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CRÓNICAS DE ASIA

En Hong Kong no son chinos (ni quieren serlo)

LUKE STEGEMANN. 05/02/2015

SIDNEY (AUSTRALIA). En España existe la desafortunada costumbre de llamarle ‘chino' a cualquier persona con aspecto asiático. Pero en Hong Kong -ciudad de la actual revolución de los paraguas- no son chinos. O no quieren serlo. Hong Kong tiene su propio camino como antigua colonia británica convertida en ciudad reluciente, vertical e hipercapitalista, húmeda e intensa, con sus siete millones de personas en un trocito de tierra, sus lluvias torrenciales y huracanes, su cine maravilloso, sus platos exquisitos de tortuga y serpiente.

En su dedicación mercantil, su capacidad incansable de trabajo y su veneración confuciana a los padres, sí mantienen su herencia china. Por lo demás, Hong Kong representa todo lo contrario al régimen de Beijing: en su individualismo feroz, su independencia imperturbable y su profunda aculturación a los valores occidentales, la gente de Hong Kong no es nada china.

Y allí el problema. La gente está otra vez en la calle, harta de las imposiciones de Beijing. Por las zonas financieras de Central o Wan Chai, por las calles legendarias de mercadillo de Mong Kok o por la zona turística de Tsim Sha Tsui, allí están, luchando por un fenómeno ‘occidental', el derecho a la democracia.

Cierto que sus antiguos ‘padres' británicos no se destacaron por su fomento de democracia: hay momentos en los que a occidente le conviene la democracia; hay momentos en los que no. Sin embargo, lo que pasó en Hong Kong en 1997, cuando la colonia inglesa devolvió el poder al gobierno chino fue una recolonización, como si Alemania del Oeste hubiera pasado, en 1989, al sistema unipartidista soviética. Con la ‘ola democratizadora' que lleva treinta años pasando por el mundo, Hong Kong es quizás el único ejemplo de una región que pasó a tener menos libertad.

La democracia tiene difícil nacimiento en Asia: véase el constante vaivén de Tailandia, el camino muy sacrificado de Corea del Sur e Indonesia, el que queda por hacer en Camboya o Vietnam. Pero siempre tiene en común con occidente la naturaleza de la lucha: a favor de los derechos y dignidad de la gente ante los intereses del poder atrincherado - sea militar, religioso, comunista o neoliberal/capitalista-. Para muchos, también en España, donde la generación nacida en 1978 choca con la que vivió la Transición, la democracia sigue siendo un bicho raro y algo inconveniente; consolidarse puede ser cosa de décadas. O siglos.

En Hong Kong te juzgan en primer lugar por tu reloj. No es de sorprender: este templo al comercio es uno de los lugares de shopping más privilegiados del mundo, tanto por las marcas de lujo europeas como por los mercados callejeros donde todo Oriente viene a parar con sus prendas, joyas, especias, medicinas a base de insectos inimaginables y cortes de carne nunca vistos. Sin embargo, por muy amantes de lo lujoso que sean en Hong Kong, de superficial no tienen nada. En tres ocasiones estuve en Hong Kong como consultor, trabajando con su ministerio de educación.

Difícil era no quedarse profundamente impresionado por la sofisticación intelectual y política de su juventud. Saben que con su ‘un país, dos sistemas' -herencia de Deng Xiaoping- habitan una ciudad de grandes tensiones geopolíticas e identidad esquizofrénica; tarde o temprano tiene que llegar el ‘no va mas'. Y los veo ahora en la tele, bajo ese campo impresionante de paraguas, con su inglés impecable (con acento puro oxbridge), retando al monolito que es el gobierno chino. Dadas las dimensiones de su contrincante, no es poca cosa. Pero Beijing no les puede vender su férreo control político como el precio a pagar por una mejor calidad de vida (ya viven muy bien, gracias). Ya saben qué es la libertad. La paradoja: a pesar de su veneración a los padres, para los jóvenes de Hong Kong, Beijing es el padre que no querían... y que no quieren.

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