En una mañana de mayo, probablemente lluviosa, de 1891 comenzaba la puja por el primer lote de la biblioteca de don Ricardo de Heredia, conde de Benahavís, en la Casa Drouot de París. Unas manos entrelazadas entre las iniciales V., P. y S. aparecían en la mayor parte de los libros subastados, símbolo de la biblioteca de Vicente y Pedro Salvá, padre e hijo, que habían escogido dicho emblema como símbolo de la pasión bibliófila compartida a lo largo de su vida: «Nuestras manos deben estar unidas aquí como otro monumento de que esta biblioteca es debida a nuestros afanes comunes y están unidas como lo están nuestros corazones». Se dispersaba así, entre otras muchas manos, una colección de miles de volúmenes que había constituido, durante décadas, la mejor biblioteca privada de Valencia.
Hijo de un empresario de la seda de orígenes pobres y autodidacta, que le inculcó el amor a los libros, Vicente Salvá habría deseado que cada día de su vida tuviera treinta y seis horas. Aun así, las hubiera llenado de trabajo y lecturas. A buen seguro superdotado, a la edad de 13 años comenzó sus estudios en la Universidad de Valencia, donde se licenció en Filosofía, Derecho, Teología y Griego, lengua de la cual obtuvo plaza de profesor en 1804, cuando aún no había cumplido los 18 años. Enseguida pasó a las Universidades de San Isidro y Alcalá de Henares, cerca de la corte real de Madrid, pero el levantamiento del dos de mayo de 1808 y el inicio de la guerra contra la ocupación napoleónica le incitaron a volver a su Valencia natal.
Entonces se produjo el hecho que cambió el rumbo de su vida. Sus frecuentes visitas a la librería de Pedro Mallén, en la calle de San Vicente, junto a la iglesia de San Martín, derivaron en un compromiso matrimonial con Josefa, la hermana de aquél. Abandonó la carrera académica y entró de lleno en el mundo del comercio de libros, fundando la sociedad Mallén, Salvá y Compañía. Al poco, sin embargo, tuvo que afrontar el primero de los exilios políticos que jalonaron su existencia: la entrada del mariscal Suchet en Valencia en 1812 le llevó a Palma, donde participó activamente en La Aurora Patriótica Mallorquina, una publicación del liberalismo exaltado y antimonárquico.
Tras la guerra, a pesar del retorno al absolutismo de Fernando VII en 1814, Salvá pudo regresar a Valencia y continuar con sus negocios. No obstante, la presión de los más reaccionarios hizo que la Inquisición acabara investigándolo por la publicación encubierta de El contrato social de Rousseau, razón por la cual en 1817 abandonó el país, viajando a Roma, Venecia, Turín y el sur de Francia. Un año y medio después regresó a Valencia y trató de sortear el proceso inquisitorial al que estaba sometido, hasta que el pronunciamiento de Riego, en 1820, dio inicio al Trienio Liberal y abolió el Santo Oficio.
Así, a los 32 años inició una carrera política que se debía, sin duda, a su prestigio como hombre ilustrado y al papel de su librería como centro de tertulia y debate de ideas políticas avanzadas. Fue elegido regidor del Ayuntamiento de Valencia y posteriormente diputado de las Cortes españolas, llegando a ejercer como Secretario del Congreso. La llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, no obstante, restauró el absolutismo monárquico y el diputado Salvá se tuvo que refugiar en Gibraltar con su mujer y sus tres hijos, Pedro -que por entonces contaba con doce años-, Petra y Ángela. Durante más de un largo año estuvieron esperando junto al Peñón, como otros muchos refugiados, hasta poder organizar su marcha a Londres.
