(Artículo publicado en diciembre de 2014 en Plaza)
VALENCIA. En marzo de 1522, tras haber controlado el reino de Valencia durante dos años, la situación de los últimos partidarios de la revuelta de las Germanías es insostenible. Ahora es el virrey quien controla la situación. Ellos sólo mantienen el dominio de la ciudad de Xàtiva y la villa de Alzira. Por si fuera poco, su intrépido capitán Vicent Peris, protagonista de las principales victorias agermanadas, acaba de perder la vida en el intento de resucitar la rebelión en la ciudad de Valencia. Los ideales de justicia social por los que muchos han luchado durante tanto tiempo están a punto de perder todo su sentido. Se vuelven irrealizables.
Pero justo entonces, un viernes de Cuaresma, los setabenses son convocados en la plaza de la Seo ante un catafalco preparado para la ocasión por un hombre que se hace llamar "el hermano de todos". Es una persona de apariencia humilde, de unos 25 años, con capa y calzones de marinero y zapatos desparejados. Según se constata en el proceso inquisitorial llevado a cabo posteriormente, se presenta con una espada en la mano, flanqueado por dos hombres que hacen sonar las trompetas, y se dirige en castellano con acento andaluz a la muchedumbre para revelarles su mensaje.
Les cuenta que mientras ejercía su oficio de pastor se le habían aparecido Enoc y Elías, los profetas del Apocalipsis, informándole de que iban a matar al Anticristo, encarnado en la figura del Papa. No obstante, el Juicio Final no llegaría de inmediato, sino que, antes del fin de los días, el mundo existiría aún durante mucho tiempo sin la presencia del diablo, más de mil años de igualdad y felicidad. Él debía embarcarse hasta una tierra, la valenciana, en la que «havía de hazer mucho provecho y justicia», por lo que les proponía sacar todas las riquezas de la iglesia mayor de Xàtiva y venderlas «para la sancta guerra y para dar a las ovejitas de Dios que no tienen qué comer».
El hombre, además, aprovecha para pronunciar unas misteriosas palabras sobre el monarca Carlos I, cuya marcha de España a tierras alemanas para asumir el cetro imperial germánico ha ocasionado la propia revuelta de las Germanías: «yo os demostraré cómo es rey y no es rey». Una voz del público, evidentemente concertada con anterioridad, pide explicaciones y el novedoso personaje las ofrece enseguida: el verdadero rey, en realidad, debería ser él mismo, ya que es «hijo del príncipe don Juan y de su mujer, madama Margarita de Flandes, y nieto de los Reyes Católicos don Fernando e Isabel».
Era el primero en la línea sucesoria, pero fue apartado y escondido por una intriga cortesana destinada a favorecer a la infanta doña Juana y su marido don Felipe de Austria. Es por ello que Carlos I reina ahora en España, mientras que él ha sido criado por una pastora en "las partes de Gibraltar", con el nombre de Enrique Manrique de Ribera. Otra de las personas del público, otro cómplice, masculla su sorpresa: recuerda que, en efecto, hacia 1497 se había anunciado que el único vástago de don Juan y doña Margarita había nacido muerto, por lo que la edad de aquel hombre concuerda perfectamente con su versión de los hechos.
A partir de ese momento "el hermano de todos" pasa a ser llamado "el Rey Encubierto" y los últimos agermanados, que necesitan aferrarse a un clavo ardiendo por su dramática situación, ven cómo toma forma la profecía conocida por muchos de ellos a través del libro de fray Joan Alemany De la venguda de l'Antichrist e de les coses que se han de seguir. La obra se había publicado en Valencia dos años antes, en 1520, posiblemente bajo el patrocinio de la propia Junta de las Germanías, según apunta el experto Vicent Vallés. En ella se anunciaba la llegada de un "encubert" desde Andalucía que llevaría la salvación "a tots los crestians". Tras su llegada, «Satan serà encadenat, no hauran bregues e tots viuran justament, no sabran les gents què cosa és pelea ni daran tribut, no y haurà mortandat ni pestilències».
La profecía milenarista no era nueva, pero sí su formulación. Como indica la historiadora Eulàlia Duran, el texto de Alemany bebía de corrientes proféticas anteriores que también anunciaban la inminente desaparición del Anticristo, como las de Gioacchino da Fiore, Arnau de Vilanova, Joan de Rocatalhada o Francesc Eiximenis, pero, por primera vez, se hablaba de un "encubert", un rey en la sombra. Anteriormente, en cambio, se había hecho referencia metafórica a la aparición de un murciélago, el "vespertilio", que en la tradición de la Corona de Aragón se identifi caba con la Casa Real. No en vano, desde época de Pedro el Ceremonioso los reyes habían adoptado el "rat penat" como símbolo público, vinculándose así a los anhelos populares de mejora social.
De hecho, aquellas proFecías, junto a su acción contra musulmanes y judíos, habían ayudado considerablemente a Fernando el Católico a afi anzarse como gobernante en tierras castellanas, tras su unión matrimonial con la reina Isabel. Sin embargo, la sustitución del murciélago por la fi gura de un monarca encubierto tenía una fi nalidad claramente subversiva contra la dinastía reinante, por lo que es lógico que surgiese, precisamente, en el contexto de las revueltas de las Comunidades de Castilla y las Germanías de Valencia y Mallorca. El mesianismo redentor de su mensaje, portador de un nuevo futuro, se hacía depender ahora de una persona marginada desde su propio nacimiento, como la mayoría de los partidarios de la rebelión.
