VALENCIA. Las novelas de Carmen Amoraga (Picanya, 1969) son costumbristas, captan la vida de sus conciudadanos, los tics de su sociedad, fijan el idioma de la calle y sus caprichos. Detrás de todo escritor costumbrista hay un observador, un etólogo que analiza el comportamiento de su sociedad y trabaja con las historias que le llegan: se nutre del runrún, de las noticias de los periódicos, de los chismorreos del pueblo y todo sirve para dar forma y cuerpo a su historia. Hay escritores que basan más su escritura en su pensamiento y otros más en sus experiencias vitales, del mismo modo que en el arte hay pintores de línea y otros de color. Algunos escritores son lentos y cada frase surge tras una lenta y laboriosa decantación; otros en cambio abocan sobre el folio todo lo que sienten y la novela sale de una pieza, con toda su fuerza. Sin duda, Carmen Amoraga pertenece a este último grupo, y su escritura es tan colorista como espontánea y llena de vida.
Carmen vive en Picanya, a unos pocos kilómetros de Valencia, a un cuarto de hora en metro. Para llegar a su casa me indica que cuando me apee del tren vaya al bar de la estación y pregunte por el propietario, que es su hermano, y que este me mostrará el camino. Su hermano, tras la primera sorpresa, me explica que siga por la Calle Major, hasta una peluquería unisex y que enfrente, en una casa con la fachada granate, vive su hermana. Me abre la puerta el marido de Carmen, Carlos López Olano, periodista y profesor de Comunicación Audiovisual de la Universitat de València, y tras las presentaciones de rigor me enseña la casa: un caserón de pueblo, noble y sólido, con algunos elementos modernistas, y con un patio (antes corral) muy agradable. Me explica que antes había en la parte trasera una vaquería, y que en ese espacio Carmen ha construido su estudio, que me enseñará tan pronto como llegue. Al poco Carmen Amoraga aparece por la gran puerta de la casa, vestida de negro, con su sonrisa amplia y espontánea, y ese brillo tan suyo en los ojos.
«No te creas que tengo un estudio de escritor» me advierte mientras subimos las escaleras hacia su lugar de trabajo. «¿Y cómo es el estudio de un escritor?» le pregunto a bocajarro. Carmen se escabulle y ríe: «¡No lo sé, pero el mío es superfuncional!». Abre la puerta y lo primero que veo es una mesa de billar. En efecto, era lo último que esperaba encontrar. Ríe y me dice que juega poco y mal, y que tampoco le sirve como mesa auxiliar para cotejar las galeradas de sus novelas. Es un espacio amplio, con unas mecedoras y unas butacas, y un escritorio, convencional, donde reposa un ordenador portátil. Hay una librería, con algunos libros de arte y de literatura, y muchos juguetes de sus hijas. «Los subo aquí porque como tienen prohibido venir... ¡Es la manera de quitárselos de la vista!».
Se sienta en una mecedora, y yo en otra, separados por una mesita. En su última novela, La vida era eso, ganadora del Premio Nadal, Amoraga juega con gran habilidad literaria con lo que piensa la protagonista (oriunda de Buenos Aires) y lo que en cambio acaba diciendo. Por ejemplo, Giuliana piensa: «¿Qué querrá el pelotudo este?» y no obstante dice: «Encantada de verte». La miro y por un momento me siento el pelotudo de turno que la importuna en su casa, y la separa de su marido y de sus dos hijas, después de un largo día de trabajo en la Universidad. La vuelvo a mirar, ahora buscando su indulgencia, y ella me sonríe pacientemente. Y se hace un silencio, largo, porque no sé muy bien cómo empezar.
DESAFIANDO TAPUJOS EN PICANYA
Sobre una mesita hay una vieja máquina de escribir, que quizá le da a aquel espacio el único toque de personalidad como estudio de escritor. «¡Era de mi padre!» me explica con cierta emoción en la voz. «Fíjate que a duras penas sabía leer y escribir. Pero tenía curiosidad. Primero fue pastor, en Campillo, un pueblo de Cuenca, de donde somos naturales... Después, camarero, aquí, en Valencia». Le pregunto cómo han reaccionado los vecinos de Picanya ante el hecho de tener un premio Nadal en su municipio y me explica que su relación con el pueblo ha ido in crescendo.
«Cuando quedé finalista del Nadal, en el 2007, coincidió con que había sido elegida concejala de Cultura por el partido socialista. Al mismo tiempo, también acababa de publicar un artículo quitando hierro a una exposición de arte que se basaba en la intervención sobre imágenes religiosas, alterándolas algunas con muy mal gusto... Pero en mi artículo venía a decir que más grave me parecían los casos de pedofilia de la Iglesia, que eso sí que era de temer... ¡En fin, se juntó todo! En el pueblo empezaron a aparecer fotocopias de ese artículo e incluso quisieron que el cura, desde el púlpito, reprobase mi escrito. Afortunadamente, la sangre no llegó al río. Pero, bueno, con el finalista del Nadal hubo cierto silenciamiento... Con el finalista del Planeta ya todo fue más natural, y ahora con el Nadal me he sentido querida y he visto que la gente se ha alegrado de verdad. ¡Hemos evolucionado!".
