VALENCIA. Bueno, pues ya está aquí Cincuenta sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, Sam Taylor-Johnson, 2015), la primera entrega de la trilogía que adapta al cine las novelas de E. L. James. Un supuesto acontecimiento cultural, producto de la preceptiva campaña de marketing, que llevará a las salas en tropel a los lectores (y lectoras, pues las estadísticas dicen que son amplia mayoría) que ya quedaron subyugados previamente leyendo las novelas protagonizadas por la inocente Anastasia Steele y el seductor Christian Grey. Nosotros no hemos cometido la osadía de hacerlo, pero dicen los especialistas que no son otra cosa que inofensiva transgresión erótica para amas de casa insatisfechas y con necesidad de sublimar sus fantasías sexuales. Y la verdad es que nos fiamos de ellos.
Lo que nos interesa de la película, en el fondo, no es la iniciación erótica de la casta e inocente protagonista en manos del macho experimentado (pese a que resulta tentador detenerse en los roles que encarna cada uno, sus relaciones de clase o el vínculo entre sexo y poder), sino su representación cinematográfica de la sexualidad. Teniendo en cuenta su público potencial, los sagaces productores escogieron a una directora para que se hiciera cargo del film (Sam es la abreviatura de Samantha), probablemente prestando más atención al género que al currículum (su trayectoria previa se reduce a Nowhere boy, una biopic de 2009 sobre la adolescencia de John Lennon), pero resulta francamente difícil encontrar una mirada femenina capaz de ir más allá del rancio tópico en Cincuenta sombras de Grey.
Peor aún: En tiempos de teorías postporno y de posibilidad de acceso directo y gratuito a contenidos hardcore por medio de internet, la película plantea abiertamente un regreso al erotismo light, esa tendencia cinematográfica que propone una contemplación del sexo segura y aséptica, sin riesgo alguno de mancharse y ni siquiera necesidad de sudar. Bienvenidos de nuevo al fascinante mundo del softcore.
PORNO DURO, PORNO BLANDO
Por contraposición al cine X, o hardcore, el softcore es un tipo de pornografía ligera que muestra o describe escenas sexuales evitando los detalles. De hecho, se sitúa más cerca del erotismo que del porno, y se caracteriza por la abundancia de cuerpos femeninos, en ropa interior o desnudos, eludiendo siempre los primeros planos del pubis, los genitales masculinos y, por supuesto, las erecciones. Del mismo modo, los contactos sexuales son siempre simulados. Un género que tuvo su auge en los años setenta y que comenzó a decaer precisamente cuando llegó el porno, que permitía mostrar todo lo que el softcore ocultaba.
Durante algunos años, hubo incluso títulos rodados en doble versión, en función de la permisividad de las leyes cinematográficas de cada país. En sentido contrario, a las películas eróticas se les añadían insertos explícitos (la mayoría de veces, ni siquiera protagonizados por los mismos actores). En España, por ejemplo, la censura franquista impidió el estreno de numerosas películas durante la primera mitad de los años setenta, por su pernicioso contenido libidinoso, lo cual provocó que los españolitos con ganas de ver carne en la gran pantalla peregrinaran hasta la frontera francesa para asistir a las proyecciones en ciudades como Perpiñán, donde descubrieron títulos míticos como El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, Bernardo Bertolucci, 1972).
Si dejamos a un lado a los directores que rodaron softcores deseando, en realidad, hacer porno, como Tinto Brass, el gran titán del género fue David Hamilton, un fotógrafo londinense que dio el salto a la dirección y se dedicó a filmar usando efecto flou a bellas púberes en flor y ligeras de ropa en títulos como Bilitis (1977), Laura, las sombras del verano (Laura, les hombres de l'été, 1979) o Tiernas primas (Tendres cousines, 1980), aunque el gran icono del softcore fue la holandesa Sylvia Kristel, protagonista de Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), un film que se publicitó como "la caricia más larga del cine francés" y que terminaría convertido en clásico, provocando infinidad de imitaciones y secuelas. Narra el viaje de aprendizaje sexual en que se embarca en Bangkok la esposa de un diplomático galo, y no dista mucho del periplo emocional y carnal que propone Cincuenta sombras de Grey.
DE LA "S" A LA "X"
La llegada de la democracia a España significó también la posibilidad de ver desnudos en el cine. María José Cantudo tuvo el honor de protagonizar el primero integral de nuestra historia, en La trastienda (Jorge Grau, 1975), y tras ella llegaron innumerables actrices que se deshicieron de la ropa ante la cámara con asombrosa facilidad atendiendo a "exigencias del guión". Fueron los años dorados del "destape", y también de una nueva clasificación de las películas en función de su carácter sexual o violento. El estreno oficial de El último tango en París, en 1977, significó un punto de inflexión camino de la normalización, pero las timoratas autoridades españolas decidieron que era necesario advertir al espectador sobre el contenido de las películas, y a la espera de la regulación de las Salas Especiales X (que se produciría en 1982), la letra S sirvió para marcar los límites.
La nueva ola de permisividad daría pie a algunos directores para abordar temas relacionados con el sexo que habían sido tabú hasta entonces. Fue el caso del cineasta catalán Bigas Luna y la sugestiva Bilbao (1978), aunque lo que la clasificación propició en realidad fue un aluvión de títulos eróticos de nulo interés que permitieron hasta la creación de un peculiar y efímero star system con actrices como Susana Estrada, Raquel Evans, Lynn Endersson o Maika Sanz eran algunos de los reclamos (siempre femeninos) de títulos como Con las bragas en la mano (Julio Pérez Tabernero, 1982), Orgía de ninfómanas (Linda, Jesús Franco, 1981), Bragas calientes (Julio Pérez Tabernero, 1983) o la celebérrima El fontanero, su mujer y otras cosas de meter (Carlos Aured, 1981).
La S desaparecería para dar paso a la X, y el cine softcore agonizaría hasta desaparecer prácticamente por completo, siendo sustituido por otro tipo de explotación cinematográfica del sexo. Su ingenuo picante erótico solo se mantendría presente en producciones de género con vocación de serie B y destinadas directamente al mercado doméstico, aunque en los últimos años, algunos canales televisivos residuales han recuperado el espíritu del softcore emitiendo piezas de bajo voltaje erótico (básicamente, chicas protagonizando stripteases caseros) en horarios de madrugada, como acompañamiento de diversas secciones de contactos entre televidentes.
Ahora, la ávida industria audiovisual de Hollywood recupera mediante Cincuenta sombras de Grey la estética (e ideología) del softcore, dándole un barniz de refinamiento y glamour que la haga atractiva para las nuevas generaciones, pero con el objetivo de satisfacer la misma pulsión voyeurística de antaño. Una mona vestida de seda que, como bien dice el sabio refrán, mona se queda.
"...., pero dicen los especialistas que no son otra cosa que inofensiva transgresión erótica para amas de casa insatisfechas y con necesidad de sublimar sus fantasías sexuales......". Buenísimo, Eduardo.
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