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Pánico en el escenario: crónicas del miedo escénico en el mundo del pop y el rock

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. 07/02/2015 La ardua prueba del directo ha dictado veredicto incluso entre los músicos más experimentados

VALENCIA. Todos sabemos que un directo puede obrar como fenómeno multiplicador de las virtudes o de los defectos de cualquier músico. El devenir del pop, del rock, de la música popular, está plagado de conciertos envueltos en aureola mítica. De grabaciones absolutamente emblemáticas, registradas en los surcos de vinilos que han pasado a engrosar los anales de un género tan reconocible y útil como tarjeta de presentación como en su día lo fueron los recopilatorios. Al fin y al cabo, los discos en directo atrapaban lo inaprensible. La sustanciación de un momento de por sí irrepetible, pues no hay dos interpretaciones idénticas en vivo. Pero la historia reciente, más allá de la musculosa versión de aquellos que parecen nacidos para pisar un escenario y del discreto término medio de quienes solventan el trámite como una mimética traducción a escena de sus argumentos discográficos, está también repleta de sonoros fiascos. Y de mutismos aparentemente incomprensibles, prolongados durante años.

El famoso miedo escénico acuñado por Jorge Valdano tiene una traducción pop de lo más singular. Con su peculiar idiosincrasia. Con sus particularidades. Los hay que, por puro bloqueo mental (el caso de los históricos XTC), dejaron de ofrecer conciertos hace más de treinta años, a poco más de un lustro de debut. Y nunca más volvieron a pisar  un escenario. También hay quien tuvo que abandonar el directo por motivos de salud. Problemas de visión y de oído, en el caso de Paddy McAloon (Prefab Sprout). O, peor aún, parálisis corporal, en el caso Curtis Mayfield. O las famosas crisis de ansiedad de Brian Wilson. Por no mencionar la sempiterna alergia a los escenarios que mantuvo a Kate Bush, por mera elección de prioridades vitales, ajena a las tablas desde 1979 hasta su triunfal retorno en 2014. Todos ellos mantuvieron, pese a todo, su merecido estatus como músicos de referencia. Como artistas totémicos.

Más peliaguda es la problemática de quienes, no renunciando a las giras, van acumulando muescas en un largo historial de directos tambaleantes. De dubitativas exposiciones de sus virtudes, que acaban encallando tras interminables minutos de zozobra. O en el peor de los casos, despeñándose hasta arruinar casi todo el crédito recabado. Los mohínes y aspavientos de Cat Power, la azarosa y proverbial desgana de Los Planetas (capaces de lo mejor y de lo peor), la colosal borrachera de Arthur Lee en Benicàssim, la anemia interpretativa de Lana del Rey, el chocarrero simulacro de concierto con el que Kelis obsequió al público del valenciano Greenspace o la absoluta decadencia escenificada por los Stone Roses del 96 son algunos de los momentos que, con sus matices y diferencias, uno consigue recordar.

FLIRTEANDO CON EL DESASTRE

En todo caso, tanto si queremos solo detallar lo particular como en el caso de que  pretendamos transitar hasta lo general, por ver si es posible establecer una casuística, siempre resulta útil consultar a las voces más autorizadas. Tanto por su experiencia como por lo fiable de su juicio. El periodista barcelonés Jordi Bianciotto lleva más de 25 años ejerciendo el oficio, ligado a medios como Rockdelux o El Periódico de Catalunya, fundamentalmente. Sus crónicas de directo son una referencia para (al menos) toda una generación. Epítome de perspicacia y capacidad de análisis. Y también de dictamen mesurado y razonado.

Quizá por eso, cuando le consultamos acerca de esos momentos en los que es posible pasar del arqueo de cejas a la vergüenza ajena en menos que canta un gallo, no parece querer hacer mucha sangre: "Los casos más estrepitosos que recuerdo tienen que ver con las peculiaridades, digamos, psicológicas del artista, o ciertos casos de consumo de alcohol apreciables", nos cuenta. Y piensa "en un concierto de Rachid Taha hace diez años en Vilanova i La Geltrú, con el hombre muy descontrolado y bebiendo constantemente de una botella de líquido amarillenLana del Reyto (no sé si era whisky o qué), uno de Adrià Puntí en La Boite, de Barcelona, absolutamente caótico, u otro de UFO en el Palau d'Esports en 1983, con el cantante, Phil Mogg, completamente borracho, cayendo al foso de los fotógrafos dos veces mientras el grupo iba tocando las canciones sin su voz: yo tenía 18 años y ver aquello me impresionó hondamente".

Lejos del descalabro, y pese a la abundante casuística del despropósito, no cree demasiado en la idea del pánico escénico como elemento paralizador: "Hay gente que en directo puede resultar más o menos discreta pero suele haber una profesionalidad mínima, quizá les falte algo de carisma, pero no podemos hablar de catástrofe", afirma, Y pone como ejemplo a "Brian Wilson, quien no es ningún crack en el escenario, pero su banda cubre sus carencias, y verle es emocionante; o Prefab Sprout, a quienes vi en 1990 en el Palau d'Esports, y quizá tampoco eran animales de escenario, pero recuerdo una dignidad en el concierto". O también, por qué no, a gente que potenciaba todos sus argumentos o bien los menoscababan, aunque con derecho a enmienda: "Pet Shop Boys en los primeros tiempos no giraban, pero cuando se decidieron deslumbraron con sus shows imaginativos. En un sentido inverso, los Eagles son tan perfectos que pueden resultar lineales, pero no se puede decir que sus conciertos sean malos. Y Kiko Veneno durante años no era tan bueno como en los discos, aunque con el tiempo ha ido mejorando".