Picanya es un pueblo pequeño y me imagino perfectamente la escena. Los artículos de Carmen Amoraga son frescos, directos, escribe sin tapujos. Y aquel escrito debió molestar a los vecinos más conservadores, que enseguida lo utilizaron para desacreditarla políticamente. Y se montó todo aquel revuelo. No obstante, y a la vista de los hechos, Carmen tenía razón: aquella exposición era inofensiva y el problema era otro, mucho más grave.
Le pregunto por qué son argentinos los personajes de su última novela. «Porque está basada en un hecho real: en los padres de una compañera de colegio de mi hija mayor, que eran de Buenos Aires. El padre murió de cáncer y la mujer siguió escribiendo su facebook... Me pareció una idea muy bonita, ese último y desesperado intento por retener su memoria, por conservar su voz, como si aún estuviese con ella, como si nada hubiese cambiado...».
El libro es duro, la historia trágica, y la soledad de Giuliana, la principal protagonista, muy angustiosa. Pero el verdadero leitmotiv del libro es reflexionar sobre la vida y sobre la rutina del día a día, tan menospreciada como necesaria. La vida era eso nos habla de cómo damos demasiada importancia a asuntos que no la tienen, y de cómo las pequeñas rencillas, las pequeñas discusiones, los malos humores, o los momentos de gran felicidad, constituyen la verdadera sustancia de nuestra existencia. En la novela, Giuliana recuerda cómo se enfadaba con el marido por pequeñas cosas, y cómo se vengaba escondiéndole, por ejemplo, su mejor camisa o acabándose el café de la cafetera por la mañana. Le pregunto si ella le hace algo parecido a su marido y se ríe. «Noooo... Pero, bueno, todos tenemos arrebatos. Lo que quiero decir es que muy a menudo nos enfadamos por cuestiones que no tienen trascendencia. Y después, con la ausencia del ser querido, recordamos aquellos momentos, e incluso los añoramos. La vida es eso, pienso: la rutina, la cotidianidad, los roces personales, el lento paso de los días...».
Estoy de acuerdo, aunque algunas de la vendettas de Giulana me parecen excesivas (cuando pone la mejor camisa blanca de su marido en un lavado de color). Insisto y vuelve a reír. Quizá la vida es eso, pero también se podría decir que lo son muchas otras cosas (buenas) que no aparecen en la novela. Le pregunto si conoció a su marido en la facultad (Carmen estudió Periodismo en el CEU San Pablo) y me dice que no, que no fue así. «En realidad, cuando publiqué Para que nada se pierda, una amiga me lo presentó, por si me podía hacer una entrevista para Antena 3, donde trabajaba. ¡Y no me la hizo!». Ríe. Y apostilla, entrecerrando los ojos, esos ojos grandes, tan expresivos, realzados por el maquillaje negro: «Claro que yo, años después, cuando él publicó un libro de investigación periodística, me vengué y tampoco lo entrevisté para el diario donde colaboraba...».
Le pregunto por sus autores de referencia y me contesta que lee fundamentalmente literatura contemporánea. La respuesta me parece demasiado vaga e inconcreta, y vuelvo a insistir: «No sé... Almudena Grandes, Juan José Millás... Algunas cosas de Javier Marías, no todo...». La veo algo a la defensiva. «La verdad es que ahora leo más por encargo que por placer... Originales enviados a premios». Le comento que me ha sorprendido que el protagonista de la novela, que se presenta como un exigente lector (hasta el extremo de realizar una ficha de cada obra leída), se interese tan poco por la literatura argentina, la de su país natal. Pienso en Mújica Laínez, Bioy Casares, Cortázar, Enrique Larreta... En realidad, en la novela tan sólo se cita a Borges. Carmen me mira y me dice que tengo razón, que no había caído en eso. Se hace un silencio y al poco insiste que agradece ese comentario, que lo tendrá en cuenta para una próxima ocasión. Me río y en ese momento me alegro de no tener mi mejor camisa en su cesto de lavado.
La noche ha caído por completo. Bajo, en la casa, la esperan impacientes sus dos hijas. El marido está en su despacho, trabajando en una tesis doctoral sobre C9. Le pregunto a Carmen cuándo tiene pensado publicar la próxima novela. «Estoy recogiendo material. El año que viene empezaré a escribirla... Y lo necesito. Escribir me relaja: ¡cuando escribo soy mejor persona! Así como a algunos les va bien salir a correr, a mi me sienta bien sentarme a escribir».
Sugiero que escribir es su deporte y me contesta que bueno, que quizá se podría expresar así. Entonces le comento que ese podría ser un buen titular, «Escribir es mi deporte», y me contesta tajante que ni pensarlo, que eso no lo ha dicho ella, sino yo. Intento convencerla, pero no hay manera, y al final, algo a regañadientes, convengo en no utilizarlo. Y de nuevo me siento culpable, un pelotudo inoportuno e impertinente. Son pequeños gajes del oficio periodístico. Al fin y al cabo, la vida es así.
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