Según el cronista de la época Miquel Garcia, los agermanados valencianos creyeron cuanto les dijo el Encubierto, «puix los deya coses que·ls plahien per a perseverar en la rebetlió», de la misma manera que también Rafael Martí de Viciana apunta su don de la oportunidad: «començó a tratar de las cosas según al gusto de los oyentes; era muy avispado y entendido, y hablaba muy a propósito, por donde entró en fama y crédito». Para los profesores de la Universidad de Valencia Pablo Pérez y Jorge Antonio Catalá, sin embargo, la puesta en escena de la plaza de la Seo de Xàtiva fue un golpe de estado en toda regla, que impuso en la dirección de las Germanías una «dictadura carismática, milenarista y pseudo-dinástica».
Ante las palabras del Encubierto y la masiva aclamación de la multitud, los dirigentes agermanados de Xàtiva no tuvieron más remedio que aceptar inmediatamente su liderazgo. No obstante, su régimen personalista duró muy poco. Apenas dos meses después feneció en una emboscada en Burjassot, tras haber intentado, como Vicent Peris, hacer resurgir la revuelta en la ciudad de Valencia. Su huella, en cualquier caso, se mantuvo firme entre las clases populares, que continuaron confiando en el advenimiento de un nuevo mesías que instauraría la justicia plena. No en vano, la propia profecía de Joan Alemany advertía que «lo Encubert finirà sos dies e entrarà altre en lo seu loch, que seguirà les sues obres».
Así, aunque la atención contemporánea de los autores románticos se centró en aquel primer encubierto, con obras de teatro y novelas sobre su figura como las de Antonio García Gutiérrez (1840), Vicente Boix (1859) o Francesc Palanca (1877), la verdad es que existieron muchos otros encubiertos posteriores. Por ejemplo, aparecieron dos más durante los meses subsiguientes, antes de la caída final de Xàtiva y Alzira en diciembre de 1522, aunque acabaron ahorcados por sus propios compañeros. E incluso tras la derrota total de la revuelta, a principios de 1523, fue descubierto en la ciudad de Valencia y ajusticiado otro más, un gramático de Calatayud, Antonio Navarro, tratado como rey por sus seguidores, que pretendían llevarlo a predicar a la catedral para que ganase el clamor popular y poder matar después a «tots los canonges, tots los oficials reals e tots los cavallers».
Pero la cosa no acabó aquí, sino que aún seis años después, en 1529, el castellano Alonso de Vitoria recorrió el reino de Valencia contando la misma historia entre los antiguos militantes de la Germanía, que le prestaron su apoyo hasta que fue delatado e igualmente descuartizado. Y aún en 1541 se descubrió otro complot encubertista, aunque en esta ocasión revestido de timo a un par de artesanos de la ciudad de Valencia, que creyeron las historias que les contaba un pelaire de Teruel, Bernardino Acero, a cambio de dinero. Según afirmaba, el encubierto seguía vivo, en tierras de Flandes, y estaba dispuesto a volver a Valencia, donde se coronaría rey tras la muerte de Carlos I, conquistaría el norte de África, Roma, Constantinopla y Jerusalén, y, tras la derrota definitiva de los musulmanes, llevaría a la Tierra un milenio de gozo universal. Denunciados por un vecino, los tres fueron ajusticiados «perquè comovien altra volta la Germania segretament».
Los citados Pablo Pérez y Jorge Antonio Catalá consideran que, más allá de los motivos de subversión política, la reiterada aparición de Encubiertos también podría explicarse por la existencia de una secta religiosa con discípulos incondicionales de comportamiento radical y persistente. En cualquier caso, cabe indicar que el fenómeno no es específicamente valenciano, sino que se vincula a otros de carácter universal, que también mezclan aspectos religiosos y políticos, como el mesianismo judío, el mahdismo musulmán, el sebastianismo portugués o el milenarismo anabaptista. E incluso, según el historiador británico Norman Cohn, dicha creencia exaltada en un futuro radicalmente igualitario y sin contrariedades también estuvo en la base de los movimientos revolucionarios utópicos del siglo XX.
Sea como fuere, lo cierto es que la huella del Encubierto en la sociedad valenciana no se limitó al movimiento agermanado y postagermanado, sino que casi 200 años después su figura continuó aglutinando las esperanzas populares de cambio social. Así, como expone Carme Pérez, todavía en 1701, en el contexto previo a la Guerra de Sucesión, un carbonero de Xixona y un cirujano de Valencia procedente de Aragón profetizaron una escasa duración en el trono de Felipe V y la llegada de un monarca encubierto, que haría que «los que están en las gradas más altas se hallaran en las más bajas». Dicha figura se encarnó en un maestro de Burjassot, que, no obstante, fue rápidamente delatado y enviado a un presidio de Ibiza por las autoridades reales.
Es el último Encubierto conocido por la historiografía, pero seguramente existieron muchos más, nutridos por la esperanza de los desfavorecidos en una vida mejor. Y es que, no en vano, las mejoras globales requieren de generaciones de trabajo constante, pero también de recurrentes conmociones sociales que tratan de poner sobre la mesa un anhelo común, aunque resulte inalcanzable: una humanidad repleta de bienestar universal y permanente.
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