Finalmente, en febrero de 1825, con la ayuda de su cuñado Mallén, que continuaba ejerciendo en Valencia, y del librero francés Martin Bossange, abría la Spanish and Classical Library ni más ni menos que en el 124 de Regent Street. Y al año siguiente publicaba A catalogue of Spanish and Portuguese books, que dio a conocer por primera vez en Europa la enorme riqueza de la literatura ibérica, en todas sus lenguas, más allá del archiconocido Don Quijote. De hecho, su aparición dio pie a la creación en Francia de La leyenda del librero asesino de Barcelona, según la cual un monje exclaustrado de Montserrat habría abierto una librería y habría matado a diversos clientes y compañeros de profesión, en su afán por obtener un ejemplar único de los Furs de Valencia, que aparecía en dicho catálogo.
Salvá, además, participó activamente en la intensa actividad cultural del exilio londinense, por ejemplo en la disputa por la elección del traductor del Nuevo Testamento al «catalán o lemosín» impulsada por la Foreign Bible Society. Mientras que él apoyó la candidatura del setabense Joaquín Lorenzo Villanueva, finalmente la llevó a cabo Melchor Prat, catalán de la Anoia, en medio de una gran polémica por el dominio de la lengua entonces llamada lemosina por parte de los valencianos. Sin embargo, las cosas no acababan de despegar en Londres, de manera que Vicente decidió viajar a París para conocer en persona a su socio Bossange y tantear la posibilidad de abrir un establecimiento en la capital francesa.
Dicho y hecho, en junio de 1830, a los 43 años, Salvá inauguraba la Librairie Hispano-Américaine en el 60 de la Rue de Richelieu. Mientras tanto, su familia se hacía cargo de la liquidación del local londinense, que cerraba un año después. A partir de entonces llegarían, por fin, los buenos tiempos para los Salvá. Iniciaron una actividad febril que pasaba por abrir un nuevo frente: el de la edición de libros y traducciones que encontraban un vastísimo mercado en el conjunto de los países hispanohablantes. Entre sus publicaciones hubo algunas notablemente rentables, como los trabajos lingüísticos del propio Vicente, quien preparó una Gramática de la lengua castellana según ahora se habla (1830) y un Diccionario Latino-Español formado sobre el de D. Manuel Valbuena (1832), que se convirtieron en obras básicas, constantemente reeditadas.
En el frontispicio de todas ellas siempre añadió la cimera real de los monarcas de la Corona de Aragón, que acabó así convirtiéndose en un símbolo particular de los valencianos, origen del actual escudo de la Generalitat Valenciana. También en aquellos momentos, aunque entonces no constituyera más que una anécdota, Salvá escribió una composición poética en valenciano que puede considerarse la primera muestra de uso culto de dicha lengua a lo largo del siglo XIX, lo que posteriormente daría lugar a la Renaixença. Era, en concreto, Lo somni, un poema redactado en honor de otra exiliada valenciana en París, la señorita Bertrán de Lis: «Mes qu'el lletrat y el guerrer, mereix la palma y llorer, y el tribut d'alegres cants, la valenciana garrida que divise prop lo Sena, cándida com l'azucena, de totes virtuts guarnida».
Pronto, por otra parte, la muerte de Fernando VII significó el inicio de una monarquía parlamentaria que permitió a Salvá regresar y pasar, por fin, largas temporadas en Valencia. De hecho, en 1835 compró la librería de su cuñado, entonces llamada Mallén y Sobrinos, todavía situada junto a la iglesia de San Martín. Por entonces el negocio de París marchaba tan bien que finalizó su sociedad con Bossange y se instaló por cuenta propia en el margen izquierdo del Sena, en el número 4 de la Rue de Lille. También fueron los años en que, por iniciativa de su hijo Pedro, comenzó a formar una biblioteca de volúmenes excepcionales: «te dí facultad para que escogieras los que más te agradasen entre los libros raros que teníamos para vender; tú los recogistes [todos] y formastes con ellos el primer cimiento de la colección».