EN BUSCA DE LA ENMIENDA

Consultamos a otro periodista de renombre. Por llevar ya bastantes años exponiendo de forma más que cabal sus argumentos en El País y en su suplemento Babelia, entre otros. Y, sobre todo, por facturar crónicas de directos como rosquillas, acuciadas por la urgencia sin que su ponderado calibre se resienta en lo más mínimo. Es el gallego (afincado en Madrid) Fernando Neira. "Creo que el primer fiasco monumental de un directo que me viene a la cabeza es de Juan Luis Guerra en Las Ventas, en el verano de 1992 o 1993", nos cuenta. Reconoce que nunca ha sido "un gran consumidor de música dominicana", pero el tema ‘Ojalá que llueva café' le parecía "un prodigio de arreglos, mensaje, ternura, melodía: una canción asombrosa, raro ejemplo de éxito masivo con el que podías sentirte perfectamente identificado".

Juan Luis Guerra

Sin embargo, la traducción al directo fue "calamitosa, porque los metales cálidos sonaban sobre el escenario a verbena de pueblo y el bueno de Juan Luis, tan espigado, se empequeñecía por momentos: seguramente no cantaba encogido, pero... como si lo hiciera".

Aunque, sin necesidad de remontarse tanto en el tiempo, "lo más doloroso" que le viene a la cabeza es el caso de "Ian Anderson en sus espectáculos de recuperación del (extraordinario) legado de Jethro Tull". Sobre todo porque no puedo verle en sus años de máximo esplendor, cuando aún era un chaval, y hay ciertas imágenes que destrozan tótems: "Solo entraban ganas de que acabara pronto al concierto para que el mito no se te siguiera resquebrajando frente a los ojos, porque no creo que fuera exactamente pánico escénico, sino decadencia: el tipo histriónico, desmedido y brillante de antaño era ahora una sombra de su sombra".

La antología del desastre, a poco que les cosquilleemos el disco duro de su memoria, es inagotable. Volvemos a Jordi Bianciotto: "Chuck Berry, en el Velòdrom d'Horta, concierto rácano, con el tipo interrumpiendo las canciones para quejarse de que alguien le hacía fotos (el público acabó cantándole la ranchera ‘Cielito lindo', la de ‘Canta y no llores'...); los grupos heavy con directos plomizos, en los que los largos solos de batería y de todos los instrumentos arruinaban el ritmo de los conciertos (pienso en Ozzy Osbourne en el Palau d'Esports de Barcelona en 1989 o varios conciertos de Manowar llenos de payasadas aburridas) y también conciertos lastrados por problemas vocales: uno de Raphael terrible en el teatro Apolo hará 15 años, Rufus Wainwright en el Olympia de Paris cantando a Judy Garland medio afónico en 2007 o el último de Dionne Warwick en el Festival de Peralada, hace dos veranos". Y, por supuesto, recuerda también con precisión el antológico desbarre de Arthur Lee en el FIB del 2005 mientras su banda de acompañamiento (The Wondermints) ponía cara de póquer, sin duda deseando que el martirio terminase para poder cambiar de escenario e insuflar más tarde aire a las canciones de otra leyenda ajada, Brian Wilson ("estuve allí", recuerda).

EL ESCENARIO COMO PEAJE OBLIGATORIO

Kate Bush

Resulta intrigante hasta qué punto hoy en día la perentoriedad del directo, ante las nimias ventas, podría imposibilitar la emergencia de grandes figuras ajenas a los focos. Músicos que consoliden su carrera sin la necesidad acuciante de tocar en público. "Siempre ha habido artistas más de laboratorio, digamos, que de escenario, y eso puede seguir sucediendo", argumenta Bianciotto, aunque reconoce que "más en el pop que en el rock, donde es difícil disociar la música del directo y la energía ejecutiva forma parte del discurso". No niega, pese a ello, la mayor dependencia del directo, aunque asume que siempre habrá talentos mercuriales: "Es cierto que la actual precariedad del mundo discográfico puede ser un elemento motivador para que los artistas salgan más que antes a la carretera, pero creadores excéntricos, en el sentido literal, no despectivo, de la palabra, quizá encerrados en su mundo y poco interesados en el contacto con el público, siempre los habrá".

Más dudas al respecto tiene Fernando Neira. Y mayor relación de efecto-causa establece entre el raquitismo del mercado y la necesidad de ventilar la producción propia en público. "Sospecho que hoy sería bastante inimaginable que un artista se sostenga solo por sus grabaciones, sin necesidad de trasladar al directo de una u otra manera su repertorio", reconoce. En los 80, lógicamente, las cosas eran muy diferentes: "Kate Bush arrasó con The hounds of love en un momento en que los discos se vendían por millones", dice. Y lamenta que "los álbumes se hayan convertido en tarjetas de presentación para el directo", porque siempre ha creído "en el disco como un valor en sí mismo: seguramente como la máxima expresión del fenómeno musical". El ostracismo escénico, así, solo sería útil en manos de "un artista de vocación experimental, por no decir ermitaña".

Sea como fuere, y mientras el mundo siga girando, los escenarios no dejarán nunca de sorprendernos. Positiva y negativamente. Y que dure, esa capacidad de sorpresa.

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