar que le corresponde y juzgar la películas (las suyas y las de los demás) por lo que son, y no por lo que nos gustaría que fueran o por las consecuencias que ese juicio pueda tener a posteriori.
Actualmente no hay comentarios para esta noticia.
Si quieres dejarnos un comentario rellena el siguiente formulario con tu nombre, tu dirección de correo electrónico y tu comentario.
Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.