En España volvió a ser diputado de las Cortes, representando a los progresistas en 1836-37, pero finalmente decidió abandonar toda actividad política y centrarse en su pasión por la filología y los libros. Así, publicó en París el De viris ilustribus (1838) de Cornelio Nepote y el Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846), que se convirtió en otro best seller de uso lingüístico. Mientras tanto, participó en el proceso desamortizador, convirtiéndose en propietario de numerosas fincas rústicas y urbanas, que aseguraron su estabilidad económica. Entre ellas estaba una casa de tres pisos en la calle de la Nave, número 10, en la que fijó su residencia al volver definitivamente a Valencia en 1847.
A partir de aquel momento, llegado a los 60 años, don Vicente se dedicó en cuerpo y alma a organizar su enorme colección de «libros raros españoles», más de 4.000 volúmenes lujosamente encuadernados que fueron alojados en el último piso de la casa familiar: «como pasaré muchos ratos en el piso tercero, tengo menos riesgo si hago el descenso con la librería, que si ella me coge debajo». La biblioteca era de una riqueza extraordinaria, con una colección foral valenciana completa, centenares de manuscritos de los siglos XV al XVIII y primeras ediciones, algunas únicas, del Amadís de Gaula y de autores como Petrarca, Ausias March, Juan del Encina, Boscán, Garcilaso de la Vega, Jorge de Montemayor, Luis de Camões o Miguel de Cervantes. El afán por catalogar con detalle cada pieza llevaría a Vicente Salvá, sin embargo, a la muerte.
En mayo de 1844, en contra del consejo de toda su familia y los más allegados -«su corresponsal de París, sus dependientes, todos le escribieron»- emprendió un viaje hacia la capital de Francia, a pesar de haberse declarado una epidemia de cólera. Pretendía consultar diversas bibliotecas para verificar las notas que había acumulado sobre sus queridos libros. Moriría a los cuatro días de llegar a París. La biblioteca, no obstante, se mantuvo intacta en la calle de la Nave, custodiada por su hijo Pedro, a quien también se debía su formación.
Él mismo, que vendió el negocio de París y se estableció definitivamente en Valencia, continuó la tarea de catalogación. Dedicó, no en vano, los siguientes veinte años de su vida a realizar el Catálogo de la Biblioteca de Salvá (1872), una obra que, por el rigor y la riqueza de sus apuntes, constituye uno de los mejores ejemplares de bibliofilia europea del siglo XIX.
El catálogo, no obstante, salió a la luz de manera póstuma, dos años después de la muerte de Pedro Salvá. Y al cabo de muy poco, como él mismo ya intuía antes de su muerte -«desgraciadamente ninguno de mis hijos ha mostrado afección a las letras»-, la familia decidió vender aquella fantástica biblioteca, que por entonces constituía la mejor de Valencia, tras la de la Universidad. El propio rector de esta última trató por todos los medios que la colección de libros no saliera de la ciudad, consiguiendo de los herederos un compromiso de dos meses de duración para comprarla a un precio muy inferior al de su valor real. Pero ni la Universidad, ni el Ayuntamiento, ni la Diputación tenían dicha cantidad de dinero ni hicieron nada por obtenerla. En última instancia, un diputado valenciano presentó una moción en las Cortes para que fuera adquirida por el Ministerio de Fomento, pero ya era demasiado tarde.
Ricardo Heredia, un industrial malagueño que poco después ennobleció con la obtención del condado de Benahavís, se quedó con todos los ejemplares en 1873 por 140.000 pesetas, llevándolos a su casa particular de Madrid. Sin embargo, no restaron en su poder demasiado tiempo, ya que, según cuenta una tradición oral transmitida por el bibliógrafo Daniel Devoto, Heredia se jugó el dinero que se pudiera obtener de sus libros a una carta. Y perdió. Sea cierto o no, la realidad es que el conde subastó los volúmenes en París entre 1891 y 1894, dispersando así por todo el mundo una biblioteca, la de los Salvá, que jamás debió abandonar Valencia.
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